La Sombra Del Campanile. Stefano Vignaroli

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La Sombra Del Campanile - Stefano Vignaroli

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flechas, dos en la pierna derecha, una en el hombro izquierdo, la última traspasaba de parte a parte el brazo derecho a la altura del músculo bícipe. Había perdido mucha sangre y estaba semi inconsciente, la pierna izquierda aplastada contra los adoquines por el peso del tronco del caballo. Lucia se concentró en la bestia muerta, ordenando con la mente su parcial levitación. El cambio de posición del animal fue casi imperceptible pero bastó para que, comenzando a tirar de Andrea mientras lo aferraba por las axilas, la muchacha consiguiese librarlo de aquella mala posición. Los ojos del joven, como por arte de magia, volvieron a brillar, mirando fijamente a los de la muchacha durante un tiempo que ella creyó sublime, luego se voltearon hacia dentro, mientras Andrea perdía completamente la consciencia. Lucia no se desesperó, apoyó dos dedos sobre la yugular de su amado y pudo advertir, si bien, una débil pulsación.

      No todo está perdido, pensó. ¡Todavía no lo ha abandonado la vida! Pero debo actuar con rapidez si quiero ponerlo a salvo.

      Confiándose a sus poderes, pero sobre todo en la fuerza de la desesperación y en el profundo amor que por segunda vez le habían inspirado sus ojos, comenzó a arrastrar su cuerpo inerte, dándose cuenta de que no estaba ni siquiera haciendo un esfuerzo sobrehumano. Extendió su conjuro de invisibilidad a su joven amor y se dirigió por la Costa dei Longobardi para llegar al Palazzo Franciolini. Ninguno de los hombres que estaban combatiendo en las calles se dignó mirarles, continuaban cruzando las armas y combatiendo como si Lucia, con su pesado fardo, ni siquiera existiese. Cuando estuvo delante del portón de la mansión de Andrea, colocó en el suelo su cuerpo exánime y se paró otra vez sobre aquella baldosa decorada que tanto le había llamado la atención, la que representaba un pentagrama de siete puntas. Pero no era el momento de dejarse llevar por las distracciones. Aferró la aldaba del portalón y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas. Uno de los sirvientes de la casa Franciolini, un moro musculoso con un turbante en la cabeza, que el Capitano del Popolo había comprado como esclavo en un viaje a Barcelona, abrió el portalón un poquito, para asegurarse de que no fuesen enemigos los que llamaban a la puerta. Cuando se dio cuenta de la situación, en un abrir y cerrar de ojos, hizo entrar a la muchacha y arrastró adentro al joven señor.

      ―Por Alá y por Mahona, bendito sea su nombre, que sea perdonado por haberlos nombrado. ¿Qué ha ocurrido con el Capitano?

      ―El Capitano está muerto y si, ¡en vez de perder el tiempo en invocar a tus dioses, no haces lo que te digo, el mismo fin tendrá también tu joven señor!

      ―No parece que se pueda hacer mucho por él. Dentro de un momento su alma lo dejará para reunirse con las de sus antepasados, y la de su padre, que Alá lo tenga en su gloria.

      ―No era musulmán, así que Alá no lo tendrá en la gloria. Todavía podemos hacer algo por él. Llévalo al dormitorio y colócalo sobre la cama, luego sigue mis instrucciones y déjanos solos.

      Alí hizo exactamente lo que Lucia le había ordenado. En la despensa había encontrado todas las hierbas que necesitaba la muchacha, incluso la corteza de sauce, de la que no tenía claro su uso. En cocina nunca se había utilizado, sin embargo sus señores tenían una buena provisión en tarros lacrados con cuidado. Sólo entonces, el sirviente moro se había dado cuenta de que la despensa era más una herboristería que un depósito de cosas para comer. También había de esas, sí, pero muchas de las hierbas contenidas en los tarros sabía bien que eran utilizadas por hebreos y hechiceros con fines contrarios a los enseñados tanto por su religión como por la católica. A fin de cuentas, el Dios cristiano y el musulmán se parecían mucho y, si un hombre estaba destinado a morir, el propio Dios lo acogería en su gloria y sería feliz a su lado. No se podía pretender salvar la vida a quien ya estaba destinado a alcanzar al propio Padre Omnipotente en el reino de los cielos. Esto pensaba Alí mientras atravesaba la Piazza del Palio y remontaba con grandes zancadas la Costa dei Pastori, mirando bien de no toparse con los disturbios que se habían extendido hasta allí. Se paró delante del portón que le habían indicado, aquel en el que, sobre la ojiva, estaba escrito Hic est Gallus Chirurgus.

      ¡Otro brujo!, rumió para sus adentros Alí. Se hace llamar cirujano pero sé perfectamente que es el hermano de Lodomilla Ruggieri, la bruja quemada viva en Piazza della Morte hace unos años. Si no presto atención y no me alejo de esta gente, también yo acabaré mis días en una pira ardiente. Y también mis señores están metidos en esto hasta el cuello, ¡ahora entiendo a qué especie de herejes he servido durante años!

      A continuación, se dio cuenta en su mente que, al pertenecer a otra religión, la Inquisición no podría procesarlo y decidió llamar a la puerta. Un hombre alto, robusto, con potentes bícipes, los cabellos largos recogidos detrás de la nuca en una cola y la barba sin afeitar desde hacía días, lo miró de arriba a abajo. También Alí era robusto: en su país de origen, en el Alto Nilo, era un campeón de lucha libre, no había nadie que consiguiese abatirlo, por lo que se enfrentó a su mirada y le dijo lo que tenía que decirle.

      ―He comprendido, cojo mis instrumentos y te sigo. Espérame aquí, Palazzo Franciolini está cerca, pero prefiero hacer el trayecto en tu compañía. Siendo dos podremos hacer frente mejor a los posibles facinerosos.

      Gallo desapareció unos minutos en el interior de su mansión y reapareció con una pesada bolsa de piel de becerro que contenía los instrumentos de su trabajo y que, a juzgar por el aspecto, debían ser muy pesados. Atravesaron la plaza pasando al lado de la gente que combatía duramente. El cirujano reconoció a un amigo suyo en un jesino que estaba siendo abatido a golpes de espada e hizo el amago de ir a socorrerlo. Pero Alí estuvo diligente al tirarle del brazo para que desistiese del intento. No era el momento de hacerse notar y empeñarse en una batalla que ahora ya había tomado un rumbo muy feo para los habitantes de la ciudad. Era más urgente ayudar a su joven señor. Alí y Gallo se metieron rápidamente en el portal del Palazzo Franciolini que el moro se apresuró a atrancar desde el interior. No metería las narices fuera ni por todo el oro del mundo hasta que los combates no se hubieran acabado, no sabiendo que, de un momento a otro, le vendría impuesta una salida para un encargo todavía más peligroso del que había llevado a término.

      Alí observó a Gallo extraer con delicadeza tres flechas del cuerpo de Andrea mientras que Lucia, a su lado, taponaba la sangre que salía en cuanto el arma puntiaguda era extraída, utilizando paños recién lavados y aplicando el emplasto a base de hierbas que ella misma habría preparado en la cocina. La última flecha, la que atravesaba el brazo del joven de parte a parte, no quería saber nada de salir a pesar de que Gallo tiraba de ella con decisión.

      ―¡Hijos de mala madre, han utilizado flechas de alas, sólo van hacia delante, no se consigue arrancarlas! Deberé romper la cola y hacer salir la flecha hacia delante, haciendo una incisión con el bisturí en la piel del brazo al lado del agujero de salida, pero me arriesgaré a provocar una hemorragia fatal. ¿Lista para taponar?

      ―Sí ―respondió Lucia ―¡estoy preparada!

      Alí se dio cuenta de que sólo la fuerza de la desesperación impedía a Lucia desmayarse, aunque probablemente la vista y el olor ferroso de la sangre ya estaban embotando sus sentidos. Al darse cuenta de que la muchacha no conseguiría ayudar a Gallo Alía respiró profundamente y, en cuanto el cirujano acabó de extraer la flecha, se lanzó a taponar la copiosa hemorragia. En menos de un segundo la pieza que tenía entre las manos se había teñido de rojo y le hacía percibir al tacto una sensación viscosa realmente desagradable. Nuca había sentido nada igual Alí en toda su vida pero debía darse ánimos. Gallo arrancó un trozo de sábana atándolo alrededor del brazo de Andrea, por la parte alta del mismo.

      ―No podemos dejar el brazo tan apretado por mucho tiempo o lo perderemos y luego me veré obligado a amputarlo a causa de la gangrena que se formará. Necesito un potente coagulante y cicatrizante y el más potente es el extracto de placenta humana.

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