El intruso. Vicente Blasco Ibanez
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Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se apresuró á añadir.
—Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos. ¿Qué te cuesta darlas gusto?...
En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de la fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.
—Goicochea te acompañará—dijo señalando á su secretario.—Toma abajo mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis.
Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.
Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando sus tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez. Era igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente teñidas. El carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta de Begoña. Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte, extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales de tono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las caserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de un desgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba una transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del camino levantábanse casas aisladas, ostentando en su puerta el tradicional branque, el ramo verde que indica la buena bebida del país. Eran los famosos chacolines con sus rótulos: «Se venden voladores», para que el estruendo fuese completo en días de romería.
Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares con cierto entusiasmo.
—Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud... los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se acordará.
Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:
—¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca, viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían lumbre... para matarse si era preciso al amanecer.
—Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—de los que defendían la villa.
Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:
—¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio vizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis: calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado los ocho hijos que ahora me devoran.
Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus creencias, siguió hablando:
—Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora ya no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la pelleja.
—¿Pues qué son ustedes?...
—¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas; bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo que fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlos no es más que un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo digo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con B alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.
Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constase una vez más su protesta ortográfica.
El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio de una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar una parte no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna cuantiosa, y los legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias aquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecía extenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida que exhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre de los negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en las torrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: se entreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil, blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciado por este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandes católica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y sus beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposas de nieve.
Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesia de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la República de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.
Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad de la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por más que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su astucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre aquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.
—¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen de Begoñaaa!
El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro, con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas las leyes de la existencia.
Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.
—Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempo de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde que le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yo pediré un poco por el desgraciado don Tomás.
Aresti