Mujercitas. Knowledge house

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la calidad de nuestra publicación, además de ayudarnos a no ser tan sentimentales. ¿No lo veis? Él hace tanto por nosotras, y nosotras, tan poco por él, que creo que al menos podemos ofrecerle un lugar en nuestro club y darle la bienvenida si acepta.

      La mención a la ayuda recibida convenció a Tupman, que se levantó y dijo:

      —Es verdad, se lo debemos, aunque nos asuste. Yo digo que Laurie puede venir y, si quiere, también su abuelo.

      El repentino arranque de generosidad de Beth dejó a las demás boquiabiertas y Jo se levantó para aplaudir.

      —Está bien, votemos de nuevo. Recordad que se trata de nuestro Laurie. Decid «sí» bien alto —invitó Snodgrass muy animado.

      Sonaron tres síes al unísono.

      —¡Estupendo! ¡Dios os bendiga! Ahora, sin más dilación o, como dice Winkle, «cogiendo el toro por los cuernos», dejad que os presente a nuestro nuevo miembro. —Y para asombro de los demás miembros del club, Jo abrió la puerta del armario, donde apareció Laurie, sentado sobre un saco de trapos, colorado y tratando de contener la risa.

      —¡Tramposa! ¡Traidora! ¡Jo! ¿Cómo has podido? —gritaron las tres muchachas mientras Snodgrass conducía triunfalmente a su amigo hacia el centro de la estancia; acercó una silla y le dio un distintivo que le hacía miembro de pleno derecho.

      —Vuestra osadía no tiene parangón, par de granujas —dijo el señor Pickwick, que intentaba adoptar una expresión ceñuda y solo consiguió esbozar una amigable sonrisa de reprobación.

      El nuevo miembro, que supo estar a la altura de las circunstancias, se levantó, saludó graciosamente al presidente y dijo con su tono más encantador:

      —Señor presidente, queridas damas, perdón, caballeros… Permítanme que me presente. Soy Sam Weller, su humilde servidor.

      —¡Bien, bien! —exclamó Jo golpeando la mesa con el mango de un viejo calentador de camas en el que se apoyaba.

      —Mi fiel amigo y noble patrocinador —prosiguió Laurie tras hacer un gesto con la mano—, cuya presentación me halaga, no merece reprobación alguna por la estrategia utilizada esta noche. Yo la ideé y ella solo accedió después de mucho rogarle.

      —Venga, no te eches toda la culpa ahora; sabes que fui yo quien propuso lo del armario —le interrumpió Snodgrass, que había disfrutado mucho con la broma.

      —No le hagan caso, yo soy el impresentable, señor —dijo el nuevo miembro al tiempo que inclinaba la cabeza ante el presidente en un gesto acorde con su papel—. No obstante, juro por mi honor no volver a cometer una acción semejante y, a partir de ahora, prometo trabajar por el bien de este club inmortal.

      —¡Eso! ¡Eso! —vitoreó Jo mientras hacía sonar la tapa del calentador como si fuera un platillo.

      —Prosiga —pidieron Winkle y Tupman, y el presidente asintió con la cabeza.

      —Solo quiero decir que, como muestra de mi gratitud por el honor concedido, y con vistas a mejorar las relaciones con las naciones vecinas, he instalado un buzón de correos en el extremo inferior del jardín. Se trata de un espacio amplio y agradable, con candados en las puertas, totalmente acondicionado para el particular. Se trata de una antigua pajarera. He abierto el techo para que quepan toda clase de objetos y nos permita ahorrar nuestro valioso tiempo. Se pueden dejar cartas, manuscritos, libros y paquetes y, puesto que cada nación tendrá una llave, creo que nos será muy útil, o eso espero. Ésta es la llave del club. Ahora tomaré asiento, no sin antes agradecerles una vez más el honor que me conceden.

      Se oyó un fuerte aplauso cuando el señor Weller dejó la llave sobre la mesa, el calentador sonó varias veces desconsoladamente y hubo de pasar un buen rato hasta que al fin se restableció el orden. Siguió después una larga conversación en la que todos participaron con sumo interés. La reunión resultó más animada que de costumbre y terminó bastante tarde, tras tres fuertes vítores en honor del nuevo miembro.

      Nadie se arrepintió de haber aceptado a Sam Weller, que resultó ser un miembro educado y jovial. Sin duda, su presencia animó las reuniones, y mejoró la calidad del periódico porque tenía el don de elaborar frases impactantes y redactar textos interesantes sobre temas patrióticos, clásicos, cómicos o dramáticos, pero nunca sentimentales. Jo lo consideraba una especie de Bacon, Milton o Shakespeare, y se sintió impulsada a mejorar sus propios escritos, con buenos resultados, o eso pensaba.

      El buzón de correos se convirtió en una pequeña institución que funcionó a las mil maravillas, ya que recibía tantas cosas como una verdadera estafeta de correos. Tragedias y corbatas, poesías y fruta confitada, semillas para el jardín y largas cartas, música y pan de jengibre, gomas, invitaciones, reprimendas y cachorros. El viejo señor Laurence celebró la idea y se divertía enviando paquetes raros, mensajes misteriosos y telegramas graciosos. Y el jardinero, que estaba enamorado de Hannah, le mandó una auténtica carta de amor por mediación de Jo. ¡Cómo se rieron todas cuando se descubrió el secreto, sin sospechar las muchas cartas de amor que aquel buzón estaba destinado a recibir en años venideros!

      11

       EL EXPERIMENTO

      —¡Ya es 1 de junio! ¡Mañana los King se irán a la costa y quedaré libre! ¡Tres meses de vacaciones! ¡Cómo voy a disfrutarlas! —exclamó Meg, al volver a casa, un día de calor. Jo estaba tumbada en el sofá y parecía exhausta, algo poco habitual en ella, mientras Beth le quitaba las botas llenas de polvo y Amy preparaba limonada para todas.

      —La tía March se ha ido hoy. ¡Alegraos por mí! —informó Jo—. Temí que me pidiera que la acompañara, porque, de haberlo hecho, me hubiese sentido obligada. Plumfield es tan divertido como un cementerio, así que prefiero ahorrarme la visita. No paramos ni un momento hasta que lo tuvimos todo preparado, y a mí me daba un vuelco el corazón cada vez que me dirigía la palabra, porque en mi ansia por tenerlo todo listo lo antes posible me mostré tan dulce y encantadora que llegué a pensar que no se vería con ánimos de separarse de mí. Estuve temblando hasta que la vi subida al carruaje, y me dio un último susto de muerte cuando, ya en marcha, asomó la cabeza por la ventanilla y preguntó: «Josephine, ¿no podrías…?». No oí el final de la frase porque di media vuelta y puse pies en polvorosa. Eché a correr y no paré hasta que doblé la esquina y me sentí a salvo.

      —¡Pobre Jo! Entró en casa como alma que lleva el diablo —explicó Beth abrazando maternalmente los pies de su hermana.

      —La tía March es una auténtico «zafiro», ¿verdad? —observó Amy tras probar la limonada con aire crítico.

      —Supongo que quieres decir «vampiro», no que sea una joya. En todo caso, no importa, hace demasiado calor para discutir cuestiones lingüísticas —murmuró Jo.

      —¿Qué vais a hacer durante las vacaciones? —preguntó Amy, cambiando de tema prudentemente.

      —Yo me levantaré tarde y no haré nada —contestó Meg, sentada en la mecedora—. He estado madrugando todo el invierno y he dedicado mis días a trabajar para otros; ahora me apetece descansar y pasarlo en grande.

      —¡Vaya! —dijo

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