Mundos Universos. Guido Pagliarino
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Con esos pensamiento melancólicos, poco antes de la hora de la comida Osvaldo pasó a través de una puerta interior de su piso a la sala de espera de su despacho: bajo sus anteriores propietarios había sido una única vivienda grande que ocupaba todo el segundo piso, con dos entradas por la escalera, una para los propietarios e invitados y la otra para el servicio. La segunda se había convertido en la entrada a su despacho. La zona de trabajo comprendía tres habitaciones, el salón-estudio propiamente dicho, la antecámara-sala de espera y el despacho de las dos empleadas. Dentro no había nadie, aunque era un día laborable, porque Osvaldo había despedido a las colaboradoras, igual que había hecho por otro lado con la asistenta-cocinera, comiendo los días siguientes en un restaurante cercano. Entró en el salón que constituía su despacho, lleno de revistas jurídicas, expedientes de trabajo y ensayos legales, entre los cuales destacaban los suyos, encuadernados en piel roja. Estaban colocados respectivamente, de izquierda a derecha desde la entrada, en tres estanterías de madera clara de nogal que cubría otras tantas paredes. A lo largo de la cuarta, que tenía en el centro la puerta entre el despacho y la sala de espera, colgaban, cuatro a cada lado, ocho grabados sobre los respaldos de otras tantas sillas acolchadas. En el centro de la sala, enfrente de la puerta, destacaba una gran mesa que usaba como escritorio, cubierta de expedientes y cartas, detrás de la cual se erguía un sillón profesional. Todo el mobiliario era dorado y antiguo, en estilo Luis XV. El abogado tenía la intención de sentarse por última vez en su escritorio, mirar un rato a su alrededor, tranquilamente, y dar así una especie de adiós oficial a su vida profesional, para dejar de pensar en ello y no volver nunca a acceder al área de trabajo en los últimos y tristes días que iba a pasar en su casa.
Había dado un par de pasos en el cuarto cuando advirtió, con alarma, un entumecimiento en las manos y los pies que invadió de repente todo su cuerpo. Se quedó quieto donde estaba. La falta de sensibilidad en el cuerpo se convirtió en un molesto hormigueo y luego en casi en un escozor. Le picaba también el cuero cabelludo. También empezaron a picarle, por dentro, el cerebro y el músculo cardiaco. Razonó, atónito: «Estoy a punto de perder totalmente la cabeza y además estoy sufriendo un infarto». Sin embargo, después de unos pocos segundos, el picante hormigueo empezó a disminuir y, como antes, también en todo el cuerpo. Pero le atacó otro dolor, y con más intensidad: una especie de gran garra invisible que apretaba fuertemente su cerebro mientras que sentía que el corazón se calentaba hasta quemarle:
—¡Me muero! —gritó.
—¡No se muere en absoluto, abogado! —exclamó una voz desconocida, dejándole estupefacto, una voz de tono melodioso, similar al sonido femenino de una potente contralto.
—¡Que diab…! —dijo sin poderse contener a pesar del tono tranquilo de la voz y se volvió de golpe tratando de descubrir una presencia a sus espaldas: no había nadie.
—Tenga un poco de paciencia, el dolor está a punto de desaparecer —continuó la voz.
El dolor desapareció y se sintió físicamente bien, incluso muy bien, pero en ese momento no se paró a pensarlo, miró preocupado a su alrededor y echó incluso un vistazo debajo de la mesa: no había nadie. El que le había hablado debía estar detrás de la puerta. ¿Un ladrón? Osvaldo ya no estaba perplejo, sino enfadado: tomó de la mesa un pequeño pero pesado pisapapeles de bronce, una estatuilla del siglo XVII que representaba un caballo y un caballero, con una peana todavía más pesada que la figurilla, y salió rápidamente a la sala de espera: no había nadie. Entró en la habitación en la que hasta hace unos días había visto el trabajo de sus empleadas: no había nadie. Volvió sobre sus propios pasos, cruzó de nuevo la sala de espera y se dirigió al primer cuarto de su vivienda, un distribuidor: tampoco aquí había nadie. No fue más allá, ya que la voz no había sonado lejos del despacho. Mecánicamente, posó el pesado pisapapeles de la figurilla sobre una mesita que tenía a su lado, un poco demasiado bruscamente contra una estatuilla de Capodimonte, una damisela y un caballero del siglo XVIII, que quedó arañada en su base. No se dio cuenta del daño y volvió a entrar en la sala de espera haciendo ruido:
—¡Se me ha derretido el cerebro! ¡Oigo voces que no existen! —y continuó razonando mentalmente: «El médico no me habló de posibles alucinaciones esquizofrénicas».
La voz de contralto resonó de nuevo, tranquila como antes:
—Su cerebro no se ha derretido, abogado, no tiene imaginaciones. —Estas palabras, recorriendo techo y paredes, reverberaron en la habitación sin muebles, salvo ocho asientos para los clientes junto a dos paredes y un perchero y un paragüero junto a la puerta del rellano, y al dueño de la casa le parecieron de ultratumba. Se sobresaltó y se le aceleró el corazón.
La extraña voz continuó plácidamente:
—En realidad usted me oye, abogado, a través de un dispositivo, llamémosle un móvil, ¿de acuerdo?, exhibido sobre el manos libres que hay en este cuarto, sobre la silla más cercana a la puerta de su estudio. Y la primera vez en su despacho el aparato se había solidificado exactamente sobre su mesa, pero no lo vio porque estaba mezclado con las cartas. Así que hace un momento lo he retransferido a la sala de espera y ahora, abogado, no puede dejar de verlo. Además, esta vez lo he reconstruido con pintura de color rojo vivo y no blanco.
¿Solidificado? ¿Exhibido? ¿Retransferido? ¿Reconstruido?, se maravilló Osvaldo. Vio que había realmente una especie de móvil en esa silla. Se aproximó. No lo tocó, solo lo observó. Advirtió que no se trataba de aparato moderno inteligente multimedia, sino de un modelo de dimensiones menores de las de un Smartphone y de apariencia arcaica, de aquellos que solo valían para conversar e intercambiar mensajes de texto. Se acercó más y vio que no había ninguna inscripción sobre el móvil y que no tenía teclas ni pantallas, como si el aparato solo valiera para recepción.
Se dijo en voz alta:
—No creo en la magia y todavía no se ha inventado el teletransporte, así que en realidad me he vuelto esquizofrénico y este móvil solo está en mi cabeza.
—Se engaña, ¿sabe? —le apremió la agradable voz, que provenía claramento del aparatito.
Osvaldo respondió como si esas palabras fueran reales, pero sin creerlo de verdad:
—Así que se ha inventado el teletransporte, ¿no es así?
—Sí, desde hace tiempo.
—Ah, entonces, señor... o señora...
—Soy varón y me llamo Ornulatinval Tamagonemistralin Rutillinainon, pero, para usted, abogado, solo Or, como me suelen llamar los amigos: ¿podemos tratarnos de tú?
Osvaldo aceptó el juego que, según creía, le planteaba su achacoso