El intruso. Vicente Blasco Ibanez
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Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse ante su gesto.
—A ver: siga usted, señor Goicochea,—dijo el doctor.—Me interesa eso, pues, al fin, vizcaíno soy, aunque no tenga el honor de ser nacionalista. ¿Y cómo vamos á conseguir que Bizkaya (con B alta) se emancipe de la odiosa Maketania? Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.
Y Aresti, al decir estos motes, remedaba el tono de desprecio con que había oído á algunos como Goicochea, designar á los soldados españoles, llamados ches en Bilbao, por ser valencianos muchos de los que componían la guarnición durante el sitio.
—Se hará sin guerra. Es asunto de tiempo don Luis: de tiempo y de buena dirección. Poco á poco se hace camino. O nosotros impondremos á España las sanas costumbres y creencias de los antepasados, ó nos aislaremos como ciertos pueblos de América, que viven felices, gobernados por el Sagrado Corazón de Jesús. Allí están los que dirigen y son gente que lo entiende: allí se prepara el porvenir.
Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para él, de la sabiduría humana.
—Pues hay para rato, señor Goicochea—dijo el médico saliendo del porche en busca del carruaje.
—No diré que no, don Luis. Nuestra redención es algo difícil por la continua inmigración de gentes que traen con ellas las malas costumbres de España. Lo peorcito de cada casa, que viene aquí á trabajar y á hacer fortuna. Son intrusos que toman por asalto el noble solar de Vizcaya. Cada vez son más: en Bilbao, hay que buscar casi con candil los apellidos vascongados. Todos son Martínez ó García, y se habla menos el vascuence que en Madrid. Esto es uno de los grandes males que nos ha traído la prosperidad. Pero todo se andará. Yo pienso lo que García Moreno, aquel gobernante del Ecuador, que, según cuentan los padres de Deusto, fué el estadista más grande del siglo. ¿Sabe usted lo que dijo al recibir la puñalada que lo mató? «Dios no muere nunca».... Pues eso digo yo. Dios no muere y no morirá Vizcaya que, por el amor que siente hacia su santísima madre, es su hija predilecta.
Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta; pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír una misa. Él conocía los hondos disgustos que esta conducta proporcionaba á la buena doña Cristina, la cual, sólo valiéndose de la influencia que ejercía su hija sobre el padre, podía conseguir que éste las acompañase alguna vez á la iglesia. ¡Que hombres los dos! ¡Imposible parecía que fuesen de la tierra vasca, patria de tantos santos!...
A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á la comida de familia, había salido antes en el tranvía.
—Tú no descansas—decía el médico á su primo,—¡todos los días Las Arenas á Bilbao!
—Todos los días. Cuando edifiqué el hotel, creí que me quedaría meses enteros mirando el mar sin ocuparme de los negocios. Pero por las mañanas voy de un lado á otro, sin saber qué hacer y acabo por mandar que enganchen. Por las tardes es diferente. Paso tranquilo las horas en el jardín, oyendo á Pepita que toca el piano.
—¡La vida de familia!... ¡Tú eres feliz—exclamó el médico.
Su primo le miró con ojos interrogantes, como si encontrase en sus palabras cierta ironía.
—Sí: la vida de familia—dijo.—Es la que más me gusta. Lástima que en este Bilbao no pueda uno gozarla á sus anchas, libre de influencias extrañas. Tú bien lo sabes, Luis.
Y calló, mientras el médico quedaba también silencioso y cabizbajo, como sumido en penosas reflexiones. Pasaban ante la ventanilla del carruaje los hoteles vistosos del Campo del Volantín, donde se albergaba la aristocracia de la villa; después las verjas y escalinatas de la Universidad de Deusto; mientras por el lado opuesto desarrollaba la ría sus revueltas entre los descargaderos y los barcos anclados. Aresti veía ahora en sentido inverso y desde la orilla opuesta el paisaje que había admirado por la mañana en el tren.
Al pasar el carruaje por Olaveaga, los tres hombres rompieron su mutismo, animándose con repentina alegría. Aquella era su patria: allí habían nacido los tres.
Y Aresti, evocando de un golpe todo el pasado, hacía preguntas á sus compañeros, recordándoles los incidentes de la juventud.
Aún veía, como si lo tuviera ante sus ojos, al señor Juan Sánchez, el padre de Sánchez Morueta, el patriarca de la familia, el iniciador obscuro de la presente prosperidad, el que de un tirón los despegó á todos del bajo fondo social en que habían nacido. No era del país: había llegado de un pueblecillo de la costa de Santander, estableciéndose en Olaveaga como gabarrero, y casándose con una joven del pueblo, que tenía varios campos en aquella vega de Deusto, que surte de hortalizas y flores á Bilbao. Fué una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la ría, que era entonces tan peligrosa como el mar, con sus aguaduchos ó avenidas que la convertían en torrente y sus revueltas y bajos que hacían zozobrar las embarcaciones. Los buques se quedaban en el abra y las gabarras subían hasta la villa los cargamentos de bacalao y de maderas, necesitando, para esta conducción, de hombres expertos. Ir de Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que sólo osaban emprender los atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se llamaban carrozas. La góndola del Consulado, del famoso tribunal de comercio, era la única embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los gabarreros, intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban rápidamente, y Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión. El señor Juan servía á las casas más importantes, por la confianza que inspiraba su pericia. Jamás había averiado los géneros con un mal tropiezo en los innumerables bajos de la ría ó en la vuelta de la Salve; conocía las aguas palmo á palmo, y siempre que había que hacer el salvamento de alguna gabarra perdida, le llamaban á él. Así fué reuniendo una fortuna para su hijo único, que andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta. En aquella época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los de altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los mares, como él lo hacía en la ría. El honrado gabarrero, satisfecho de su suerte, dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión, seguro ya del porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño entre su hijo Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti, hijo de una hermana de su mujer. Las dos hembras de aquella familia de hortelanos, se habían unido con hombres de mar; pero la casada con el gabarrero, tuvo más suerte que su hermana menor, que se enamoró de Chomín Aresti, un mocetón de la matrícula de Bermeo, que navegaba por el Cantábrico como patrón de balandros de cabotaje, siempre expuesto á perecer en un día de galerna. A los ocho años de casados, ocurrió la catástrofe. Chomín se ahogó en un naufragio, y la viuda, llevando en brazos al futuro doctor Aresti, que entonces tenía seis años y se miraba con asombro el negro trajecito, lloró desesperadamente por todos los rincones de la casa de su hermana.
—No te apures, mujer—decía el señor Juan.—Otras están peor que tú, que tienes á tu hermana y me tienes á mí. No morirás de hambre, ya que según parece, voy para rico. Si el rapaz no tiene