Tras La Caída . L. G. Castillo

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Tras La Caída  - L. G. Castillo El Ángel Roto

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de dar un paso más. ¿Podría hacerlo? Y aunque consiguiera alcanzarlo, ¿le quedaría algo de poder para poder salvarlo?

      Gabrielle le había advertido de lo que ocurriría, pero Rachel hizo caso omiso, especialmente la primera vez que entró en el Infierno. ¡Se parecía mucho al lugar donde ellos vivían! Hasta donde podía ver, había abundante hierba y flores perfumadas. Unas montañas cuyas cumbres, cubiertas de nieve, se divisaban a lo lejos bajo el cielo azul. Incluso el arroyo se encontraba dispuesto de la misma forma que en el Cielo. Si no fuera por la inquietante sensación que sentía en la boca del estómago y porque el cabello se le había erizado en la parte trasera del cuello, habría jurado que estaba en casa.

      Teniendo en cuenta que Lucifer tenía a sus prisioneros cautivos en el Lago de fuego, había asumido que el Infierno sería un vasto terreno vacío donde haría un calor abrasador. No fue hasta que encontró la cueva escondida detrás de una cascada, cuando finalmente comprendió lo que Gabrielle quería decir cuando le dijo que no bajara la guardia. La cueva era gélida y el aire frío parecía filtrarse por los poros de su piel hasta llegar a los huesos, provocando que sus dientes castañearan de una forma incontrolable.

      Deseaba que Gabrielle le hubiera dado más información sobre qué esperar. Se habría abrigado más. Gabrielle tan solo había estado allí una vez, pero se quedó esperando en el exterior de la cueva. Según ella, con una vez ya había tenido suficiente. Le llevó unos días recuperarse de la experiencia.

      Solamente Raphael sabía lo que el Infierno era en realidad. Él hizo que Gabrielle le esperase mientras él atravesaba con valentía las profundidades de la caverna hasta alcanzar el lago. Era la única persona que conocía que había bajado hasta allí y había vuelto... vivo.

      Deseaba haberle preguntado a Raphael qué esperar de aquello y cómo prepararse. Suspiró. Si hubiera podido se habría escapado sin ser vista, pero habrían informado a Michael y lo más probable era que la hubieran puesto bajo vigilancia hasta que fuera sido demasiado tarde.

      Dejó escapar un gemido al pensar en que él pudiese morir. Se llevó la mano a la boca, horrorizada, mientras el sonido retumbaba en la oscuridad, rebotando en los muros. Su cuerpo tembló al luchar contra la idea de perderle. Tuvo que recomponerse. Si la pillaban, sería el final para ambos.

      Respiró con determinación y se empujó alejándose del muro. «Puedo hacerlo. No le perderé».

      Sus pies raspaban el suelo de la cueva mientras caminaba arduamente en la oscuridad. Al girar una esquina, se topó con dos túneles.

      «¿Por cuál debería ir?» Sus ojos se humedecieron y se mordió el labio, frustrada. Estaba cansada. Muy cansada. Si elegía el incorrecto, no sabía si luego podría ir por el segundo. El tiempo se le agotaba. Tenía que elegir ¡ya!

      Estaba a punto de decantarse por el túnel de la izquierda, cuando escuchó un gemido procedente del de la derecha.

      «¡Es él!»

      Salió corriendo en dirección hacia donde venía el sonido con energías renovadas y, en unos minutos, llegó a una gran caverna. El calor le golpeó el cuerpo provocando que se encogiese de dolor debido al abrupto cambio de temperatura. Se detuvo de repente agitando los brazos al tratar de recuperar el equilibrio para no caer sobre la lava fundida que apareció justo delante de sus ojos amenazando con achicharrarle las puntas de los dedos de los pies.

      ¡El lago!

      Un tremendo calor hizo que se le nublara la visión, así que se frotó los ojos. Todo lo que pudo ver fue un mar rojo de calor. «¿Dónde está?»

      Mientras buscaba entre la neblina, finalmente visualizó una figura borrosa, inmóvil. Parpadeó de nuevo y se quedó sin aliento cuando sus ojos consiguieron enfocar.

      ¡Oh, no! No podía ser él.

      Al otro lado del lago, encadenado a la pared, desnudo, se encontraba la única persona sin la que ella jamás podría estar. La única por la que desafiaría las órdenes del mayor de los arcángeles, si tuviera que hacerlo para salvarlo.

      Uriel.

      Las lágrimas se derramaron por sus acaloradas mejillas al ver su magnífico cuerpo, quemado por la lava que salpicaba sobre su piel. Sus hermosas y aterciopeladas alas blancas se habían teñido de un negro grotesco. Con cada movimiento que hacía, sus plumas se convertían en cenizas inertes que caían al suelo.

      —Uriel —carraspeó ella.

      Uriel levantó la cabeza y unos sorprendentes ojos azules que contrastaban con el negro de su cara carbonizada, la miraron llenos de dolor. —No —gimió él—. Vete. Vete ya. Él va a venir...

      La caverna rugió y la lava salió disparada por el aire, salpicando un líquido abrasador sobre su pecho. Él arqueó la espalda chillando de dolor.

      —¡Ya voy, Uriel! —Se quitó el manto y abrió las alas.

      —Es demasiado tarde para mí —dijo con voz ronca—. No lo hagas.

      —No, no lo es. No me importa lo que digan los demás. Te has redimido y mereces otra oportunidad.

      Él la miró fijamente a los ojos. —Perdóname. No soy digno de ti.

      —No hay nada que perdonar. Te amo.

      Desesperada por encontrar una forma de llegar hasta él, Rachel miró a su alrededor. Tragó saliva mientras movía las alas y reunió todas sus fuerzas para impulsarse en el aire. Tan solo fue capaz de elevarse medio metro del suelo. Era como si una barrera invisible la empujara hacia abajo. Agobiada, miró a su alrededor buscando otra forma de llegar hasta él hasta que vio un estrecho sendero de piedra rodeado de lava. No había otra manera de acercarse a él.

      Con todas sus fuerzas, se impulsó hacia arriba intentando distanciarse de aquel líquido ardiente. La caverna tembló de nuevo y una ola de lava golpeó contra los muros, mandando gotas de lava por el aire que cayeron sobre sus alas.

      Gritó de dolor y empezó a caer.

      —No, Rachel. Vuelve —gimió Uriel.

      Antes de que Rachel pudiera decirle que no iba a dejarle allí de ninguna manera, esta sintió una oleada de aire en su espalda.

      —Llévatela... Gabrielle —dijo Uriel entrecortadamente—. Mantenla... a salvo.

      —Tienes mi palabra —dijo Gabrielle mientras agarraba a Rachel.

      —¡No! —gritó Rachel, forcejeando con los brazos de acero de Gabrielle—. Déjame ir. ¡Déjame ir!

      Rachel estiró los brazos como si pudiera aferrarse a él. —¡Uriel! ¡Uriel!

      Justo cuando Gabrielle salía volando de la caverna, un fuerte estruendo sacudió la cueva y el sonido de los gritos de él llegaron hasta ella, mezclándose los gritos de ambos.

      Después, silencio.

      Él se había ido.

      Ella cayó sin fuerzas en los brazos de Gabrielle mientras volaban de vuelta por el gélido túnel. El frío se extendió por su rostro y sus manos, y luego se propagó por su corazón hasta lo más profundo de su alma hasta que no quedó nada más que un oscuro entumecimiento. No importaba. Nada importaba ya.

      Cuando

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