Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
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Hasta que la pesquería de la ballena rodeó el cabo de Hornos, ningún comercio, salvo el colonial, y apenas comunicación alguna que no fuera la colonial, se realizó entre Europa y la larga hilera de las opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fue el ballenero el que, tocando en esas colonias, primero perforó la celosa política de la Corona española; y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente cómo fue a partir de esos balleneros que finalmente se produjo la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, y la instauración de la eterna democracia en aquellas regiones.
Esa gran América del otro lado de la esfera, Australia, fue ofrecida al mundo ilustrado por los balleneros. Tras su primer abortado descubrimiento por un holandés, todos los demás barcos eludieron aquellas costas como si hubieran sido pestíferamente bárbaras; mas el barco ballenero arribó allí. El barco ballenero es la verdadera madre de esa ahora poderosa colonia. Más aún, en la infancia del primer asentamiento australiano, los emigrantes varias veces fueron salvados de la inanición por el benevolente bizcocho del barco ballenero que, felizmente, echaba el ancla en sus aguas. Las incontadas islas de toda Polinesia testimonian la misma verdad, y rinden comercial homenaje al barco ballenero que limpió el camino para el misionero y el mercader, y en muchos casos llevó a los primitivos misioneros a sus primeros destinos. Si esa tierra cerrada con cerrojo doble, el Japón, alguna vez llega a ser hospitalaria, será sólo al barco ballenero al que se le deberá otorgar el crédito; pues ya está en el umbral.
Pero si, ante todo esto, todavía declaráis que la pesca de la ballena no tiene asociaciones estéticamente nobles que se le asocien, entonces estoy dispuesto a romper cincuenta lanzas con vos, y a desmontaros cada vez con el yelmo roto.
La ballena no tiene autor famoso, ni famoso cronista la pesca de la ballena, diréis.
¿La ballena no tiene autor famoso, ni famoso cronista la pesca de la ballena? ¿Quién escribió la primera reseña de nuestro leviatán? ¡Quién, sino el grandioso Job! ¿Y quién compuso la primera narración de una expedición ballenera? ¡Quién, sino nada menos que un príncipe como Alfredo el Grande, que con su propia pluma regia recogió las palabras de Other, el cazador de ballenas noruego de aquellos tiempos! ¿Y quién pronunció nuestro reluciente panegírico en el Parlamento? ¡Quién, sino Edmund Burke!
Cierto es, pero sin embargo los propios balleneros son pobres diablos; no tienen buena sangre en sus venas.
¿No tienen buena sangre en sus venas? Tienen allí algo mejor que sangre regia. La abuela de Benjamin Franklin era Mary Morrel; posteriormente, por nupcias, Mary Folger, una de las antiguas pobladoras de Nantucket, y la heredera de una larga estirpe de Folgers y arponeros –todos parientes del noble Benjamin–, hoy en día lanzando el garfiado hierro de un lado al otro del mundo.
Bien, de nuevo; pero, sin embargo, todos confiesan que, de alguna manera, la pesca de la ballena no es respetable.
¿La pesca de la ballena no es respetable? ¡La pesca de la ballena es imperial! La ballena está declarada «un pez regio»* por una antigua ley estatutaria inglesa.
¡Oh, eso es sólo nominal! La ballena en sí nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente alguna.
¿La ballena en sí nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente alguna? En uno de los grandiosos desfiles triunfales ofrecidos a un general romano al entrar en la capital del mundo, los huesos de una ballena, traídos desde la lejana costa de Siria, fueron el objeto más conspicuo en la cimbalera procesión.
Concedámoslo, ya que lo citáis; pero digáis lo que digáis, no hay auténtica dignidad en la pesca de la ballena.
¿No hay dignidad en la pesca de la ballena? La dignidad de nuestro apelar a los mismos cielos lo atesta. ¡Cetus es una constelación en el sur! ¡Nada más! ¡Retirad vuestro sombrero en presencia del zar, y quitáoslo ante Queequeg! ¡Nada más! Sé de un hombre que en su vida ha capturado trescientas cincuenta ballenas. Considero a ese hombre más honorable que aquel gran capitán de la Antigüedad que se jactaba de tomar igual número de ciudades amuralladas.
Y por lo que a mí respecta, si por alguna causalidad hubiera algo excelente aún por descubrir en mí; si alguna vez mereciera una auténtica reputación en ese pequeño y muy sosegado mundo al que no irrazonablemente podría aspirar; si de ahora en adelante llegara a hacer algo que, en su conjunto, un hombre preferiría haber hecho que haber dejado sin hacer; si, a mi muerte, mis albaceas, o más propiamente mis acreedores, encuentran algún preciado manuscrito en mi escritorio, aquí, entonces, previsoriamente adscribo todo el honor y la gloria a la pesca de la ballena; pues un barco ballenero fue mi Facultad de Yale y mi Universidad de Harvard.
* Nota del autor: véanse capítulos subsecuentes para algo más sobre este enunciado.
Capítulo 25
Postdata
En defensa de la dignidad de la pesca de la ballena, no desearía presentar nada salvo hechos acreditados. Pero tras presentar los hechos, un abogado que suprimiera totalmente una no irrazonable suposición que elocuentemente pudiera favorecer su causa... un abogado así, ¿no merecería un reproche?
Es bien conocido que en la coronación de reyes y reinas, incluso de los modernos, se pasa por cierto curioso proceso de sazonarlos para sus funciones. Existe un salero de Estado, así llamado, y puede que existan unas angarillas de Estado. Cómo utilizan la sal, en concreto... quién lo sabe. Seguro estoy, sin embargo, de que la cabeza de un rey es solemnemente ungida en su coronación, igual que el cogollo de una lechuga. ¿Es posible, quizá, que la unjan con objeto de hacer que su interior funcione bien, lo mismo que ungen a la maquinaria? Mucho podría rumiarse aquí respecto a la esencial dignidad de ese proceso regio, pues en la vida cotidiana reputamos de manera cicatera y desairada a un tipo que se unge el pelo y que palpablemente huele a ese ungüento. En verdad, un hombre adulto que emplea aceite para el pelo, a no ser que sea medicinalmente, ese hombre probablemente tiene un punto débil en alguna parte de sí. Por regla general, no puede valer mucho, en conjunto.
Mas lo único a considerar aquí es esto... ¿Qué tipo de aceite se utiliza en las coronaciones? Evidentemente, no puede ser aceite de oliva, ni de macasar, ni de ricino, ni de oso, ni de tren, ni de hígado de bacalao. ¿Cuál, entonces, puede posiblemente ser, sino aceite de esperma de ballena en su estado no manufacturado, impoluto, el más dulce de todos los aceites?
¡Pensad en ello, vosotros, leales britanos! ¡Nosotros, los balleneros, suministramos a vuestros reyes y reinas sustancia de coronación!
Capítulo 26
Caballeros y escuderos
El primer oficial del Pequod era Starbuck, nativo de Nantucket y cuáquero por linaje. Era un hombre alto, adusto, y aunque nacido en una gélida costa, parecía bien adaptado a soportar cálidas latitudes, siendo su carne dura como el bizcocho doblemente horneado. Transportada a las Indias, su vital sangre no se habría estropeado como la cerveza embotellada. Hubo de haber nacido en alguna época de sequía y hambruna generalizadas, o en uno de esos días de ayuno por los que su región es famosa. Sólo unos treinta áridos veranos había visto; esos veranos habían