La Casa De La Esclusa. Andrea Calo'

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La Casa De La Esclusa - Andrea Calo'

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capaces de seguir el perfil de los muros, a veces acarician las ventanas, se retuercen alrededor de las numerosas chimeneas durante la estación cálida para abandonarlas durante el invierno cuando estas se encienden. Donde la hiedra no cubre los muros, las frescas manchas de musgo compacto completan el color natural de las fachadas que dan al norte, como si fueran piezas de tela cruda cosidas a un viejo y arrugado vestido. En muchos otros, un colorido florecimiento de rosas, ciclámenes, glicinias y jazmines se yergue de un lecho compuesto de hierba, amapolas rojas y espesos mechones de lavanda. Las espontáneas hierbas, siempre cuidadas y perfumadas, completan la imagen de jardines simples pero relajantes y frescos sólo con mirarlos. Hay caballos y bueyes libres por el campo, se mantienen bien lejos de las ovejas y cabras, quienes prefieren, por el contrario, estar en grupo y pasar el rato inmóviles en un sitio, comiendo un poco de hierba fresca de vez en cuando. Si nos paramos a observarlos con atención, nos responden con una mirada lenta y somnolienta, ojos medio cerrados y movimientos mínimos, aburridos, sin importarles en absoluto la extraña presencia, sin aviso de riesgo o peligro inminente. Seguramente su fin no sea muy diferente al de aquellos que permanecen encerrados en cabañas o recintos estrechos, pero, indudablemente, la calidad de su existencia no puede compararse lo más mínimo a la de sus semejantes reclusos. Por este motivo se suele decir que su carne es más sabrosa. El tiempo parece ralentizarse como el ritmo de la vida y de las emociones. Todo se extiende, todo se abre. La conciencia de los propios problemas se disuelve y nos centramos en todo aquello que está vacío, casi irreal, en un mundo material. Me paro a mirar un campo llevando mis ojos a los límites de lo visible y veo la línea del horizonte. No consigo ir más allá con mis sentidos ya que mis ojos no lo permiten, no obstante, mi mente supera el límite pintando, delante de mí, la impalpable imagen de la continuación de este paisaje en un instante. Me siento muy pequeño en medio de esta inmensidad, pero, por otra parte, percibo una sensación de seguridad y de satisfacción interior, sentimiento que muy raramente he experimentado antes en mi vida.

      Elegí Borgoña para pasar unos días de vacaciones, para relajarme con mi mujer y olvidarme durante un tiempo del estruendo de la vida en la ciudad. Aquí todo es muy diferente. En la ciudad a menudo me invade el deseo de distanciamiento. Los lugares cotidianos me fastidian como un picor de los más molestos, las personas no me llenan demasiado y me asalta el deseo de aislamiento: como si la única reconciliación posible fuera sólo gracias a la ausencia de los ruidos de la ciudad y de sus habitantes. En esos momentos suelo intentar concentrarme en pequeñísimos detalles de un paisaje: el inicio de una cuesta en la montaña, la ventana de una casa con vistas a un prado, un banquito situado al lado de una fuente en el campo. Siento que así el ruido se transforma en sonido, se combina y se integra con el concierto universal de la misma manera que una voz humana puede asemejarse a un canto sin empujar violentamente la primacía de la omnipresencia. Cuando camino por las calles durante mis días de irritación, la humanidad me parece una presencia proterva, por número de ejemplares y por el alboroto. Percibo su afán de llegar quién sabe adónde como una señal de desesperación, de la malvada, dispuesta a hacerse paso incluso con las uñas o con armas. Y entonces no puedo evitar sentir que he nacido y estoy destinado a otra parte, ya sea una cuesta en la montaña, la ventana de una casa y su prado, o un banquito situado al lado de una fuente en el campo, da igual: se trata de «otra parte» donde la voz puede resonar como un canto, el mío.

      Nuestra meta era una pequeña casa junto al canal de Borgoña, más o menos a la mitad de su longitud total, propiedad del conserje de una de las muchas esclusas que hay allí, situada en la aldea de Gissey-sur-Ouche y con vistas al propio canal. Buscábamos algo de paz, de relajación, de aislamiento del caótico mundo de la ciudad, en busca de nosotros mismos. El paisaje se desplegaba frente a nosotros en un concierto de colores, de reflejos de sol que se dibujaban en las charcas y nos capturaban plenamente. Ya en aquel momento me di cuenta de que iba a ser difícil volver a la vida en la ciudad, incluso antes de haber probado el lugar. No obstante, lo mejor estaba aún por llegar, presentándose de forma poderosa ante nosotros, invadiéndonos el corazón y captando, para siempre, nuestra atención. Gissey es una aldea formada por unas cuantas casas construidas en su gran mayoría de piedra, al más puro estilo medieval. El ayuntamiento, una escuela, una iglesia y su cementerio adyacente eran los únicos edificios públicos visibles desde la calle principal. Un único restaurante, más bien pequeño, ofrecía menús turísticos a precio fijo algunos días de la semana, incluyendo sábados y domingos, aunque raramente para la cena. No había ni rastro de ninguna tienda, ni siquiera de alimentación. Aquí también podían verse animales libres en el campo, los pájaros volaban libres por el cielo dibujando círculos y arcos a sus anchas, planeando y volviendo a alzar el vuelo como bailarinas guiadas por las notas perfectas de un aria clásica.

      Cuando llegamos a la cercanía de la aldea, nos desviamos por un estrecho camino de tierra, sembrado de piedras y grava, tan estrecho que dos coches no podían pasar a la vez en direcciones opuestas. Salpicado de anchos y profundos hoyos, a veces llenos de agua de lluvia no absorbida por el suelo, el pequeño camino flanqueaba el canal que se extendía a nuestra izquierda y en el que podíamos ver algunas pequeñas barcazas yendo en línea recta. La gente que iba en las barcazas reía alegremente, miraba a su alrededor a menudo de forma folklórica, sus rostros con una piel lúcida y bien tersa, de un color blanco leche manchado por un rosa pastel y las mejillas tendiendo a un rojo vivo. Los hombres hacían fotografías mientras mordisqueaban sus bocadillos y sorbían con entusiasmo el vino en largas copas de cristal. Tal vez la potencia del alcohol ya los había superado. Las mujeres, de mediana edad, estaban sentadas y relajadas, con las piernas dispuestas en los oscuros bancos de madera y metal que equipaban la cubierta del barco. O estiradas en tumbonas de tela cruda de color beige allá donde las había. Los niños, apoyados en sus madres, disfrutaban de sus helados, con sus rostros en parte tapados por los diversos sombreros que llevaban para protegerse del sol y esconder la timidez ante las miradas de sus curiosos compañeros de viaje. Daban la impresión de estar saboreando la más absoluta libertad, o cualquier cosa similar a ella, la despreocupación, como si fueran parte del entorno, en comunión con él. Los problemas de la vida diaria parecían no preocuparles lo más mínimo, como si en realidad no hubiera absolutamente ningún problema que afrontar, como si estuvieran exentos de ellos. Aparte del francés, también se oía hablar alemán, inglés y español. No había italianos presentes, o al menos ninguno que estuviera hablando en ese momento. Además, ninguno de los presentes mostraba rasgos faciales típicamente italianos. Pasaban muy cerca de nosotros y los podíamos ver muy bien, hasta el punto de casi poder apreciar los defectos de su piel. Observábamos el barco mientras flotaba y transportaba la alegre banda. Sus motores en acción no emitían ruidos ensordecedores. Daba la impresión de que estuviera resbalándose sobre el agua, como si la empujase el aire. Desde las ventanillas de nuestro coche, el cual habíamos parado oportunamente para observar e inmortalizar la escena, podíamos percibir el sonido de la risa de las personas, sus conversaciones y la sinfonía del canto de los pajarillos que poblaban el espacio abierto a la derecha del camino. En ese lado se podía ver una inmensa explanada verde que cubría todo el campo. Era como un marco de colinas de un verde más oscuro e intenso que parecía haber sido puesto allí precisamente para no revelar inmediatamente la belleza que se extendía detrás de ellas.

      —¡Todo es increíble aquí! —dijo Sonia con una voz llena de alegría y emoción palpable, con los ojos brillando con esa luz que hace tiempo no percibía con la misma intensidad—. ¡Parece otro mundo! Parece como si al tomar ese ese camino hubiéramos cruzado la frontera que divide lo real de lo que es mero fruto de los sueños. Es indescriptible, ¡qué feliz estoy! —concluyó.

      —¡Es todo tan cierto, pero tan increíble al mismo tiempo! Los colores, sonidos, olores e imágenes: todo parece tener su propio espacio, una posición tan precisa que, si la alterara un profano, haría que ese objeto aislado se sintiera «fuera de lugar». Todo forma parte del cuadro que estamos observando en este momento y parece llevar la firma de su autor, de una entidad superior y experta. No se percibe ninguna forma de mejorar lo que ante los ojos ya resulta perfecto desde el principio. ¡Yo también estoy feliz!

      Giré la llave para volver a arrancar el coche y, con una sonrisa, la invité a continuar hasta nuestro próximo destino, la casa de la esclusa 34s. A medida que avanzábamos,

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