La Sombra Del Campanile. Stefano Vignaroli
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Asados de la más variada clase de animales de caza, sopas, ensaladas y pasta, ya a últimas horas de la tarde habían sido dispuestas sobre la gran mesa en la que se colocarían los huéspedes. El Cardenal tenía a Lucia cogida de la mano mientras que los siervos rociaban los asados, en particular las grullas, los pavos y los cisnes, con zumo de naranja y agua de rosas, con el fin de convertirlos en más apetitosos. Los filetes de ternera, una vez cocidos, eran completamente cubiertos de especies y azúcar. Una particular atención se había reservado a los acompañamientos, verduras de todas clases y colores que, más que para ser comidas, servían para alegrar los ojos de los comensales y estimular el apetito. En las soperas se exhibían sopas de verduras de distintos colores. Las sopas, que habitualmente eran servidas como postre, tenían un sabor dulce, estaban condimentadas con azúcar, azafrán, semillas de granada y hierbas aromáticas. El auténtico caldo, el que había sido preparado haciendo cocer una mezcla de carnes, verduras y especias en agua, se utilizaba como primer plato, sorbe todo en el campo y en los castillos de la nobleza ciudadana. El caldo se bebía mientras que la carne, quitada del caldo, se comía aparte y se servía con hierbas aromáticas. El Cardenal había dado orden a los cocineros de no servirlo, ya que había dado orden, en cambio, de cocinar una novedad, originaria de la Corte de Carlo VIII, los macarrones, obtenidos de la sémola del trigo modelado en forma de gusanos y condimentados con una salsa a base de aceite de oliva, mantequilla y nata. En dos mesas aparte habían sido colocados los dulces, tartas de manzanas y bizcochos, y la fruta, manzanas, membrillos, castañas, nueces y frutos del bosque. Los vinos de las jarras eran los típicos del condado, Verdicchio y Malvasia. Sólo dos jarras contenían un vino rojo, un valioso regalo hecho al Cardenal por el Granduca de Portonovo algunos años antes. En la mesa de los dulces, en cambio, el vino era el de guindas, proveniente del campo de Morro d’Alba.
―Los huéspedes comenzarán a llegar en cualquier momento ―dijo el Cardenal volviéndose a Lucia, liberándola finalmente del apretón de su helada mano. La joven no había conseguido comprender cómo su tío tuviese las manos siempre tan frías, casi como si la sangre no corriese por sus venas. Ni siquiera el contacto prolongado con la suya, mucho más cálida, había sido capaz de aumentar la temperatura de la de Artemio.
―Vamos a prepararnos.
Hablando de este modo, se retiró a sus aposentos para acicalarse con gran pompa mientras dos jóvenes siervas se acercaron a la sobrina. La conducirían al tocador para dedicarse a ella, dándole primero un baño perfumado, luego embelleciéndola y al fin haciéndole vestir un suntuoso traje de seda verde. Mientras se dejaba cuidar Lucia volvía a pensar en los ojos de Andrea Franciolini. En esos días se había informado y el hermoso caballero con el que había cruzado la mirada sólo durante un momento era justo su prometido. Y se había enamorado de sus ojos, de su rostro, de su apostura, era como si, desde siempre, hubiera existido una afinidad alquímica con él. Lo sentía ya parte de sí misma, parte de su misma alma, todo su cuerpo vibraba con el pensamiento de que dentro de poco podría hablar con él, conocerlo mejor, fijar su mirada en sus ojos, que non le podrían, seguramente, ocultarle nada. Se asomó desde la ventana de la habitación sintiendo, sin embargo, una extraña sensación: el cielo de aquella larga jornada que estaba yendo hacia el crepúsculo estaba del color del plomo. Un manto bochornoso, de humedad, atenazaba la ciudad, infundiendo en su corazón la sensación de que algo feo ocurriría pronto y que esta cosa tendría repercusiones a largo plazo. No conseguía imaginárselo, ni siquiera con sus poderes proféticos. La mente del tío, como de costumbre, también ese día estaba herméticamente cerrada, pero cuando miraba sus ojos sólo una palabra continuaba resonando en su cabeza: Traición. ¿Por qué? Hubiera querido materializar su esfera, lanzarla a lo alto del cielo para que observase por ella, pero no podía hacerlo ahora, delante de testigos. Mientras la sierva rubia y alta acababa de anudar el vestido detrás de la espalda, la de complexión más menuda y con el cabello oscuro, le hacía ponerse las joyas, collares y brazaletes de oro y piedras preciosas, de exquisita factura, hechos diseñar por el Cardenal aposta para ella por los joyeros de la escuela de Lucagnolo. En ese momento Lucía sintió una especie de mareo, notó una punzada en el corazón como si alguien lo estuviese atravesando con un puñal o con una espada. Se dejó caer en la silla mientras perdía el conocimiento durante unos segundos.
―Mi Señora, mi Señora, ¿cómo os sentís? ―la voz de la sierva morena llegaba amortiguada a sus oídos.
―No es nada, es sólo culpa del calor, de este maldito bochorno y de la emoción. Ya estoy mejor.
Lucia no había asociado su sensación a lo que, dentro de un rato, ocurriría a pocos pasos de su palacio, a su amado Andrea.
Ejecutora de la bárbara agresión de aquel día fue la soldadesca de Francesco Maria della Rovere, duque de Montefeltro y ya Portaestandarte de la Iglesia. Puesto que el nuevo pontífice, Leone X, le había despojado de su estado él, para vengarse, había contratado como mercenarios a soldados españoles y gascones y, después de haber saqueado muchos castillos devotos al papa, se había dirigido a Jesi, con el fin de conquistar esta fortaleza papal con la ayuda de los anconitanos guiados por el Duca di Montacuto y gracias al secreto apoyo del más alto cargo eclesiástico de la ciudad, el Cardenal Baldeschi. Como había prometido el Cardenal, la soldadesca proveniente de las colinas al occidente de Jesi, encontró la puerta de San Floriano abierta, acabaron fácilmente con los guardias del fortín, atacados por sorpresa y en poco tiempo se encontró en la Piazza del Mercato, justo en el momento en que el cortejo del noble Franciolini, proveniente de la Vía delle Botteghe, llegaba a la misma plaza.
Franciolini y los suyos no estaban preparados para la batalla, no llevaban puestas las armaduras, iban a una fiesta y llevaban consigo sólo armas ligeras.
―¡Traición! ―gritó Guglielmo bajando del caballo y enfrentándose a un español armado de espada y daga. ―Encadenad la calles, no dejéis que vayan hacia abajo o abrirán las puertas al ejército de Ancona y nos encontraremos atenazados por dos ejércitos.
Sólo con la fuerza de los brazos y su corto puñal había ya tirado por tierra a dos españoles, dejándoles en un charco de sangre. Guglielmo era un hábil guerrero y era rápido en deshacerse los enemigos. En cuanto veía al adversario titubeante le plantaba el cuchillo en el corazón, luego lo extraía, limpiaba la hoja en su ropa y volvía a combatir. La vanguardia enemiga, de hecho, no llevaba armadura y era fácil derrotarlos. Pero los enemigos salían desde la Via del Fortino por decenas, por centenares, como un río desbordado cuyos márgenes no consiguen contener las aguas. Un ballestero español vio el blanco y apuntó su arma contra Andrea que todavía se mantenía orgulloso encima de su caballo. El joven se había encontrado otras veces en el fragor de la batalla y no había hecho caso al hecho de que, en aquel momento, no llevaba una armadura sino un colorido traje de brocado. Hizo encabritar al caballo para lanzarse a la refriega cuando fue golpeado en el muslo derecho. Otras flechas alcanzaron tanto al caballo como al caballero. Andrea cayó al suelo, por lo menos con cuatro dardos que lo atravesaban. Su caballo, herido en pleno pecho, se cayó sin vida sobre él. Intentó, sin conseguirlo, escabullirse de la masa pesada del animal pero las fuerzas le estaban abandonando. Guglielmo, al darse cuenta de que el hijo estaba en tierra, se giró hacia él, distrayéndose del combate y torciendo peligrosamente la espalda al enemigo para ir a ayudarle. Vio los párpados de Andrea que se cerraban, lo llamó, pero no hubo respuesta. Comprendió que su hijo menor ahora ya estaba perdiendo el sentido, quizás a punto de morir. Justo en ese momento una larga