Ojos y capital. Remedios Zafra
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A estas imágenes añadiría otras que (por habituales y homogéneas) se me hacen extrañas y significativas. Se trata de las infinitas fotos de sí mismos que sobre todo los adolescentes publican posando como la misma persona, o como si no fueran persona (más dividuos que individuos). Es frecuente verlos congelados “queriendo mandar un beso” o posando intentando parecerse a otro (con seguridad más famoso, más “visto”) cuya imagen posiblemente les martillea y rasga hasta convertir sus fotos en escalofriantes por parecidas. Como si hubieran renunciado a ser sujeto cobijándose en la copia, como quien no se resiste.
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Y en la pose, lo homogéneo, el código que los demás entenderán, el imaginario de referencia. Así, cuando posan en grupo parece que se mueven y actúan al unísono atendiendo a una batuta invisible que los desplaza acompasados. Ahora a la derecha, ahora quietos, a la izquierda, así. Repitiendo escenas para ellos familiares entre sus ídolos y referencias, haciendo “oes” con sus labios, entornando ojos, girando a su perfil bueno, queriendo rebosar sensualidad para que los ojos ajenos les amen siendo “otros”, que terminan siendo “lo mismo”.
Tal vez ellos, como ustedes, como yo, quisieran que su deriva congelada y expuesta a la oscilación de lo que la máquina oferta, mostrara lo mejor de cada uno. Que esas imágenes que se ofrecen coincidan con ustedes, con nosotros, pero finalmente en las fotos parece que somos nosotros los que terminamos coincidiendo con ellas, obstinadas como patrones de un lugar y un tiempo. Y creo que, aun aludiendo a esa tendencia por la que exigimos a la foto que extraiga lo mejor de nosotros, aquello que el espejo no ha sido capaz, las fotos de hoy no duelen como las del pasado, o no de la misma manera.
Recuerdo que entre las pocas fotos que mi hermana y yo guardamos de nuestra adolescencia casi todas estaban ralladas en nuestro rostro o cortadas parcialmente. Prácticamente ninguna de las pocas fotografías que teníamos nos convencía y terminábamos ocultándonos u ocultándolas. La imposibilidad de elegir el “yo” que quieres congelar y jugártela a un solo flash daba como resultado la incorformidad como habitual estado anímico ante un carrete de 12 o 24, cuyas fotos nunca respondían a la expectativa. Ahora, sin embargo, entre las infinitas y sutiles variantes de una misma pose del cuerpo y del rostro algunas se salvan. Y si generan dudas solo han de pasar por el pequeño laboratorio de edición de imágenes de nuestros dispositivos: difuminar, contrastar, recortar… y a ser posible despersonalizar al fotografiado para que se parezca a un canon que satisfaga. Las fotos ya no sentencian al yo, porque el yo se esconde en ellas como en un estereotipo-máscara que en tanto uniformiza dentro de una comunidad, invisibiliza. De manera que solo lo que difiere de la homogeneización de poses y rostros de ahora, aspira a una singularidad.
No olvidemos, en todo caso, que la foto hoy no es ya algo privado o para observar uno mismo. Las fotos que se aprietan en las redes sociales son ante todo escaparate para el otro. De hecho, todavía hoy una imagen es lo primero que se solicita del otro para verificar su identidad y su existencia. Una imagen y un nombre. Aunque todos estos rastros sean cadáveres, y el yo sea algo fluido, otra cosa, imposible asirlo, nunca definido del todo, con su cuerpo y flujo dinámico de deseos y relaciones.
Tener parte de nuestras vidas digitalizadas caracteriza a muchos de quienes habitamos el siglo XXI. Y en gran medida esto es distintivo pues anuncia el advenimiento de nosotros como otros, de nosotros al lado de nuestras fotos y registros. Señala Barthes que en la representación acontece “una disociación ladina de la conciencia de identidad”18. Y pasa, desde hace un tiempo, que hemos olvidado la locura de vernos fuera de nosotros si no es en una pantalla y sin ser esta un espejo.
En Internet distintas identidades se nos solapan en la mediación de la pantalla y los espacios de relación. En ellas se funden: lo que creo ser, lo que quiero ser, lo que quiero que crean, lo que los otros ven, lo que la máquina enmarca, lo que la aplicación quiere mostrar... Y, sobre todo, un tiempo sin límite en la re-presentación del marco-pantalla, cuyo telón nunca baja.
Podría decirse que en la red no dejo de copiar y de copiarme y cuando lo hago, en cada gesto, cuando subo mis fotos y las veo, siento de manera infalible como una impostura, como una inautenticidad. De manera que preciso de esa zona en la que “no” soy una imagen, en la que no soy un objeto para mí y para los otros. Esa zona del espacio y del tiempo que describía Barthes, al reivindicar, “es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender”19.
Y claro que la historia se hace política cuando un ser humano es confirmado por otro, es percibido por otro. Recuerdo al respecto una sugerente descripción del ser humano de Judith Butler que afirma que somos “entregados al otro de entrada”20, de forma incluso anterior a la individuación somos predefinidos por el otro y, como efecto, la “vulnerabilidad social de nuestros cuerpos”. Predefinidos como manera de constatar simbólicamente lo que la sociedad espera de nosotros atendiendo a un cuerpo: un organismo, un sexo, una edad, un rostro21, un género, un discurso, una imagen... Algo que sin embargo implica tanto una castración del ser como un “sostén físico social”22. Para Lévinas23 no es ya la antelación del otro sino el encuentro con el otro lo que instala simultáneamente una responsabilidad del otro en uno mismo (una construcción en el otro), tal que el sujeto es responsable del otro incluso antes de ser consciente de su propia existencia.
Pero no crean que todo es más fácil al suponer que nuestro cuerpo y nuestra imagen no son del todo nuestras, que significan “lo que significan” por su relación con los otros en un contexto sociocultural dado. Ni crean que todo compromiso personal se anula. Valorar esta justificación no implica una claudicación, un abandono de la voluntad a la deriva comunitaria, una cesión de nuestra responsabilidad en la constitución subjetiva, en su valor colectivo. Tomar conciencia del valor del “otro” en los procesos identitarios y subjetivos, sería el primer paso para problematizar el cuerpo y autoproclamarnos agentes de su transformación, creadores de sus imágenes. Supondría cuestionar lo que somos no como algo dado sino como algo modificado individual y socioculturalmente y, como tal, susceptible de ser alterado, no solo material y biotecnológicamente, sino en términos de significado y valor social. Esta tesis construccionista implica que los procesos de producción de los cuerpos pueden ser hasta cierto punto desvelados, comprendidos y apropiados para una acción política. Lo que no está claro es la eficacia en la manera de visibilizar, resignificar o, incluso, “designificar” colectivamente el cuerpo. En qué medida es posible para los otros, para el cuerpo propio desde el cuerpo propio constituido también por los otros. En qué medida podemos convertir esa problematización tan habitual en las prácticas feministas y queer, en política social que trasciende a la vida de las personas.
Por eso siempre que nos mostramos (off/online) comenzamos en nuestro cuerpo conformado como una o muchas imágenes, como construcción simbólica24, con sus maneras de ver, sus filtros identitarios y sociales y sus pretensiones subjetivas.
Haré