Trono destrozado. Victoria Aveyard

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Trono destrozado - Victoria Aveyard La reina roja

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vez a salvo en el faro, al pie de una interminable escalera de caracol, siento que una tensa cuerda se libera en mi pecho. Aunque poseo experiencia en infiltrarme en ciudades Plateadas y merodear por las calles con relativa concentración, no me gusta hacerlo. Sobre todo si no tengo al coronel a mi lado, quien es un escudo tosco pero eficaz contra cualquier cosa que pueda sucedernos.

      —¿No teméis a los agentes de seguridad? —pregunto mientras uno de los Navegantes cierra la puerta a nuestras espaldas—. ¿Ellos no saben que estáis aquí?

      Melody ríe de nuevo. Ya ha subido una docena de peldaños y continúa su ascenso.

      —Claro que lo saben.

      Los ojos de Tristan casi se salen de sus órbitas.

      —¿Qué? —palidece, porque piensa lo mismo que yo.

      —Que seguridad sabe que estamos aquí —repite ella y su voz produce eco en la torre.

      Cuando pongo un pie en el primer peldaño, Tristan me agarra de la muñeca.

      —No deberíamos estar aquí, capi… —murmura, como si hubiera perdido el control.

      No le doy la oportunidad de decir mi nombre, de ir contra las reglas y protocolos que nos han protegido durante tanto tiempo. En cambio, le encajo el antebrazo en la tráquea y lo empujo con toda mi fuerza por las escaleras. Cae cuan largo es sobre varios peldaños.

      El color me cambia de la vergüenza. Esto no es algo que me guste hacer, sea frente a propios o extraños. Tristan es un buen lugarteniente, aunque un tanto sobreprotector. No sé qué es más perjudicial: dejarles ver a los Navegantes que hay desacuerdo en nuestras filas o mostrarles temor. Espero que sea esto último. Después de alzar los hombros de forma calculada, doy un paso atrás y le ofrezco una mano a Tristan, pero no me disculpo. Él sabe por qué.

      Y sin decir palabra, me sigue escaleras arriba.

      Melody nos cede su lugar y siento sus ojos en cada pisada. Ciertamente me observa ahora. Y se lo permito, con un rostro y una actitud indiferentes. Hago cuanto puedo por ser como el coronel, impredecible e inquebrantable.

      En la cresta del faro las ventanas tapiadas dan paso a una amplia vista de Harbor Bay. Construida literalmente sobre otra ciudad antigua, Bay es un nudo terrible. Sus estrechos recodos y callejones son más propios para caballos que para vehículos, y nosotros tuvimos que escurrirnos por pasadizos para no ser atropellados. Desde este mirador, puedo ver que todo gira en torno al famoso puerto, con demasiadas callejuelas, túneles y esquinas olvidadas como para ser patrulladas. Si se añade a todo esto una alta concentración de Rojos, se comprenderá que es un sitio ideal para el alzamiento de la Guardia Escarlata en la zona. Nuestra inteligencia identificó esta urbe como la raíz más viable de la rebelión Roja en Norta. A diferencia de la capital, Arcón, donde la sede del gobierno demanda un orden absoluto, Harbor Bay no está sometida a un control tan estricto.

      Pero no está desamparada. La base militar que se yergue sobre las aguas, Fort Patriot, divide en dos el perfecto semicírculo de la tierra y las olas. Éste es un eje para el ejército, la marina y la aviación de Norta, el único de su clase que sirve a los tres cuerpos de las fuerzas armadas Plateadas. Como el resto de la ciudad, sus muros y edificios están pintados de blanco y guarnecidos de tejados azules y altas torrecillas de plata. Intento memorizar todo esto desde mi atalaya. Quién sabe cuándo podrían ser de utilidad estos conocimientos. Y gracias a la absurda guerra que hoy se libra en el norte, Fort Patriot es enteramente ajeno a la ciudad que lo circunda. Los soldados no traspasan sus muros, en tanto que la seguridad mantiene a raya la urbe. Según ciertos informes, resguarda a los suyos, los ciudadanos Plateados, pues los Rojos de Harbor Bay se gobiernan en gran medida solos, con grupos y pandillas que preservan su propia versión del orden. Hay tres de ellos en particular.

      La Patrulla Roja es una especie de fuerza policiaca que mantiene la justicia Roja que le es posible y protege y hace cumplir leyes que la seguridad Plateada no se molestará en vigilar. Resuelve controversias Rojas y crímenes cometidos contra los nuestros, para impedir más abusos a manos de la inclemente sangre Plateada. Su trabajo es reconocido, tolerado incluso, por los funcionarios de la ciudad, lo cual explica que yo no haya acudido a ella. Aunque puede ser que su causa sea noble, para mi gusto desfila demasiado cerca de los Plateados.

      Los Piratas, una gavilla con pretensiones, me despiertan una desconfianza igual. Son violentos a decir de todos, un rasgo que yo admiraría normalmente. Su ocupación es la sangre, y causan la sensación de un perro rabioso. Salvajes, brutos y despiadados, sus miembros suelen ser ejecutados y rápidamente sustituidos. Mantienen el control de su sector en la ciudad mediante la opresión y el asesinato, y suelen estar en desacuerdo con su grupo rival, Los Navegantes.

      A quienes debo evaluar.

      —Supongo que tú eres Cordero.

      Me vuelvo sobre mis talones, desde el horizonte que se extiende hacia todas las latitudes.

      El hombre, que imagino es Egan, está dejado caer sobre las ventanas opuestas, sin saber o sin temer que nada más que un vidrio antiguo se halla entre él y una larga caída. Al igual que yo, monta una farsa, y muestra las cartas que quiere al tiempo que oculta el resto.

      He acudido aquí únicamente con Tristan para producir cierta impresión. Flanqueado por Melody y una caterva de Navegantes, Egan ha optado por demostrar su fuerza. Para causar un impacto en mí. Muy bien.

      Expone dos brazos musculosos y cubiertos de cicatrices a los que distinguen dos tatuajes de anclas. Me recuerda al coronel, pese a que no se parecen en absoluto. Egan es de baja estatura, rechoncho, fornido, con una piel achicharrada por el sol y una larga cabellera consumida por la sal y recogida en una trenza enredada. No me cabe la menor duda de que ha pasado la mitad de su vida en una barca.

      —O al menos ése es el nombre en clave que te endilgaron —continúa, en medio de una sonrisa. Le falta un buen número de dientes—. ¿Estoy en lo cierto?

      Me encojo de hombros, evasiva.

      —¿Mi nombre importa?

      —En absoluto. Sólo tus intenciones. ¿Las cuales son…?

      Tan sonriente como él, avanzo hasta el centro de la sala, no sin eludir la depresión circular que antes ocupaba la lámpara.

      —Creo que usted ya las conoce.

      Mis órdenes indicaban que debía ponerme en contacto con esta pandilla, pero no hasta qué punto. Fue una omisión necesaria, ya que de lo contrario personas desconocidas podrían usar nuestra correspondencia contra nosotros.

      —Bueno, conozco bastante bien las metas y tácticas de tu gente, pero me refiero a ti. ¿A qué has venido?

      Tu gente. Estas palabras punzan y tironean mi cerebro. Las interpretaré después. Me gustaría más una pelea a golpes que este juego nauseabundo de toma y daca. Preferiría un ojo morado a un acertijo.

      —Mi meta es establecer líneas abiertas de comunicación. Ustedes son una organización de contrabando, y tener amigos al otro lado de la frontera nos beneficiaría a ambas partes —con otra sonrisa cautivadora, paso los dedos por mi cabello trenzado—. Sólo soy un mensajero, señor.

      —Yo no llamaría mensajero a una capitana de la Guardia Escarlata.

      Tristan no se mueve esta vez. Es mi turno de reaccionar, a pesar de mi instrucción. Egan no pasa por alto mis

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