Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville Básica de Bolsillo

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de algún desarreglo corporal. Era, simplemente, la condensación del hombre. En modo alguno era mal parecido; más bien lo contrario. Su pura tersa piel estaba en excelente estado; y estrechamente ceñido en ella, y embalsamado a base de salud y fortaleza interior, lo mismo que un egipcio vivificado, este Starbuck parecía preparado para subsistir durante siglos y siglos, y para subsistir siempre igual que ahora. Pues con nieve polar o tórrido sol, como un cronómetro de marca, su vitalidad interna tenía garantizado el correcto funcionamiento en todos los climas. Al mirar en sus ojos, allí parecías ver las aún persistentes imágenes de aquellos millares de peligros que calmadamente había afrontado a lo largo de su existencia. Un hombre formal, firme, cuya vida en su mayor parte era una elocuente mímica de acción y no un dócil capítulo de palabras. No obstante, a pesar de toda su ruda sobriedad y fortaleza, había en él ciertas cualidades que a veces afectaban a todo lo demás, y en algunos casos parecían próximas a desequilibrarlo. Inusualmente concienzudo para ser marino, y dotado de una profunda reverencia natural, la brutal soledad acuática de su vida le inclinaba, en consecuencia, con fuerza a la superstición, pero a ese tipo de superstición que en ciertos organismos parece de algún modo surgir más bien de la inteligencia que de la ignorancia. Portentos exteriores y presentimientos interiores le eran propios. Y si a veces éstos doblegaban el hierro soldado de su alma, más aún sus lejanos recuerdos familiares de su joven mujer del Cabo y de su hijo tendían a doblegar la original rudeza de su ser, y a abrirle aún más a esas influencias latentes que, en algunos hombres honestos de corazón, refrenan el flujo de temerario arrojo, tan frecuentemente manifestado por otros en las más peligrosas vicisitudes de la pesquería.

      —No llevaré hombre en mi lancha –decía Starbuck– que no tenga miedo a una ballena.

      Con esto parecía querer decir no sólo que la valentía más fiable y útil es la que surge de la correcta estimación del peligro encontrado, sino que un hombre temerario en grado sumo es un camarada mucho más peligroso que un cobarde.

      —Sí, sí –decía Stubb, el segundo oficial–, hombre tan cuidadoso como ese Starbuck no le encontraréis en toda la pesquería.

      Pero no tardaremos mucho en ver lo que la palabra «cuidadoso» quiere decir, concretamente, cuando se utiliza por un hombre como Stubb, o por casi cualquier otro cazador de ballenas.

      Starbuck no era un cruzado en busca del peligro; el valor en él no era un sentimiento, sino algo simplemente útil para sí mismo, y siempre disponible en todas las ocasiones auténticamente mortales. Aparte, quizá pensaba que en esta empresa de la pesca de la ballena el valor era uno de los productos básicos del equipamiento del barco, como la carne de buey y el pan, y que no debía desperdiciarse tontamente. Debido a lo cual, no le agradaba arriar por ballenas tras la puesta del sol; y tampoco persistir en combatir un pez que insistía demasiado en combatirle a él. Pues, pensaba Starbuck, estoy aquí, en este comprometido océano, para matar ballenas y ganarme la vida, y no para que ellas me maten y se ganen la suya; y bien sabía Starbuck que cientos de hombres habían muerto así. ¿Qué fatalidad había sido la de su propio padre? ¿Dónde, en las insondadas profundidades, podría encontrar los miembros arrancados de su hermano?

      Con recuerdos como éstos en él, y más aún siendo dado, tal como se ha dicho, a una cierta superstición, la valentía de este Starbuck, que no obstante aún podía florecer, debía, efectivamente, haber sido extrema. Pero no estaba en la razonable naturaleza que un hombre tan organizado, y con tan terribles experiencias y recuerdos como él tenía; no estaba en la naturaleza razonable que esto latentemente debiera dejar de engendrar en él un elemento que bajo circunstancias favorables rompería su confinamiento y consumiría toda su valentía. Y por muy osado que él fuera, su osadía era del tipo observable especialmente en algunos hombres intrépidos, que, aunque manteniéndose generalmente firmes en el conflicto con los mares, o los vientos, o las ballenas, o cualquiera de los ordinarios horrores irracionales del mundo, aun así no pueden resistir esos terrores, más terroríficos por más espirituales, que a veces te amenazan desde la concentrada frente de un hombre poderoso y encolerizado.

      Mas si la narrativa subsiguiente fuera a revelar en alguna ocasión el absoluto sometimiento de la fortaleza del pobre Starbuck, apenas podría yo tener corazón para escribirla; pues es algo extremadamente penoso, qué digo, repulsivo, exponer el derrumbe del valor en el alma. Los hombres pueden parecer tan detestables como las sociedades anónimas y las naciones; villanos, necios y asesinos puede haberlos; los hombres pueden tener rostros mezquinos y endebles; pero el hombre, en el ideal, es tan noble y tan brillante, una criatura tan grandiosa y refulgente, que sobre toda imperfección en él, todos sus semejantes deberían apresurarse a lanzar sus más caros ropajes. Esa inmaculada humanidad que sentimos dentro de nosotros, tan profundamente dentro de nosotros que permanece intacta aunque todo el carácter exterior parezca haber desaparecido, sangra con la angustia más aguda ante el espectáculo desarropado de un hombre arruinado en su valor. Y no puede la propia piedad, ante tal vergonzosa visión, reprimir totalmente sus reconvenciones a las estrellas que lo permiten. Mas esta augusta dignidad de la que trato no es la dignidad de los reyes y los mantos, sino esa pródiga dignidad que no posee investidura ceremonial. Vos la veréis reluciendo en el brazo que empuña un pico o clava un clavo; esa democrática dignidad que, en todo semejante, irradia sin fin desde Dios; ¡Él mismo! ¡El gran Dios absoluto! ¡El centro y circunferencia de toda democracia! ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad!

      Si entonces a los más míseros marineros, y renegados y náufragos, de aquí en adelante adscribiera elevadas cualidades, bien que oscuras; si tejiera a su alrededor trágicas gallardías; si incluso el más apesadumbrado, quizá el más humillado de entre todos ellos se elevara a veces a las exaltadas cumbres; si tocara ese brazo de obrero con cierta luz etérea; si desplegara un arco iris sobre su devastador ocaso; entonces, ¡contra todos los críticos mortales, amparadme en ello, Vos, justo espíritu de la igualdad, que habéis desplegado un manto regio de humanidad sobre toda mi especie! ¡Amparadme en ello, Vos, gran democrático Dios!, que no negasteis al bronceado convicto Bunyan la pálida, poética perla; Vos, que ataviasteis de hojas del más fino de los oros, doblemente martilladas, el mocho y empobrecido brazo del viejo Cervantes; Vos, que recogisteis a Andrew Jackson del pedregal; que le lanzasteis sobre un caballo de batalla; ¡que le detonasteis más alto que un trono!; Vos, que en todas vuestras poderosas marchas terrenas, siempre escogisteis vuestros más selectos campeones de entre la regia plebe: ¡amparadme en ello, oh, Dios!

      Capítulo 27

      Puede que aquello que, junto con otras cuestiones,

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