De Salamanca a Coímbra y Évora. André Azevedo Alves

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De Salamanca a Coímbra y Évora - André Azevedo Alves Instituto de investigaciones económicas y sociales

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y mucho menos de un orden jurídico-político de la naturaleza imperial.

      Defendía, en este sentido, que ni el Papa podría considerarse dominus orbis en temporalibus et spiritualibus, ni que la autoridad imperial se extendía a todos los pueblos del mundo, tanto desde el punto de vista del derecho divino, como del derecho ley natural y ley humana.

      El imperio universal sería considerado como un designio humano y moralmente imposible, como enseñó Suárez en Coímbra, o como una expectativa legal con opción preferente (teniendo en este caso en cuenta las donaciones papales a los reyes de Portugal y España, prefiriéndolos a los demás príncipes cristianos), sobre todo las donaciones de Alejandro VI en 1493, precisadas más tarde en el Tratado de Tordesillas (1494), por la presión del rey de Portugal. Incluso en casos donde el imperio universal vendría a afirmarse, más tarde, en su dimensión histórica, como en António Vieira, los preceptos de la ética y la justicia, que fundamentaban la dignidad natural de todos los hombres y de todos los pueblos, tendrían que ser respetados, so pena de restitución de los bienes expoliados. En todos los casos, la paz de la que el Imperio sería expresión tenía que estar radicada en la justicia. En caso contrario, sería justa la guerra que fuese declarada.

      En la misma línea, a la que también se refiere Calafate, estaba en discusión la cuestión de la esclavitud, tanto en América como en África y en Oriente. Esta encontraba en el derecho de guerra el principal título de legitimidad, mostrándose sobre todo Fernão Rebelo, a semejanza de su maestro Luis de Molina,5 contrario a la legitimidad del comercio de esclavos entre África y América; lo mismo puede decirse sobre el comercio de esclavos realizado por los portugueses, por no encuadrarse, en la mayoría de los casos, en la expresión de «guerra justa», ni en ninguno de los otros títulos que legitimaban la esclavitud en Japón y China.6

      Hay que añadir que, tanto para Luis de Molina como para Fernão Rebelo, todos los hombres fueron creados libres por Dios, pero esa libertad podría perderse en caso de aplicación del derecho de guerra, por la condena por delitos de derecho interno, la venta voluntaria de la libertad en una situación de extrema necesidad.7

      En suma, para estos autores, como bien apunta Calafate, no se trata de un clamor abolicionista, impensable en la época, sino de una preocupación por denunciar las graves injusticias infringidas en el comercio de esclavos entre África y las Américas, censurando los intereses mezquinos de un comercio injusto. Denuncia que, en Fernão Rebelo, se ve reforzada con la negación de que el provecho de la salvación justificaba la esclavitud, por no ser aceptable practicar el mal para procurar el bien; que las guerras entre los africanos, que en principio legitimaban la compra de esclavos por comerciantes portugueses, no eran justas, sino meros latrocinios, y que por eso, entre los negros, las leyes de la guerra estaban lejos de ser respetadas; que la Corona y sus ministros eran legal y moralmente responsables de la libertad de esos hombres, impidiendo que fuesen sometidos a una esclavitud injusta y brutalmente transportados a América en condiciones de extrema inhumanidad, donde la mayor parte perecía; que, en caso de guerra justa, tanto los infieles podían ser esclavos de los cristianos como los cristianos de los infieles, porque el derecho de gentes era válido para todos los pueblos en condiciones de igualdad.8

      IUS COMMERCII, COMMUNICATIONIS Y CRÍTICA DE LA TEOCRACIA

      Entre los títulos legítimos de guerra y ocupación, la Escuela Ibérica de la Paz, en la estela de Vitoria, prestó especial atención al derecho al comercio, encuadrado en el derecho más amplio de viajar o peregrinar, acabando por complicarse la cuestión del comercio, entre nosotros, en el marco de las controversias sobre el monopolio de la navegación las Indias orientales y occidentales, tras las concesiones papales.

      Vitoria había admitido que uno de los principales títulos que podrían justificar la guerra contra los indios y la permanencia de los españoles en América era la legalidad del establecimiento de relaciones comerciales con los habitantes de esas tierras, siempre y cuando las mismas no les perjudicasen, considerando tal precepto inscrito en el derecho de gentes.

      De hecho, al señalar que en ningún caso esta actividad podía ser perjudicial a los naturales de aquellas tierras, Vitoria no se estaba refiriendo, por supuesto, a un comercio depredador, impulsado por la codicia y el afán de lucro ad infinitum, sino a una actividad fundada en normas éticas, como era de hecho exigencia en las concepciones económicas de matriz católica. Este sería el caso de fray João Sobrinho que, en su Tratado de la Justicia publicado en París en 1496, define el comercio como: «un cierto hábito de la voluntad, regulado por la inteligencia, mediante el cual alguien cambia alguna cosa por otra sin fraude ni usura, cumpliendo siempre la condición de observar la igualdad de valor de las cosas cambiadas, conforme a la recta razón».9

      En el fondo, el comercio debería entenderse —en consonancia con la moral de la simpatía de Adam Smith—en el contexto de la amistad natural entre los hombres, procurándoles lo que necesitan y garantizando, al mismo tiempo, el sustento honesto del comerciante, en función del cual se determina el aumento del precio, el cual se regulaba por la «igualdad de justicia con sus circunstancias»,10 entre las que se consideraban el transporte, almacenamiento, las mejoras introducidas en los productos, y similares. Por lo tanto, se integraba en una concepción de la economía al servicio del hombre. Un ius amicitiae bien vindicado por Vitoria: «[l]os príncipes están obligados, por derecho natural, a amar a los españoles; por lo tanto, no les es lícito, sin causa alguna, prohibirles el goce de sus beneficios, mientras los disfruten sin causarles perjuicio».11

      Era un derecho a viajar o peregrinar que Vitoria justificaba porque en el principio del mundo, cuando todas las cosas eran comunes, los hombres podrían dirigirse a las regiones quisiesen, no siendo tal derecho sino revocado por la posterior división de las cosas.

      Para los escolásticos, no dividió Dios las tierras entre los hombres y los pueblos, mas las creó en común a todos; luego, el dominio de la posesión fue introducido por el derecho humano, subrayando Vitoria que esta división no fue para suprimir ese derecho primitivo, «porque jamás pudo ser la intención de los pueblos evitar la comunicación y el trato entre los hombres».12

      Por lo tanto, en el concepto de «trato entre los hombres» estaba el derecho de estos a establecerse en territorios ajenos y de comerciar con los naturales de los mismos, siempre que no les perjudicasen. De ahí que el fundador de la Escuela de Salamanca nos diga:

      Es lícito a los españoles negociar en tierras de los bárbaros indios, sin perjuicio de la patria de los mismos [...] pues parece ser también derecho de las gentes que los extranjeros puedan tener relaciones comerciales, siempre que sean sin perjuicio para los nacionales.13

      Continuando con Calafate, podemos afirmar que uno de los maestros de Salamanca que le dio un color especial a este derecho a la peregrinación y a viajar a través de territorios ajenos, al que estaba asociado el ius comercii, fue Melchor Cano, limitando tales derechos a la condición del bienestar natural de aquellas tierras:

      El primer título [legítimo de la presencia de los españoles en América] se funda en el derecho natural de la sociedad y de la comunicación. De hecho, el derecho de gentes fue dado a cualquier hombre [...] y lo contrario sería inhumano. Por eso, si hubiese algunos que prohibiesen viajar y actuasen con crueldad, incurrirían en un delito de injurias. Pero si por ventura los indios nos hiciesen alguna de estas injurias, tal se debe, por un lado, a la pusilanimidad, y por otro lado, al hecho de aparecer los españoles no como los viajeros, sino como invasores. A no ser que se considere a Alejandro Magno un viajero.14

      Aquí Calafate15 aprovecha para informarnos de la amplia aceptación que tuvo el pensamiento de Francisco de Vitoria y los maestros de Salamanca entre nosotros, refiriéndose en particular

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