Psicología del vestido. John Carl Flügel

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Psicología del vestido - John Carl Flügel General

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caso de ciertos pueblos primitivos que perviven, en particular los habitantes de Tierra del Fuego, muestra que el vestido no es indispensable incluso en un clima húmedo y frío. A este respecto, la manida observación de Darwin acerca de la nieve que se funde sobre la piel de esos curtidos salvajes habría demostrado a la algo desconcertada generación del siglo xix que sus cómodas y calientes vestimentas, con todo lo deseables que pudieran parecer, no eran imprescindibles para las necesidades de la constitución humana.

      La gran mayoría de los investigadores ha considerado sin vacilaciones el adorno como el motivo que condujo a la adopción del vestido, y sostiene que sus funciones de preservación de la temperatura corporal y del pudor, aunque posteriormente hayan adquirido una enorme importancia, sólo fueron descubiertas después de que el uso de la ropa se hiciera habitual por otras razones. No necesitamos entrar aquí en consideraciones más detalladas sobre esta discusión especulativa y algo árida. Es un problema que concierne al etnólogo más que al psicólogo, y existen otros asuntos más importantes que reclaman nuestra atención.

      Sin embargo, descontando la prioridad realmente manifiesta del motivo del adorno en el individuo o la especie, existen más razones a priori de naturaleza psicológica que hacen improbable que el pudor pueda ser el motivo primario para vestirse. El pudor, por su propia naturaleza, parece ser algo secundario; se trata de una reacción contra una tendencia más primitiva a la autoexhibición y, en consecuencia, parece implicar su existencia previa, sin la cual pierde su razón de ser. Además, las manifestaciones del pudor son de una naturaleza cambiante. No sólo varían enormemente de un lugar a otro, de una edad a otra, de un sector de la sociedad a otro, sino que, aun dentro de un círculo de personas íntimas, lo que se considera absolutamente permisible en una ocasión puede juzgarse como verdaderamente indecente pocas horas más tarde. En realidad, las manifestaciones prácticas del pudor parecen ser enteramente una cuestión de hábito y convención. En sí mismo esto no demuestra que el impulso del pudor en general no sea innato; por el contrario, casi con seguridad lo es. No obstante, el estímulo del pudor en conexión con cualquier parte del cuerpo o con el cuerpo desnudo en su conjunto sólo puede ser una cuestión de una visión tradicional y no una tendencia primitiva fundamental comparable a la autoexhibición que, aunque maleable también en sus manifestaciones, parece determinada mucho más rígidamente en sus principales formas. Sea como fuere, ha sido muy difícil para muchos autores suponer que el hábito general de usar ropa pueda deberse a una tendencia tan variable y tan fácilmente remplazable como el pudor donde sea que se manifieste. Sin embargo, como ya hemos dicho, por fortuna no es necesario entrar en una consideración minuciosa del problema de la prioridad. Se acepta que cada uno de los tres motivos —adorno, pudor y protección— es suficientemente importante a su modo, y que así se deja planteado el asunto, guardando la piadosa esperanza de que la observación más exacta de pueblos primitivos y de niños pequeños, en condiciones favorables, pronto permitirá evaluar con mayor precisión el significado genético de cada motivo.

      La circunstancia de que el vestido pueda cumplir eficazmente esta doble y en el fondo contradictoria función se relaciona con el hecho —al que ya hemos aludido— de que las tendencias de exhibición y de vergüenza se vinculan en su origen no con el cuerpo vestido

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