El Reino de los Dragones. Морган Райс

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El Reino de los Dragones - Морган Райс La Era de los Hechiceros

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recibió una patada en el abdomen y se levantó escupiendo sangre.

      –Elegiste meterte con las personas equivocadas, zorra —dijo el líder y apuntó a golpearle la cabeza.

      No había tiempo de esquivar ni de defenderse. Lo único que podía hacer Erin era agacharse y arremeter con su lanza. Sintió el crujido al atravesar la carne, y esperó sentir el impacto del arma del  enemigo en su propio cuerpo, pero por un momento todo se paralizó. Se atrevió a levantar la vista y allí estaba él, paralizado en la punta de la lanza, tan entretenido observando el arma que no había terminado su propio ataque.

      Tener suerte es algo bueno, y confiar en ella es estúpido, decía en su mente la voz del maestro espadachín Wendros.

      El hombre del cuchillo aún estaba en el suelo, luchando por levantarse.

      –Piedad, por favor—dijo el hombre.

      –¿Piedad? —Dijo Erin— ¿Cuánta piedad le tuviste a la gente robaste, mataste y violaste? Cuando te rogaron, ¿te reíste de ellos? ¿Los atropellaste cuando se escaparon? ¿Cuánta piedad me hubieses tenido a ?

      –Por favor —dijo el hombre, poniéndose de pie.

      Se volteó para correr, probablemente con la esperanza de dejar a Erin atrás entre los árboles.

      Estuvo a punto de dejarlo ir, pero ¿qué haría él entonces? ¿Cuántas personas más morirían si pensaba que podía salirse con la suya otra vez?  Volteó la cuchilla, la alzó y la arrojó.

      Si la distancia entre ellos hubiese sido mayor no hubiera funcionado, porque la lanza era más corta que una jabalina, pero en el corto espacio voló por los aires sin esfuerzo, cayendo en el punto en donde estaba el bandido y arrojándolo al suelo.  Erin se acercó a él, puso un pie sobre su espalda y le arrancó la lanza. La alzó y luego la hundió rápidamente en su cuello.

      –Esa es toda la piedad que tengo hoy —dijo ella.

      Se quedó allí parada y luego se movió a un lado del camino sintiéndose nauseabunda. Le había parecido bien y fácil mientras peleaba, pero ahora…

      Vomitó. Nunca había matado a nadie, y ahora el horror y el hedor la abrumaban. Se arrodilló allí durante lo que parecieron horas hasta que su mente le insistió que debía moverse. La voz del maestro espadachín Wendros volvió a ella…

      Cuando está hecho, está hecho. Enfócate en lo práctico, y no te arrepientas de nada.

      Era más fácil decirlo que hacerlo, pero Erin se obligó a pararse. Limpió la espada en la ropa de los bandidos, luego arrastró los cuerpos a un lado del camino. Esa fue la parte más difícil de todas, porque eran todos más grandes que ella, y además un cuerpo era más pesado que un ser viviente. Para cuando hubo terminado tenía más sangre en la ropa que la que había corrido durante la pelea, por no hablar del corte que el hombre que tenía el cuchillo le había hecho. Tuvo el extraño y repentino pensamiento de que tendría que asegurarse de que un criado la arreglara antes de que su madre la viera. Eso le causó risa, y no pudo para de reírse por un largo rato.

      Los nervios del combate. La amenaza más grande para un espadachín, y la mejor droga que el mundo haya tenido.

      Erin permaneció allí parada por unos minutos más, dejando que el entusiasmo de la pelea corriera por sus venas. Había matado a unos hombres, y había hecho más que eso. Había demostrado su valor. Ahora los Caballeros de la Espuela tendrían que aceptarla.

      CAPÍTULO OCHO

      Renard seguía yendo a la posada de la Escama Rota por tres razones, y ninguna tenía que ver con la cerveza, que era muy mala. La primera era la tabernera, Yselle, a quien parecía gustarle los hombres fornidos y pelirrojos como él, y quien alternaba entre acusarlo de engañarla y reclamarle que la visitara más seguido.

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