Corazón y realidad. Claudio M. Iglesias

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caen indefensos bajo la mirada de la hija de la celebérrima millonaria Amalita Lacroze de Fortabat, la de aros de oro falso. Como público del arte, como actores del sistema del arte, estos personajes son decepcionantes, deja entender Kuropatwa. Lo suyo es lo contrario de ser posh: es gente que tiene dinero pero que no entiende de arte, al punto de confundir a Antonio Berni con J. L. Borges. La reseña más dura contra la feria, escrita con seudónimo, las carga directamente en esa dirección:

      Porque ya sabemos, uno o una se pasea por la vida teniendo algo más en la sesera que las hojas secas de una tradición [...]. Y en el Parnaso falta también el eterno épico Carpani, la estampa misma del vigor, pura fibra entre bastidores, tan buen escudo para protegernos de la flaccidez reinante11.

      Para cualquier persona joven esta burla resulta inentendible; hasta a mí me cuesta mucho descifrar, con mis largos treinta y cinco años, los chistes inspirados en la figuración social de un artista de mediados de siglo como Ricardo Carpani. Y es que aquí ramona se estaba burlando de la forma de hablar de arte de aquellos que parodiaba, los feos, ricos y mal vestidos: una forma engolada, mustia, llena de recursos pasados de moda12. Pero la pregunta es, frente a qué era viejo este lenguaje, porque nadie esperaría que el dueño de una casa de remates de la calle Arroyo, un señor que vive de alquilar departamentos, usa bisoñé y cada tanto vende o compra una pintura realista de entreguerras, vaya a estar muy actualizado. Y una pregunta más: ¿qué hacer con alguien que no está actualizado? La revista tenía una línea de comunicación abierta con el joven artista o “interesado en el arte” que busca oportunidades, según vimos. Pero también, si quería ser una revista que alentara el sistema, tenía que dirigirle la palabra al señor que usa bisoñé y en lo posible realzar las diferencias entre sus hábitos y los de los coleccionistas de arte contemporáneo. Es como decirle a alguien, de la mejor forma posible, que se viste muy mal. Que cambie rápido las decisiones que toma frente al perchero. Pero ¿cómo decirlo sin ofender? Existe un instrumento adecuado: la autocrítica, que haga circular la noticia del coleccionista o el galerista que se convierte al arte contemporáneo tras confrontarlo con la compra de obras históricas de la pintura argentina (y en general con el segmento del mercado llamado reserva del valor). La autocrítica tiene mala prensa por sus ecos estalinistas pero habrán visto que es muy común en el discurso empresarial, en general para condimentar una historia de éxito. Y la historia de éxito en cuestión es el salto al arte contemporáneo. En general esta historia tiene algunos aditivos: se subraya que el arte contemporáneo puede ser más accesible en términos monetarios que las obras del segmento reserva de valor, pero también que es más riesgoso y requiere de conocimientos especializados. Por eso el coleccionista debe involucrarse activamente con ese conocimiento, que además necesita de los esfuerzos de todo un sector profesional (historiadores, críticos, curadores, etc.).

      En definitiva, los coleccionistas de arte contemporáneo, a diferencia de los señores de bisoñé, podían estar de acuerdo con la agenda del desarrollo institucional y la profesionalización. Y de hecho algunos coleccionistas participaban en redes dirigidas a promover la “profesionalización del conocimiento y la difusión en las artes plásticas en nuestro país”, como la Fundación Espigas, de la que era presidente Mauro Herlitzka, y según él mismo dijo en una autocrítica espectacular escrita para el número 413, acompañada por un texto de Gustavo Bruzzone, editor responsable de ramona y el principal coleccionista del arte argentino de la década de 1990. “Hay que ayudar entre todos a reconstruir nuestra historia y preservar nuestro patrimonio”, porque el estado no se ocupa, escribió Bruzzone en el artículo que se tituló, seguramente durante una divertida reunión de cierre de la que participaron quince o veinte personas, “Fundación Espigas cuida la memoria”. La introducción del artículo decía: “La próxima vez que hagas limpieza llamá al 4815 7606 que con tus papelitos hacen documentos”14. El afán por el desarrollo institucional del arte, ya en los primeros números de ramona, aparece pegado a un tema que se nos hará monótono, más que frecuente, a lo largo del libro: la actualización internacional como programa. Número a número abundaban las reseñas desde variopintas ciudades de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, aproximadamente en ese orden de proporciones. En el mismo número 4 hay una reseña de Timo Berger desde Berlín, otra de Karin Schneider sobre una muestra de arte brasileño en Nueva York, otra de Daniel Link sobre una muestra en el Museo de Artes Aplicadas de Viena, una cuarta de Lucio Castro sobre Barbara Kruger en el Whitney Museum y otra de Silvina Sicoli sobre una muestra en Saatchi que justo está al lado de la publicidad de acrílicos Madison, “a $2,90 x 60 cm² cualquier color”, $2,90 que en ese momento valían igual en dólares. “Compralos en Belleza y felicidad. Acuña de Figueroa 900”, terminaba el anuncio15. Las reseñas sobre muestras en el extranjero tienen sentido a la luz de la querella con el señor de bisoñé, y así volvemos a la pregunta: ¿qué hacer con alguien desactualizado? Si uno es una revista, la respuesta es simple: actualizarlo. Ofrecerle información de primera mano sobre el presente del arte en otros países y otorgarle las herramientas que aplicar en la construcción del arte contemporáneo local. Así ramona comparte el empeño por la actualización, que fue decisivo para el arte argentino por venir, como parte de su tarea en pos del crecimiento del sistema. No es casual que no se reseñaran muestras internacionales de Rodin o de Turner, lo que podría ser del interés natural del señor con bisoñé. Ni siquiera muestras de los encantadores pintores ingleses de la década de 1930, como sí se reseñaban ocasionalmente las muestras de contemporáneos suyos en Argentina, como Victorica. Las reseñas de muestras internacionales, incluso si carecían formalmente de una sección propia, solo versaban sobre arte contemporáneo.

      En la misma línea hay que integrar la política de traducciones de la revista y su actitud hacia las reseñas de libros. La crítica del libro de Juan José Sebreli que Jacoby publicó en el primer número16 es una dura respuesta a un texto encuadrado en lo que César Aira ha llamado la cantinela “del Enemigo del Arte Contemporáneo”17. Es decir, es una respuesta en nombre del sistema que la revista buscaba promocionar. Al revés, los libros que contribuían a redescubrir los orígenes del arte contemporáneo en Argentina y Latinoamérica recibían elogios y análisis pormenorizados. Así se traducían (y se republicaban en general) aquellos textos que ofrecieran un aporte al conocimiento de las neovanguardias de 1960, o que flanquearan adecuadamente este esfuerzo; por ejemplo, algunos textos inéditos sobre la visita de Marcel Duchamp a Buenos Aires; reseñas de libros sobre el conceptualismo latinoamericano, etc. Que en las críticas de las muestras locales primara la pluralidad y el multifacetismo (el montón), mientras las reseñas de libros, las traducciones y las reseñas de muestras internacionales mostraban un sesgo más orgánico, puede parecer incoherente pero surge de la misma actitud de promover el arte contemporáneo como sistema frente al señor de bisoñé que deambula desinformado, y cuyos gustos no solamente hay que denostar (decirle que se viste mal); también hay que extenderlos con buena información y permitirle que se sume al club del arte contemporáneo. Y ramona coqueteaba todo lo que podía con su carácter de club como parte de su estrategia general frente a los feos, ricos y malvestidos que sostenían, hasta esa fecha, la demanda comercial de arte. Por un tiempo la revista incluso alojó una modalidad de trabajo específica, casi digna de una hermandad iniciática, el café ramona: varias decenas de personas eran invitadas a un bar donde debían hablar de distintos temas, uno por mesa. (Quienes se aburrían del tópico, podían cambiar de mesa.) El experimento tuvo corta vida y Jacoby pronto lo reemplazó por otros abordajes de la interacción social en el medio artístico.

      La revista también tenía una actitud abarcativa y tolerante frente a las discusiones del arte argentino reciente, entonces marcadas por la querella sobre el arte del Centro Cultural Rojas en la década de 1990; en ese rasgo se nota su vocación sistémica, integradora. Rafael Cippolini, quien luego iba a ser editor general tras el alejamiento de Bruzzone, desde los comienzos se dedicó a la tarea memoriosa de profundizar en la materia y añadirle matices a una dicotomía que ya veremos más en detalle y cuyos términos más burdos tenían que ver con la presencia (o ausencia) de razonamiento crítico y político en el arte del Rojas18. En el número 4 tuvieron un diálogo Jorge Macchi y Marcelo Pombo, dos artistas de filiaciones y experiencias tan distintas como podía haberlos en la misma ciudad; los dos salieron a la luz durante

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