Moby Dick. Herman Melville
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«El demonio se lleve a ese arponero —pensé—, pero, un momento, ¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché.
Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?
Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse».
Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero.
—¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es éste? ¿Siempre vuelve a tan altas horas? —Ya eran casi las doce.
El patrón volvió a risotear con su mezquina risita, y pareció enormemente divertido por algo que escapaba a mi comprensión.
—No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador: se acuesta pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el gusano. Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios le hace retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su cabeza.
—¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase de embauco me cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme, patrón, que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o mejor dicho, esta mañana de domingo, a vender su cabeza por la ciudad?
—Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya le dije que no la podría vender aquí; que hay demasiadas existencias en el mercado. —¿De qué? —grité.
—De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas en este mundo? —Escuche lo que le digo, patrón —dije, con toda calma—: sería mejor que dejase de contarme esos cuentos; no estoy tan verde. —Es posible —y sacó un palo y se puso a afilarlo en mondadientes—, pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si lo oyera hablar mal de su cabeza.
—Yo se la romperé —dije, volviendo a encolerizarme ante esa inexplicable cháchara del patrón.
—Ya está rota —dijo.
—Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está rota?
—Claro, y ésa es la razón por la que no puede venderla, me parece.
—Patrón —dije, levantándome hacia él, tan frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve—: patrón, deje de afilar. Tenemos que entendernos usted y yo, y sin perder un momento. Llego a su casa y quiero una cama, y usted me dice que sólo puede darme media, y que la otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese arponero, a quien todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más mixtificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo tenga una sensación incómoda hacia el hombre que me señala como compañero de cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial hasta el mayor extremo. Ahora le pido que me explique y me diga quién y qué es ese arponero, y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para empezar, tendrá la bondad de retirar esa historia de que vende su cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia de que el arponero está loco de atar, y no pienso dormir con un loco; y usted, patrón, a usted le digo, usted, señor, tratando de hacerlo así con todo conocimiento, se haría merecedor de ser perseguido por lo criminal.
—Bueno —dijo el patrón, dando un amplio respiro—, es un sermón bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo acaba de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (estupendas curiosidades, ya sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender cabezas humanas por las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo quería hacer el domingo pasado, pero yo se lo impedí en el momento en que salía por la puerta con cuatro cabezas en ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas.
Esta explicación aclaró el misterio, inexplicable de otro modo, y demostró que el patrón, después de todo, no había tenido intención de burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un arponero que se quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el mismísimo santo día del Señor, ocupado en un asunto tan canibalesco como vender las cabezas de unos idólatras muertos?
—Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero es hombre peligroso.
—Paga con toda puntualidad —fue la réplica—. Pero vamos, se está haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la aleta de cola: es una buena cama. Sally y yo dormimos en esa cama la noche que nos juntamos. Hay sitio de sobra para que dos den patadas por esa cama; es una cama grande y todopoderosa. Bueno, antes de que la dejáramos, Sally solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero una noche tuve una pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam cayó al suelo y casi se rompió el brazo. Después de eso, Sally dijo que no estaba bien. Venga por aquí, le daré luz en un periquete. —Y diciendo así encendió una vela y me la alargó, disponiéndose a mostrarme el camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él exclamó, mirando el reloj del rincón—: Ya veo que es domingo; esta noche no verá al arponero: habrá echado el ancla en cualquier sitio; vamos allá, entonces: vamos, ¿no quiere?
Consideré el asunto un momento, y luego subimos las escaleras, y me hizo entrar en un cuartito, frío como una almeja, y amueblado, desde luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante grande como para que durmieran cuatro arponeros en fila.
—Ahí —dijo el patrón, poniendo la vela en un absurdo cofre de marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de centro—: ahí tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches.
Aparté los ojos de la cama para mirarle, pero había desaparecido.
Echando atrás la colcha, me incliné sobre la cama. Aunque no de lo más elegante, resistía bastante bien la inspección. Luego miré el cuarto alrededor; y además de la cama y la mesa del centro, no pude ver más mobiliario en aquel sitio si no una basta estantería, las cuatro paredes, y una pantalla de chimenea forrada de papel, representando a un hombre que arponeaba una ballena. De cosas que no pertenecieran propiamente al lugar, había una hamaca amarrada y tirada en un rincón por el suelo; y asimismo un gran saco de marinero, que contenía el guardarropa del arponero, en lugar de baúl de los de tierra adentro. Igualmente, había un paquete de anzuelos exóticos, de hueso de pez, en la estantería sobre la chimenea, y un largo arpón erguido a la cabecera de la cama.
Pero ¿qué es eso que hay sobre el cofre? Lo levanté, lo acerqué a la luz, lo toqué, lo olí,