El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda
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No es fácil calcular con exactitud si es Solita quien tal dice con los ojos, ó si es Gedeón quien se lo imagina, ex abundantia cordis; pero es indudable que éste lo lee así; y como es hombre que no desperdicia las buenas ocasiones, sin que lleguen los principios de su comida ya ha puesto sus voluptuosos fines en evidencia. Mas no es Solita juez que sentencia en arduos litigios sin maduras reflexiones. Antes da muestras de sutil ingenio y experta travesura; y resistencias hace, aunque sin enojos, que ponen á Gedeón fuera de quicio.
De todas maneras, esta peripecia viene á interrumpir sabrosísimamente la abrumadora monotonía de la vida de nuestro solterón, y á hacerle llevadera la existencia en aquella posada que empezaba ya á parecerle presidio. En adelante, verá llegar con alegría las horas de comer y todas las de volver á su albergue...
Una advertencia, por lo que valga, y suponiendo que alguien que esto lea piense que el encuentro de Gedeón con Solita no es rigorosamente necesario: no he conocido un Gedeón tamaño, sin una Solita semejante. El de mi cuento se encuentra con ella en una posada, después de haberla conocido en su propia casa, como otros las vuelven á ver en medio de la calle, ó en sitio peor, después de haberlas tratado sabe Dios en qué parajes.
Mas no por esto que digo de la necesidad de las Solitas para determinados solitarios, y de su mancomunidad de debilidades, se hagan juicios temerarios sobre la fortaleza de la Solita en cuestión; pues en Dios y en mi ánima aseguro, á más de lo que ya tengo dicho, que va poniendo á Gedeón de muy mal temple el obstinado crecer de los obstáculos.
Y cuidado que no pierde ripio el solicitante. Sus comidas se eternizan; sus vueltas á casa no tienen número, y no le tienen tampoco las veces que se le ocurre ponerse malo á las altas horas de la noche, para que Solita le lleve el vaso de agua ó la taza de te.
Y tan obcecado está en menudear todo lo posible sus entrevistas con la doncella fuerte; hasta tal punto le preocupa esta heróica tarea, que no se fija en que doña Ambrosia está ya en autos, y anda por alcobas y pasillos murmurando no sé qué letanías en que todo se canta menos alabanzas á su huésped, cuando él está departiendo con la doncella.
La cual, sufre después, y no lo cuenta, los refunfuños y desabrimientos de su ama, como en otro tiempo sufrió los de la señora Braulia por idénticos, aunque no tan notorios motivos.
—¡Si piensan algunos que mi casa es un cuartel, chasco se llevan!—grita una noche la pupilera, al salir la joven de servir el chocolate á Gedeón, y mientras éste se desnuda para acostarse. (Gedeón toma chocolate todas las noches desde que Solita vino á la casa; y rescoldo tomara, para hacer una comida más, si ella se lo sirviera.)
Y cátate que apenas ha dicho esas palabras doña Ambrosia, cuando se oyen en la sala el arrastrar de un sable, el charrasqueo de las espuelas y los taconazos correspondientes; mas cuando Gedeón piensa que á este rumor bélico aludía la enojada patrona, advierte que se equivoca, pues que la oye decir en seguida, con acento meloso, y á la parte de allá de las vidrieras del gabinete:
—En esta habitación estará usted como en la suya propia; precisamente la tengo destinada para estos lances... porque mi casa no es, propiamente hablando, casa de huéspedes. Á Dios gracias, no los necesito para vivir. Los tomo, como quien dice, para tener familia, y cuando me los recomiendan personas de suponer y de carácter como la que á usted le envía.
La misma ó parecida relación que le hizo á él.
—Pues mire usted, patrona—contesta en la sala una voz sonora y retumbante,—la persona que aquí me manda tendrá todo el carácter y todo el suponer que usted quiera; pero decente no es el alma de perro que debía alojarme en su casa y me echa á una mala posada.
—En cuanto á eso, caballero militar—replica doña Ambrosia notoriamente sulfurada,—entienda usted que esta casa ni es posada ni es mala; y por lo que hace á quien le envía á usted á ella, no necesita aprender de nadie á ser decente, ni tampoco tiene obligación de hospedarle á usted á su lado.
—¡Ni yo de aguantar con paciencia que á estas horas se me vaya á la empinada la hija de su madre!
—¡Caballero!
—Lo dicho; y, por último, yo no le he buscado á usted la lengua.
—Ni yo le he faltado á usted...
—Á ver si hay en este palacio, si le parece poco posada, quien me dé de cenar. Eso es lo que pido, y para después, una cama. ¿Lo tiene usted, señora? ¿Sí ó no?
—¡Eso es injuriarme!
—¿Lo tiene usted? ¿Sí ó no?
—¡Pues no he de tenerlo? ¿Con quién se le figura á usted que está tratando?
—Pues venga cuanto antes, y no se meta usted en más honduras.
—¡Es que tiene usted unas cosas!...
—¡Yo tengo todo lo que necesito, señora!
—¡Y unas demasías!...
—En cuanto usted se largue de aquí, no me sobrará nada.
Dicho esto, se oye un pisar menudito y fuerte, y un zumbido sibilante, como de mujer que se marcha renegando; y, acto continuo, vuelve á oirse la voz del hombre de la sala, que grita:
—¡Ruiz!... ¡Ruiz!
—¡Presente, mi capitán!—responde desde el pasadizo otra voz de hombre, cuyos pasos, acompañados también de ruido de espuelas y de sable, indican que acude al llamamiento.
—¿Y el maletín? ¿Y el galápago? ¿Y las bridas?
—Ahí quedan, mi capitán.
—Traételos.
Un instante después, vuelve á decir el llamado Ruiz:
—Aquí está el maletín.
—¿Y lo demás?
—¿Lo demás, mi capitán?...
—¡Lo demás, sí!
—Pues lo demás, con permiso... digo que se quedará aquí afuera...
—¡Gaznápiro! ¿Te lo he mandado sacar de la cuadra para que lo dejes en la cocina?
—No, señor; pero ¿dónde lo pongo si no?
—Ahí, en el arzón trasero de la cama. Ya sabes que yo nunca duermo lejos de las monturas.
—Pero hay casos, mi capitán... digo, con permiso... ¡Como están los bastos tan sudaos... y es tan blanco ese bullarengue que cae por encima!...
—¿Á