El Secreto Oculto De Los Sumerios. Juan Moisés De La Serna
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Aunque las fotografías exponían las dos caras de la muestra, la del significado de lo antiguo y de lo actual, todavía quedaba una sorpresa para el visitante que no quise desvelar en la publicidad emitida y presentada.
Para aquellos que por fin se decidiesen a entrar, podrían gozar de una sección de la muestra donde se presentaban obras inéditas y cuyo simbolismo y significado nos son todavía desconocidos, a pesar de las innumerables conjeturas que se hayan podido plantear.
Piezas provenientes sobre todo de las colecciones privadas que han sido escasamente estudiadas por los científicos y por lo tanto dejan volar la imaginación de los visitantes hacia sus posibles significados, otorgándoles por un día el papel de eminentes investigadores para poder realizar sus propias conjeturas sobre su sentido y significado.
Pero por si acaso no se les ocurre nada, en un panel interactivo se muestran piezas similares de otros emplazamientos y el significado que tenían, invitando con ello a que se pongan en la piel de los antropólogos y traten de dar coherencia y sentido a piezas de las cuales carecemos de toda información, salvo su datación y la localización geográfica.
En ningún momento se les quiere dar la solución, la pista definitiva que les conduzca a la resolución de misterio, primero porque ni siquiera nosotros mismos estábamos seguros de su significado, sino que se le quiere hacer partícipe de la tarea de descubrir el sentido de las piezas al visitante.
A pesar del considerable tamaño de la sala de la exposición, se nos había quedado pequeño el recinto por la cantidad de piezas que llegaron, por lo que al final bastantes permanecieron en una sala contigua sin poderse presentar a los asistentes, envueltas en grandes arcones debidamente embaladas y conservadas a baja temperatura para evitar que alguna se deteriorase.
Todavía no tenía decidido qué hacer con aquel excedente que tan generosamente habíamos recibido. Tenía varias posibilidades, devolverlas adjuntando carta de agradecimiento o esperar a ver cómo funcionaba la muestra y si era de interés, realizarlas en otras ciudades e incluso en otros países.
Lo había visto hacer a otros colegas, en vez de hacer ostentación de todo el repertorio de piezas que conformaban las colecciones del museo en el que trabajaban, realizaban exposiciones temáticas y parciales para mostrar los restos más significativos.
Podía siguiendo su ejemplo, crear una exposición itinerante en que la que fuese variando la temática, dando de este modo salida a todos aquellos baúles que como los antiguos cofres de los corsarios conservaban en su interior de reliquias y joyas de la historia de incalculable valor.
Sea como fuera, la seguridad de aquellas cajas de madera era máxima, estando prohibido a nadie acercarse a ellas salvo que yo estuviese presente.
De momento no me había descartado por ninguna de las dos opciones, aunque la segunda era la que más me agradaba, pues así daba la oportunidad a conocer distintos matices de aquella civilización tan amplia, y que nos había dejado un legado tan amplio difícil de conocer en una sola visita.
Mientras llegaba el momento de adoptar la decisión oportuna, quise que aquellas piezas no expuestas permaneciesen en la biblioteca. Para mí aquel era el lugar más seguro de toda la ciudad, además teniéndolas cerca me sentía más tranquilo, pues si por algún motivo tuviese que sufragar de mi bolsillo el coste originado por el desperfecto o extravío de tal solo una de las miles de piezas, no tendría suficientes años de mi vida para pagarlo.
Lo más difícil de aquella colosal gestión fue el conseguir a una compañía aseguradora que respaldase aquella exposición, requisito impuesto por la dirección de la biblioteca, aunque particularmente creía que era una pérdida de tiempo y sobre todo de dinero, ¿Quién iba a querer una pieza así?
Además, con el catálogo que habíamos realizado, ahora digitalizado, cualquier policía del mundo podría en segundos identificar la procedencia legal de las obras y evitando con ello su compraventa.
A pesar de lo cual, y para evitar males mayores había tenido que contratar un seguro multimillonario de acuerdo con el valor de las piezas, que gentilmente me pagó la alcaldía de la ciudad, con la condición de que a su inauguración asistiese el alcalde para decir unas breves palabras y sobre todo para salir en las fotos.
“Un gran acontecimiento, requiere una gran ceremonia de apertura y ésta por supuesto, precisa de un gran anfitrión” me comentaba el asistente personal del alcalde cuando supervisaba los preparativos de la ceremonia.
No sabía si el público, iba a querer acercase allí para admirar las piezas, pero para la noche de la inauguración ya tenía confirmada más de cien personas, entre celebridades, cantantes y otros artistas de la ciudad.
Todo para poder realizar ese pequeño paseo casi de pasarela para que los cientos de periodistas acreditados desplieguen sus flashes en busca de la foto de portada de las revistas del corazón. Pocos eran los medios que habían solicitado su presencian en la inauguración que perteneciese a alguna cadena medio seria, que estuviese realmente interesada en propagar la cultura y el conocimiento.
A mí eso, a pesar de saber que era un mal necesario de aquella ciudad, el lidiar con ricos y famosos para que tu sitio sea conocido, no me dejaba de parecer banal y superficial, propio de galas benéficas, de presentaciones de nuevas funciones de teatro o del estreno de películas, pero no tanto de una muestra.
Mi director me había tenido que consolar viéndome en algunos momentos desesperado por organizar algo memorable, que fuese tan sublime que se quedase en la retina de los presentes, más allá de averiguar si el último famoso de moda se había separado o no de su mujer.
“No compitas con la prensa, ella es tu aliada, deja que haga su trabajo. Cada foto que aparezca en la revista será una publicidad para ti, pues el marco en donde se produce, este evento, es lo que contarán a todos y más de uno vendrá simplemente para ver el lugar por donde acaba de pasar su ídolo” me aconsejaba con paciencia mi director.
A mí aquella parafernalia me parecía innecesaria e impropia de un lugar como aquel; seguro que ninguno de los asistentes de la inauguración terminaría el día sin recordar el nombre o, la época o algún otro dato relevante de la exposición.
Además, y para colmo, me asignaron una asesora de imagen para que yo mismo fuese quien guiase a las personalidades del mundo de la política y de los deportes por las piezas más importantes.
Aun cuando había estado preparando a un equipo de personas que sería las encargadas de guiar a los turistas en grupos de diez entre las distintas colecciones, me tenía que presentar para un puesto algo tedioso para mi gusto, más propio de un estudiante de tercero de facultad que de un profesional de carrera.
Había tenido que escoger, para esta breve pero mediática visita, las obras más relevantes que les iba a mostrar y explicar, dejándoles el resto del tiempo para que admirasen por sí mismos las restantes obras.
Tres eran las de mayor importancia para mí, por su claridad en la explicación y por ser muestra del espíritu que impregnaba toda la exposición.
Las dos primeras eran las exhibidas en los pendones colgantes de la portada y que inundaban la ciudad en periódicos y pastines repartidos a lo largo de la ciudad.
La tercera era de esa parte inesperada y enigmática en la que quería que el espectador se recrease intentando adivinar cuál era el significado y sentido de las piezas más llamativas e inexplicables de la cultura sumeria.