Trono destrozado. Victoria Aveyard

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Trono destrozado - Victoria Aveyard La reina roja

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de su cabeza pelada al rape, y unas rosas descienden en curvas por el otro brazo. Su nombre en clave es Receso, aunque Jardín habría sido más apropiado. Es capitana como yo, una más entre los subalternos del coronel. Hay diez en total bajo su mando, cada uno con un destacamento mayor de soldados jurados que han prometido ser leales a sus capitanes.

      —El coronel quiere verte en su oficina. Tiene nuevas órdenes —me dice y baja la voz, pese a que nadie puede oírnos en las profundidades de Irabelle—. No está de buenas.

      Sonrío y la aparto para pasar. Es más baja que yo, como casi todos, así que tiene que hacer un esfuerzo para estar a la altura.

      —¿Lo está alguna vez?

      —Sabes a qué me refiero. Esto es distinto.

      El destello en sus ojos oscuros revela un extraño temor. Lo he visto antes, en la enfermería, cuando se plantó junto al cuerpo de otra capitana, Saraline, cuyo nombre en clave es Piedad y que perdió un riñón en un decomiso de armas de rutina. Todavía está en recuperación. El cirujano temblaba, cuanto menos. No es culpa tuya, no es labor tuya, me dije. De todos modos, he hecho lo que he podido. No soy ajena a la sangre, y era la mejor médico disponible en ese momento, pero ésa fue la primera ocasión en que sostuve un órgano humano. Por lo menos ella sigue viva.

      —Ya camina —me informa Indy, porque descifra la culpa en mi rostro—. Despacio, pero lo hace.

      —Qué bien —digo, aunque omito añadir que debería haber caminado desde hace varias semanas.

      No es culpa tuya, se repite en mi cabeza.

      Cuando llegamos al eje central, ella dobla hacia la enfermería. No se ha apartado de Saraline más que para cumplir sus tareas y, aparentemente, las diligencias del coronel. Llegaron juntas a la Guardia y parecían hermanas de tan íntimas que eran. Luego fue obvio que dejaron de ser hermanas. A nadie le importa. No hay reglas que prohíban fraternizar en la organización, siempre y cuando el trabajo se haga y todos regresen vivos. Hasta ahora nadie en Irabelle ha sido tan necio o sensiblero para permitir que algo tan nimio como un sentimiento ponga en peligro nuestra causa.

      Dejo a Indy con sus preocupaciones y me dirijo en dirección contraria, adonde sé que el coronel espera.

      Su oficina sería una tumba maravillosa. No tiene ventanas, sus muros son de cemento y su lámpara siempre se apaga en el momento menos indicado. Hay lugares mucho mejores en Irabelle para que él se ocupe de sus asuntos, pero le agradan el silencio y los espacios cerrados. Es tan espigado que el techo a baja altura lo hace parecer un gigante. Quizá por eso le gusta tanto este lugar.

      Su cabeza roza el cielo raso cuando se levanta para recibirme.

      —¿Tiene nuevas órdenes? —pregunto, aunque ya conozco la respuesta.

      Llevamos dos días aquí. Sé que no hay que esperar vacaciones de ningún tipo, incluso después del gran éxito de la operación Lacustre. Las vías centrales de tres lagos, clave cada uno de ellos para acceder a la comarca de los Lagos, nos pertenecen ya, y nadie se ha enterado. Para cuál alto propósito, no sé. Esto le incumbe a la comandancia, no a mí.

      El coronel desliza sobre la mesa una hoja doblada y con el borde sellado. Tengo que abrirla con un dedo. ¡Qué raro! No había recibido nunca órdenes selladas.

      Mis ojos vuelan por la página y se abren con cada palabra. Son órdenes de la comandancia, de lo más alto, por encima del coronel, directamente para mí.

      —Éstas son…

      Levanta una mano y me detiene en seco.

      —La comandancia dice que son para su exclusivo conocimiento —asevera con una voz contenida, en la que de cualquier forma percibo molestia—. Es su operación.

      Cierro un puño para mantener la calma. Mi operación. La sangre martillea en mis oídos, empujada por un pulso ascendente. Aprieto la mandíbula y hago rechinar los dientes para no sonreír. Veo las órdenes de nuevo para estar segura de que son reales. Operación Telaraña Roja.

      Un momento después, me doy cuenta de que falta algo.

      —No se le menciona a usted, señor.

      Levanta la ceja del ojo enfermo.

      —¿Esperaba otra cosa? No soy su niñera, capitana.

      Se irrita. Su máscara de control amenaza con venirse abajo y él se entretiene con un escritorio ya prístino, del que sacude una mota de polvo inexistente.

      Hago caso omiso del insulto.

      —Muy bien. Supongo que tiene sus propias órdenes.

      —Así es —dice al instante.

      —Esto hay que celebrarlo, aunque sea modestamente.

      Casi ríe.

      —¿Qué quiere celebrar? ¿Ser un emblema? ¿O que aceptará una misión suicida?

      Ahora sonrío de veras.

      —Yo no lo veo así —doblo lentamente las órdenes y las meto en la bolsa de mi cazadora—. Esta noche brindaré por mi primera misión independiente y mañana partiré a Norta.

      —Para su exclusivo conocimiento, capitana.

      Cuando llego a la puerta, lo miro por encima del hombro.

      —Como si usted no lo supiera ya —su silencio es admisión suficiente—. Además, voy a seguir bajo sus órdenes, así que podrá transmitir mis mensajes a la comandancia —agrego. No resisto la tentación de espolearlo un poco. Se lo merece por su idea de la niñera—. ¿Cómo le llaman a eso? ¡Ah, sí! El intermediario.

      —Tenga cuidado, capitana.

      Inclino la cabeza y sonrío mientras abro de un tirón la puerta de su oficina.

      —Como siempre, coronel.

      Por fortuna, no permite que se imponga otro incómodo silencio.

      —Sus técnicos de televisión la aguardan en su cuartel. Será mejor que se apresure.

      —Espero estar lista para la cámara.

      Dejo escapar una risa falsa y finjo acicalarme.

      Con una sacudida de su mano, él me aparta oficialmente de su vista. Me marcho con gusto y recorro los pasillos de Irabelle llena de entusiasmo.

      Para mi sorpresa, la emoción que me hace palpitar no dura mucho. Pese a que he salido a toda velocidad hacia el cuartel para darle la buena noticia a mi equipo de soldados, mi paso disminuye pronto y mi deleite cede a la renuencia. Y al miedo.

      Hay una razón para que nos llamen Carnero y Cordero, más allá de la obvia. Nunca me han enviado sin la guía del coronel. Él ha estado siempre ahí, como una red de protección que yo no he pedido jamás, pero con la que me he familiarizado. Él ha salvado mi vida tantas veces que ya he perdido la cuenta. Y es, en efecto, el motivo de que yo esté aquí y no en una aldea helada en la que perdería dedos cada invierno y amigos en cada ronda de reclutamiento. A pesar de que no siempre estamos de acuerdo, cumplimos

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