El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda

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El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - Jose Maria de Pereda

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delante,—esto no se puede comer!

      —Pues crea el señorito que no es culpa mía,—responde el ama de llaves, temblándole la barbilla puntiaguda, pálido el marchito rostro y mirando á Solita con ojos de basilisco.

      —Ni yo trato de averiguarlo—replica Gedeón:—lo que me importa es señalar la falta para que la corrija quien debe corregirla.

      —¡No es eso tan fácil como al señorito se le figura!

      —¡Cómo que no! ¿No basta un poco de vigilancia?

      —Ya esperaba yo que el señorito había de echar sobre mí todas las culpas; porque ¡ya se ve!... una no es onza de oro, al paso que otras, con menos méritos... ¡Virgen Santísima!

      Y la señora Braulia, después de hacer unos cuantos pucheros, rompe á llorar como si el alma se le escapara por la boca.

      Solita entonces, habiéndola contemplado un instante con la boca entreabierta y las cejas fruncidas, suelta los platos que tiene en la mano, llévase á los ojos la servilleta que, á modo de banda, tiene cruzada sobre el pecho, y sale del comedor como un cohete, lanzando el sollozo que pudiera oirse desde la calle.

      Momentos después aparece en escena la cocinera con el mandil recogido sobre la cintura, los brazos descubiertos, encendido y reluciente el rostro, como solomillo á medio asar.

      —El señorito me hará el favor de decir si en catorce años que llevo en la casa se me ha oído una queja, ni he dejado yo de cumplir con mi deber.

      Gedeón está como paleto en comedia de magia, al ver aquellos aspavientos y aquellas apariciones y desapariciones.

      —Pero ¿qué es esto?—exclama al fin.

      —Que me haga usted el favor de dar la cuenta,—dice la cocinera, rompiendo también á llorar, y arrojando el mandil sobre una silla, como rey que depone su corona.

      —Que aquí todas son señoras, y que todas mandan en la casa, menos el amo y yo,—añade la señora Braulia, dejando caer sus huesos sobre la silla inmediata, y llorando á más y mejor.

      —Lo que pasa aquí—dice Solita entrando en escena, en ademán airado,—es que no se pueden aguantar los humos de esta señora; y como yo no he venido para servirla á ella, ni para que me quite la salud...

      —¡Quéjese usted de mí, relamida! ¡casquivana!

      —¿Lo oye usted, señorito? ¡Pues eso no es nada en comparación de lo que suele decirme cuando usted no está delante!

      —¡Ni de lo que me dice á mí cada vez que entra en la cocina! ¡No se la puede aguantar!

      —¡Mienten ustedes como quienes son, impostoras, mal nacidas!

      —¡La mal nacida y la deslenguada será ella!

      —¡Y la muy retevieja, desesperada y envidiosa!

      —¡Silencio!—grita Gedeón asiendo una ensaladera, dispuesto á estrellarla sobre la más próxima de sus sirvientas.

      Pero sólo después de haberse desahogado á sus anchas las tres mujeres, y estado á pique de tirarse de las greñas, y cuando ya el escándalo debe de haberse oído desde el ayuntamiento, logra Gedeón restablecer el silencio en su casa, y la promesa de que, por aquella vez, que es la primera, se olvidarán los mutuos agravios, y volverá cada mochuelo á su olivo, siquiera en obsequio á él, que no tiene otro destino en el mundo que estudiar la manera de pasar la vida sin contrariedades ni desazones.

      Pero alea jacta est: aquellas mujeres que se resolvieron á pasar una vez los límites del respeto con sus pertrechos de odios y de antipatías, no pueden retroceder ya; y si no al día siguiente, al otro ó á los pocos más, dan la gran batalla, á cuyo fragor quiébranse cristales y vasijas, y renquean los muebles, y salen asustados á la escalera los vecinos de la casa; y cuando á ella vuelve Gedeón, no tiene otro remedio que licenciar aquella tropa que, como los pretorianos de Roma, ha tomado por oficio la sedición y la indisciplina, y puede, como éstos, llegar á atreverse con el César mismo.

      En el alma le duele tener que privarse también de los buenos oficios de Solita; pero Solita no cabe á las órdenes de ninguna quintañona; y, sin esta pantalla, son sus atractivos demasiado peligrosos para un hombre que no quiere sacrificar su independencia á nada ni por nadie.

      Lo que fuera de su casa puede ser hasta una ganga para él, dentro de ella sería un enemigo terrible.

      Por eso, al pagar con rumbo á su doncella, ni por cumplido la dice que no se marche; lo único á que se atreve es á despedirse de ella «hasta la vista.»

      —El mal está—dice al quedarse solo,—en que estas cosas me sucedan ahora; es decir, cuando podía dar comienzo á mis tareas, si estuviera yo establecido á mi gusto. ¡Por vida de las casualidades!...

       Índice

      UNA HOMBRADA

      Pero las casualidades se repiten tanto como las combinaciones; y las combinaciones que hace Gedeón con su servidumbre no tienen número.

      Que ponga arriba lo más viejo, y abajo lo más joven, ó al revés; que todo sea rozagante, ó todo marchito y arrugado; que dé sus preferencias á la más quisquillosa, aunque las merezca menos; que no se las muestre á ninguna; que no se queje aunque halle tachuelas en la sopa y cables en el estofado; que en pro de la paz, en fin, renuncie á todos sus derechos de amo y señor, y dome los naturales ímpetus de su carácter... lo mismo adelanta: más tarde ó más temprano, la guerra civil estalla en su casa, y vuelan los cacharros en la cocina y los pelos en cada rincón; primero en sus ausencias, después á sus propias barbas; porque demostrado está por la experiencia, y al buen sentido se le alcanza sin esfuerzo, que no hay criada de solterón que aguante con paciencia á su lado otra sirvienta.

      Lo que á Gedeón sacan de quicio tantas y tan parecidas casualidades, presúmalo el lector.

      ¡Cómo él, idólatra de la holganza y del regalo, pudo imaginarse, ni en sueños, que tendría que habérselas mano á mano con dueñas y fregatrices á cada hora, ni que habían de correr tiempos en que sólo le dieran, por salsa de su pesebre, alaridos y repelones?

      Pero sabrá cortar por lo sano y poner remedio á la plaga, que para eso es libre y soltero.

      Bien examinado todo, ¡qué necesidad tiene él de llenar su casa de mujerzuelas frívolas y quisquillosas? ¡Cómo no se le ha ocurrido hasta entonces hacer una hombrada, es decir, barrer de faldas su cocina, y buscar en el otro sexo quien le sirva en paz y bien?

      Apuradamente lo que él desea es harto fácil de conseguirse: orden, puntualidad y respeto á su

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