Mujercitas. Knowledge house

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Mujercitas - Knowledge house

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no habían vuelto a casa. ¡Con qué alegría cantó aquella tarde y cómo se rieron todas cuando, en mitad de la noche, despertó a Amy moviendo en sueños los dedos sobre su rostro como si fuera un piano! Al día siguiente, después de ver salir al abuelo y al nieto de la casa, y tras dos o tres intentos fallidos, Beth se deslizó por la puerta lateral y se encaminó tan sigilosa como un ratón hacía el salón donde se encontraba su idolatrado instrumento. Por casualidad, claro está, había algunas partituras de piezas fáciles de tocar sobre el piano. Con dedos temblorosos y frecuentes pausas para comprobar que nadie la miraba ni oía, Beth logró por fin tocar el estupendo piano. Enseguida se olvidó del miedo, de sí misma y de todo lo que la rodeaba y se perdió en el indescriptible embrujo de la música, que era, para ella, como la voz de una queridísima amiga.

      Permaneció allí hasta que Hannah la fue avisar de que era hora de cenar. Sin embargo, Beth no tenía apetito y se limitó a acompañar a sus hermanas, sonriendo con aire embelesado.

      A partir de entonces, una pequeña capucha marrón cruzaba el seto cada día y un espíritu melodioso, que entraba y salía sin que nadie lo viera, se adueñaba del gran salón. Beth no sabía que a menudo el anciano señor Laurence abría la puerta de su estudio para escuchar complacido aquellas tonadas antiguas que tanto le gustaban. No vio nunca a Laurie apostado en el vestíbulo para impedir que las criadas se acercasen al salón. Tampoco sospechó nunca que los libros de ejercicios y las partituras sencillas que aparecían sobre el piano tenían por único fin ayudarla en su aprendizaje, y cuando Laurie hablaba con ella de música, se decía que el joven era muy amable al explicarle cosas que tan útiles le resultaban. Beth se sentía feliz al ver que su sueño se hacía realidad, algo que no siempre sucede. Tal vez por sentirse tan agradecida por el regalo recibido, recibió otro mayor; de todas formas, la jovencita merecía ambos.

      —Mamá, le voy a hacer unas zapatillas al señor Laurence. Es muy bueno conmigo y quiero darle las gracias. No se me ocurre mejor manera que ésta. ¿Te parece bien? —preguntó Beth, semanas después de la famosa visita del anciano a la casa.

      —Claro, querida. Seguro que le gusta mucho y me parece una buena manera de agradecerle su ayuda. Tus hermanas te ayudarán y yo pagaré el material —contestó la señora March, encantada de poder complacer a Beth, porque esta rara vez pedía nada para sí.

      Tras numerosas y serias deliberaciones con Meg y Jo, eligieron un diseño, compraron el material y empezaron a confeccionar las zapatillas. Decidieron bordar unos pequeños y discretos ramilletes de pensamientos sobre un fondo púrpura intenso, y Beth se entregó a la tarea, día y noche, con alguna que otra ayuda en las partes más difíciles. Como estaba dotada para la costura, las zapatillas estuvieron listas antes de que nadie se pudiera aburrir de la labor. A continuación escribió una nota breve y sencilla, y Laurie se encargó de dejar las zapatillas en el estudio de su abuelo, bajo la mesa, antes de que éste se despertara.

      Superada la primera emoción, la niña esperó con impaciencia la reacción del anciano. Al ver que pasaba todo un día y parte de otro sin noticias, empezó a temer que el regalo no hubiese sido del agrado de su quisquilloso amigo. En la tarde del segundo día, salió a dar una vuelta para que Joanna, la pobre muñeca inválida, hiciese sus ejercicios diarios. Al volver a casa vio desde la calle tres, no, cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la ventana de la sala. En cuanto estuvo más cerca, oyó voces alegres que la llamaban y manos que se agitaban.

      —Ha llegado una carta del señor Laurence. ¡Date prisa y léela!

      —Oh, Beth, te ha enviado… —comenzó Amy, que gesticulaba con una energía poco habitual en ella, pero no pudo decir más porque Jo cerró la ventana.

      Beth apretó el paso, nerviosa por el suspense; sus hermanas salieron a recibirla a la puerta y, en procesión triunfal, la escoltaron hasta la sala repitiendo al unísono: «¡Mira, mira!». Beth miró y palideció de alegría y de sorpresa. Tenía ante sí un piano vertical con una carta sobre su brillante tapa en la que se leía, como si se tratase de un cartel: «Señorita Elizabeth March».

      —¿Es para mí? —preguntó Beth, que se apoyó en Jo porque temía desmayarse, tan grande era la emoción.

      —¡Claro que es para ti, preciosa! ¿No te parece un gesto espléndido? Creo que es el anciano más bondadoso del mundo. En la carta está la llave; no la hemos abierto, pero nos morimos de ganas de saber qué dice —exclamó Jo, que abrazó a su hermana y le tendió la carta.

      —Léela tú, yo no puedo, estoy demasiado nerviosa. ¡Oh, es maravilloso! —Beth escondió el rostro en el delantal de Jo, conmovida por el regalo.

      Jo abrió el sobre y rió al ver el encabezamiento:

      Señorita March:

      Distinguida señorita,

      —¡Qué bien suena! Me encantaría que algún día alguien me mandase algo así —comentó Amy, que encontraba aquel arranque anticuado muy elegante.

      … he tenido muchos pares de zapatillas en mi vida, pero ninguno me ha quedado tan bien como éste. Las flores que ha bordado son mis favoritas y, al verlas, siempre recordaré a la dulce persona que me las ha regalado. Me gusta pagar mis deudas, por lo que confío en que permita que este anciano caballero le haga llegar algo que en otro momento perteneció a una nietecita que perdió. Reciba mi más sincero agradecimiento y mis mejores deseos.

      Su amigo y humilde servidor,

      JAMES LAURENCE

      —Beth, ¡es un gran honor del que debes estar orgullosa! Laurie me ha contado lo mucho que el señor Laurence quería a la nieta que perdió y con qué celo conserva todas sus cosas. Y fíjate, ¡te ha regalado su piano! Todo por tener los ojos azules y ser aficionada a la música —dijo Jo tratando de calmar a Beth, que temblaba y estaba más nerviosa que nunca.

      —Mira qué candelabros tan bonitos, y la seda verde, con una rosa dorada en el centro, es preciosa, y qué hermoso es el taburete. No le falta de nada —intervino Meg, que abrió el instrumento para mostrar su belleza.

      —«Su amigo y humilde servidor, James Laurence», y te lo ha escrito a ti. Cuando se lo cuente a mis amigas, no me van a creer —apuntó Amy, que seguía impresionada por la carta.

      —¡Pruébalo, querida! Veamos cómo suena el piano de mi niñita —rogó Hannah, que compartía con la familia penas y alegrías.

      Beth tocó y todas convinieron en que nunca habían oído un piano que sonase mejor. Era evidente que lo acababan de afinar y restaurar pero, por perfecto que fuera, el encanto de la escena estaba en los rostros radiantes de felicidad que rodeaban a Beth mientras ésta tocaba las hermosas teclas blancas y negras y accionaba los brillantes pedales.

      —Tienes que ir a darle las gracias —dijo Jo en broma, porque no creía que su hermana pequeña fuese capaz de hacerlo.

      —Sí, ya lo había pensado. Supongo que será mejor ir ahora, antes de que tenga tiempo de pensar y me entre el miedo. —Y para asombro de toda la familia, Beth salió al jardín, cruzó el seto y llamó a la puerta del señor Laurence.

      —¡Que me muera ahora mismo si esto no es lo más increíble que he visto en mi vida! El piano la ha trastornado. En su sano juicio, nunca se hubiese atrevido —exclamó Hannah, sin quitar ojo a la niña, mientras las demás parecían haber enmudecido de asombro ante semejante milagro.

      De haber visto lo que Beth hizo a continuación,

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