El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda

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El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - Jose Maria de Pereda

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uniformidad de camas, de colchas, de sillas y jergones; aquel hormigueo de gentes en los interminables corredores, gentes de todas edades, procedencias y cataduras; gentes que no se conocen ni se hablan; aquellos camareros brutales, impasibles, con el eterno mandil ceñido y el sucio lienzo en la mano, como verdasca de loquero ó tohalla de practicante; aquel gemir en un cuarto, reir en el otro y cantar en el de más allá; ó hablar aquí en francés, en griego allí, y en un rincón de negocios, en otro de literatura, y de amor en el más obscuro; aquella campana que recorre patios y pasadizos, llamando á comer cosas que el huésped no ha pedido y no sabe si le gustarán, en una mesa muy larga y entre gentes que se enfilan en ella como mulos en pesebrera, y como éstos, sin chistar ni sonreir, engullen; el rechinar de las cerraduras por la noche al meterse cada cual en su madriguera; el ruido acompasado del huésped que se va, ó del que llega á las dos de la mañana, como el ruido de los pasos del centinela en el patio de un presidio, ó de los hombres que sacan un cadáver de la cama de un hospital para llevarle al cementerio; y, por último, el marcharse uno sin despedirse como entró sin saludar, porque el amo es allí una entidad, como el Municipio ó el Estado en los hospitales, en los manicomios y en las cárceles, detalles son, con otros muchos más, en concepto de Gedeón, tan aplicables á la fisonomía de una fonda como á las de esos lugares aborrecibles y aborrecidos.

      Lo único en que no se parecen la una y los otros es que en los hospitales, en los manicomios y en las cárceles tiene la caridad socorros y consuelos para los acogidos, para los locos y para los criminales enfermos, al paso que los huéspedes de las fondas pueden, como Gedeón mismo, irse al otro mundo sin que lo sepa nadie más que Dios que se los lleva.

      En éstas y otras visiones, la noche avanza, el sueño no viene y la sed le atormenta. Como se ha bebido ya el agua de la botella, ase el cordón de la campanilla, tira de él con ansia, y espera.

      Los minutos corren y nadie viene.

      Al fin oye pasos en el corredor.

      —¡Ese es!—piensa.

      Pero el ruido se aleja. Oye otra vez rumor de pisadas junto á su cuarto, y vuelve á llamar creyendo que le oirá el que pasa; mas no reflexiona que la campanilla á la cual corresponde el cordón de que él tira, quizá esté zarandeándose en el otro piso, y que se necesita que se halle cerca de ella una persona para que pueda saberse que número es el que llama.

      Convencido de que tirar de aquel cordón es clamar en desierto, se arroja de la cama y apaga su sed con el agua de la jarra de latón. No es fresca ni está limpia; pero es abundante.

      Vuelve á acostarse, y tampoco puede dormir; y van pasando las horas y mermándose los ruidos, por calmarse el movimiento; y cuando sólo se oye, de vez en cuando, el roncar de los que duermen á los lados, ó el lento taconeo del que trasnocha ó se va, ó el lastimero mayar del gato enamorado, en el desván cercano ó en el tejado vecino, el cansancio le rinde y le proporciona un sueño reparador, durante el cual se imagina que vela á su lado una esposa solícita y amante que le toca la frente y se la refresca con besos amorosos y con paños de nieve, no más blanca que sus manos, mientras un niño de angelical sonrisa le acaricia el enardecido rostro con sus rizos de querube.

      ¡Cómo le consuela todo esto! Pero en seguida se le ponen delante sus tres camaradas y consejeros, furibundas las miradas y mostrando en sus espumantes bocas víboras por lenguas; ante el cual aspecto, repulsivo é infernal, la visión consoladora desaparece, quedando en su lugar un hombre de blanco mandil, que le pide por cada gota de agua una moneda.

      Después no sueña nada; se queda como un tronco. Al despertar por la mañana, se encuentra sin fiebre, pero muy abatido y con horror á la soledad.

      No se cansa en reñir al mozo que le sirve, cuando, cerca del mediodía, entra en su cuarto: perdería el tiempo y las palabras; pero le suplica que mande venir un médico.

      Á todo trance quiere comunicar con alguno; y no teniendo amigos ni parientes, ha calculado que nadie como un hombre de aquella profesión puede ayudarle á pelear contra el enemigo que le asedia.

      Hará que le visite á cada hora, si tanto se necesita; le costará el auxilio caro, pero tendrá, á lo menos, quien le ayude á morirse en toda regla, si decretada está su muerte, ó le tienda una mano para salir del lecho.

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