Mujercitas. Knowledge house

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ni siquiera te das cuenta —dijo Meg, con aire de una dama experta en la materia.

      —Todo esto no son más que tonterías y te agradecería que no aguases la fiesta con tus estupideces. Laurie es un buen chico, me cae bien, y entre nosotros no caben ni cumplidos ni estupideces por el estilo. Todas nos portaremos bien con él porque no tiene madre y podrá venir a vernos siempre que quiera. ¿No es cierto, mamá?

      —Claro, Jo, tu amigo siempre será bienvenido y espero que Meg no olvide que las niñas no deben tener prisa por crecer.

      —Yo no me considero una niña y aún no soy adolescente —comentó Amy—. ¿Qué opinas tú, Beth?

      —Estaba pensando en El progreso del peregrino —respondió Beth, que no había escuchado ni una sola palabra—. Salimos del Pantano del Desaliento y cruzamos la Puerta Angosta cuando decidimos ser buenas, y emprendemos el ascenso por la empinada colina sin dejar de intentarlo. Tal vez la casa que encontremos en lo alto, llena de sorpresas maravillosas, será nuestro Palacio Hermoso.

      —Pero antes tenemos que pasar junto a los leones —comentó Jo, como si la idea le resultase atractiva.

      6

       BETH ENCUENTRA EL PALACIO HERMOSO

      La casa grande resultó ser el Palacio Hermoso, aunque tardaron algún tiempo en entrar en él y a Beth le costó mucho pasar junto a los leones. El anciano señor Laurence era el león más temido. Sin embargo, una vez que las hubo visitado, hecho comentarios divertidos o amables a cada una de ellas y charlado sobre los viejos tiempos con la madre, casi ninguna le tenía miedo, salvo la tímida Beth. Otro de los leones era el hecho de que ellas fueran pobres y Laurie, rico, porque las avergonzaba aceptar regalos a los que no podían corresponder. Sin embargo, transcurrido un tiempo, comprendieron que Laurie las consideraba sus benefactoras y que todo le parecía poco para mostrar su gratitud a la señora March por acogerle como una madre y a las niñas por permitirle disfrutar de su compañía y por hacerle pasar tan buenos ratos en su humilde hogar. Así pues, no tardaron en olvidar su orgullo y aceptaron el intercambio de atenciones sin medir cuál era mayor.

      En aquella época, ocurrieron muchas cosas agradables mientras la nueva amistad crecía como la hierba en primavera. Todas apreciaban a Laurie y él, por su parte, confesó a su tutor, en privado, que «las hermanas March eran unas chicas estupendas». Con su entusiasmo juvenil, consiguieron que el muchacho solitario se sintiese uno más de la familia y disfrutase del encantador e inocente compañerismo de aquellas sencillas muchachas de corazón puro. Como no tenía ni madre ni hermanas, enseguida notó la influencia que ejercían sobre él. Al verlas trabajar llenas de vida, se avergonzó de llevar una existencia indolente. Los libros dejaron de interesarle y empezó a considerar más interesantes las personas, lo que le valió varios informes negativos de su tutor, el señor Brooke, ya que Laurie hacía novillos y se escapaba a casa de las hermanas March.

      «No se preocupe, deje que se tome unas vacaciones, ya lo recuperará más adelante —había dicho el anciano señor—. Mi buena vecina cree que mi nieto estudia demasiado y necesita la compañía de otros jóvenes, diversión y ejercicio. Sospecho que está en lo cierto y que he criado al muchacho entre algodones como lo hubiese hecho su abuela. Dejemos que haga lo que le apetezca con tal de que sea feliz; no podrá hacer ninguna diablura en ese pequeño convento y la señora March está haciendo por él más que nosotros».

      Lo cierto es que lo pasaban en grande. Organizaban representaciones teatrales, carreras de trineos, concursos de patinaje. Veladas maravillosas en la vieja sala y, de vez en cuando, fiestas en la casa grande. Meg podía ir al invernadero siempre que quisiera y disfrutar haciendo ramos de flores; Jo devoraba libros de la estupenda biblioteca y el anciano se desternillaba con sus comentarios; Amy copiaba cuadros y gozaba de tanta belleza, y Laurie actuaba como el señor de la casa haciendo gala de sus exquisitos modales.

      En cambio Beth, a pesar de lo mucho que anhelaba tocar el gran piano, no conseguía reunir el valor suficiente para acudir a la «casa de las bendiciones», como la había bautizado Meg. En una ocasión fue en compañía de Jo, pero el anciano, ignorante de su timidez, la había mirado fijamente, con las pobladas cejas fruncidas, y había lanzado un «ah» tan fuerte que a la joven le entró un tembleque que «hizo vibrar el suelo bajo sus pies», según comentó a su madre; salió corriendo, muerta de miedo, y prometió que no volvería allí, ni siquiera por el preciado piano. No había forma de convencerla de que intentase superar su temor, hasta que el asunto llegó a oídos del señor Laurence, de manera algo misteriosa, y éste decidió resolver el problema. En una de sus breves visitas, dirigió hábilmente la conversación hacia la música. Habló de los cantantes famosos a los que había visto actuar, los órganos maravillosos que había oído tocar y compartió anécdotas tan interesantes que a Beth no le quedó más remedio que abandonar su rincón y acercarse a él, fascinada por su relato. Plantada detrás del anciano, escuchó muy atenta, con sus grandes ojos abiertos como platos y las mejillas rojas de emoción. El señor Laurence no reaccionó ante su presencia, como si fuese una simple mosca, y siguió hablando de las clases y los maestros de Laurie hasta que, de pronto, como si acabase de ocurrírsele una idea, dijo a la señora March:

      —Ahora el chico está descuidando sus clases de música y me alegro, porque estaba demasiado volcado en ellas. Pero el piano se resiente si nadie lo toca; ¿podría ir alguna de sus hijas a tocar de vez en cuando para mantenerlo afinado?

      Beth dio un paso al frente y juntó las manos para no aplaudir. La tentación era irresistible, y solo de pensar en poder tocar aquel magnífico instrumento se quedó sin aliento. Antes de que la señora March pudiese decir algo, el señor Laurence hizo un extraño gesto de asentimiento y siguió hablando:

      —No tienen por qué ver o hablar con nadie, pueden entrar en cualquier momento, porque yo estoy siempre encerrado en mi estudio, en la otra punta de la casa. Laurie pasa mucho tiempo fuera y las criadas nunca se acercan al salón pasadas las nueve. —Dicho esto, se levantó como si fuese a despedirse y Beth se decidió a hablar, puesto que este último comentario había vencido sus últimas resistencias—. Por favor, dígaselo a sus hijas y, sí no les interesa venir, no se preocupe.

      En ese momento, una manita se deslizó en la suya y Beth le miró llena de gratitud mientras decía con su habitual timidez y dulzura:

      —Sí, señor, ¡les interesa muchísimo!

      —¿Es usted la jovencita a la que le gusta la música? —preguntó él, sin sobresaltarla esta vez con un «ah», al tiempo que la miraba con ternura.

      —Soy Beth: me encantaría ir a su casa, siempre y cuando me garantice que nadie me oirá ni me interrumpirá —añadió ella, temerosa de resultar descortés y asombrada de su propio atrevimiento.

      —No habrá ni un alma, querida; la casa está vacía la mayor parte del día, así que puedes venir y hacer todo el ruido que quieras. Estaré en deuda contigo.

      —¡Qué amable es usted, señor!

      Beth se ruborizó bajo la amable mirada del anciano, pero ya no tenía miedo y le estrechó la mano para darle las gracias, incapaz de agradecerle con palabras la preciada oportunidad que le brindaba. El anciano caballero le retiró con dulzura el pelo de la frente, se inclinó hacia ella, le dio un beso y dijo en un tono poco habitual en él:

      —Yo tuve una vez una niña que tenía unos ojos como los tuyos; Dios te bendiga,

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