Mujercitas. Knowledge house

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acababan de desaparecer de la vista.

      El río no estaba lejos, pero cuando Amy llegó la pareja ya estaba preparada para patinar. Jo la vio acercarse y le dio la espalda; Laurie no la vio porque estaba patinando, prudentemente, por la orilla, probando la solidez del hielo porque antes de la helada había habido unos días de calor.

      —Antes de que empecemos la carrera, iré hasta la primera curva para asegurarme de que todo esté bien —le oyó Amy anunciar al tiempo que se alejaba. Parecía un joven ruso, con su gorro de piel y su chaqueta forrada.

      Jo oyó que Amy jadeaba después de haber corrido para darles alcance, pateaba el suelo para que los pies le entraran en calor y se soplaba los dedos mientras intentaba ponerse los patines. Sin embargo, no se volvió y se deslizó zigzagueando por el río, embargada por la agridulce satisfacción que le producía saber que su hermana estaba en apuros. Había alimentado su rabia y ésta había seguido creciendo, como hacen todos los pensamientos y sentimientos negativos si no se eliminan de inmediato. Laurie se dio la vuelta al llegar a la curva y gritó:

      —Mantente cerca de la orilla, el centro no es seguro.

      Jo lo oyó, pero no Amy, que tenía toda su atención puesta en sus pies. Jo volvió la cabeza hacia ella y el diablillo que habitaba en su interior le susurró al oído: «No importa si lo ha oído o no, deja que cuide de sí misma».

      Laurie había desaparecido tras el recodo y Jo se disponía a doblarlo cuando Amy, que iba muy por detrás de ellos, se desvió hacia el centro del río, donde la capa de hielo era más fina. Jo se detuvo un instante, con un extraño sentimiento en el corazón; luego decidió seguir, pero algo la retuvo y la obligó a volverse, justo a tiempo de ver cómo su hermana levantaba las manos y caía cuando la capa de hielo se quebró bajo sus pies. El ruido del agua y el grito le helaron el corazón y la llenaron de miedo. Quiso avisar a Laurie, pero la voz le fallaba; intentó correr hacia su hermana, pero sus pies no se movían; se quedó inmóvil un instante, aterrorizada, con la mirada fija en el gorrito azul que flotaba en las oscuras aguas. Algo pasó a toda prisa a su lado y oyó a Laurie gritar:

      —¡Arranca una tabla de la valla! ¡Rápido, rápido!

      Sin saber cómo, se encontró luchando con la valla, como poseída, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Laurie, que mantenía la calma. El joven se tendió boca abajo sobre el hielo y Amy se sujetó a su brazo y su palo de hockey, hasta que Jo se acercó con la tabla de la valla y, entre ambos, rescataron a la niña, que estaba más asustada que herida.

      —Tenemos que llevarla a casa lo antes posible. Cúbrela con nuestros abrigos mientras le quito los malditos patines —dijo Laurie, y tras tapar a Amy con su abrigo empezó a desatar los cordones, tarea que nunca le había resultado tan difícil.

      Amy llegó a casa empapada, tiritando y llorando a lágrima viva; y tras tantas emociones, enseguida cayó rendida, envuelta en mantas, delante de la chimenea encendida. Jo apenas habló mientras atendían a su hermana, pero no dejó de correr de un sitio a otro, pálida y agitada, con el vestido desgarrado y las manos llenas de cortes y arañazos, fruto de su lucha con el hielo, la valla y las obstinadas hebillas de sus patines. Una vez que Amy se hubo dormido y la casa estuvo en calma, la señora March se sentó en la cama y llamó a Jo para vendarle las heridas.

      —¿Estás segura de que está bien? —murmuró Jo mientras miraba con remordimientos la cabecita de cabellos dorados, que podía haberse perdido para siempre bajo aquel hielo traicionero.

      —Está bien, querida, no está herida y no creo que se resfríe siquiera porque tuvisteis la feliz idea de taparla bien y traerla a casa enseguida —contestó la madre para animarla.

      —Fue cosa de Laurie. Yo la dejé sola. Madre, si le pasase algo, sería por mi culpa. —Jo se dejó caer junto a la cama y, con lágrimas de arrepentimiento relató a su madre lo ocurrido, censuró la dureza de su corazón y, entre sollozos, expresó su gratitud por no tener que lamentar un mal mayor—. ¡Todo es culpa de mi mal carácter! Intento superarlo pero, cuando creo que lo he logrado, reaparece con más fuerza que nunca. ¡Oh, mamá! ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer? —se lamentaba la pobre Jo, desesperada.

      —Contrólate y reza, querida. Vuelve a intentarlo sin descanso. No pienses nunca que tienes un defecto incurable —explicó la señora March, que acercó a su hombro la alborotada cabeza y besó con tal ternura sus mejillas empapadas quejo lloró aún con más fuerza.

      —Tú no sabes lo que es, ¡no imaginas lo difícil que resulta! Cuando monto en cólera, soy incapaz de dominarme. Estoy tan fuera de mí que podría hacer daño a cualquiera y disfrutar con ello. Me asusta que algún día pueda cometer un acto terrible que destroce mi vida y haga que todo el mundo me odie. ¡Oh, mamá, por favor, ayúdame!

      —Lo haré, hija mía, lo haré. En lugar de llorar, recuerda lo ocurrido en el día de hoy y hazte el propósito de no permitir que algo así vuelva a suceder. Jo, querida, todos tenemos tentaciones, algunas más fuertes que nosotros, y a menudo hace falta toda una vida para lograr superarlas. Piensas que tu carácter es el peor del mundo, pero yo tenía el mismo pronto que tú.

      —¿Tú, mamá? ¡Pero si nunca te enfadas! —Jo se quedó tan sorprendida que olvidó por unos instantes su remordimiento.

      —Llevo cuarenta años tratando de curar mi mal carácter y solo he logrado controlarlo. No pasa un día sin que me enfade, Jo, pero he aprendido a no mostrar mi mal humor y no pierdo la esperanza de llegar a no sentirlo, aunque tal vez tarde otros cuarenta años en conseguirlo.

      La paciencia y la humildad que reflejaba el rostro amado eran la lección que Jo necesitaba, más eficaz que el sermón más sabio o la reprimenda más dura. Encontró consuelo en la confidencia que le había hecho su madre y en su comprensión. Saber que su madre tenía un defecto similar al suyo y se esforzaba por corregirlo hacía más soportable su dolor y la animaba a tratar de curarse, aunque, para una joven de quince años, cuarenta años de rezos y propósitos de enmienda le parecía un plazo demasiado largo.

      —Mamá, cuando aprietas los labios y sales de la habitación porque la tía March se queja o alguien te molesta, ¿es que estás enfadada? —preguntó Jo, que se sentía más próxima a su madre que nunca.

      —Sí. He aprendido a reprimirlas palabras desagradables que acuden a mis labios y, cuando la tentación es demasiado fuerte, me alejo unos segundos para recordarme que no debo ser tan débil y cruel —contestó la señora March con una sonrisa y un suspiro mientras alisaba y peinaba con los dedos el revuelto cabello de Jo.

      —¿Cómo aprendiste a guardar la calma? Es lo que más me cuesta. Las palabras hirientes escapan de mi boca antes de que me dé cuenta y, cuanto más digo, más me altero, hasta el punto de que me satisface decir cosas horribles y herir los sentimientos de los demás. Querida mamá, dime cómo lo haces.

      —Mi madre solía ayudarme…

      —Tanto como tú a nosotras —la interrumpió Jo, y le dio un beso.

      —Pero la perdí cuando era poco mayor que tú y, durante años, hube de luchar sola porque era demasiado orgullosa para confesar mi debilidad a nadie más. Lo pasé muy mal, Jo, y derramé muchas lágrimas por mis fracasos; porque, a pesar de mi voluntad, parecía que nunca lo conseguiría. Entonces, conocí a tu padre y me sentí tan feliz que ser buena me resultó muy sencillo. Sin embargo, con el tiempo, cuando me vi con cuatro niñas a mi cargo, y pobre, el viejo fantasma resurgió. No soy paciente por naturaleza y no poder dar a mis hijas lo que necesitaban

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