El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda
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Con tan santos propósitos, échase Gedeón un cocinero y un ayuda de cámara, mozo listo y bien adiestrado en el oficio.
Pero el cocinero, por casualidad, es borracho y goloso y nada limpio, y no conoce cuenta ni razón; roba si le dan mucho dinero; y si se lo tasan, también; compra lo que á él le gusta, y lo guisa como más le agrada: los gustos de su amo no se tienen en cuenta para nada en aquella cocina.
Así y todo, Gedeón come, no cuando tiene ganas, sino cuando ya no las tiene su cocinero.
El cual cobra por mensualidades adelantadas, que es tanto como decir que ahoga toda reprensión en los labios de su amo con anunciarle que se marcha.
El ayuda de cámara no es tan borracho como el cocinero; pero, en cambio, tiene moza, y necesita dos horas cada noche para visitarla, por lo cual hay ocasiones en que se retira á casa más tarde que su amo; y se dan también en las cuales tiene éste que abrirle la puerta, porque el cocinero está roncando ya, ó no quiere levantarse; y gracias si en esos casos no aparece el criado envuelto en la capa ó en el gabán de Gedeón, pues para ambos sirven sus trajes y su calzado.
Lo que sólo sirve para el criado es el dinero que halla en los bolsillos del chaleco de su amo cuando le cepilla la ropa, y los cigarros sobrantes de la petaca olvidada en una levita ó encima de la mesa.
De vez en cuando, tienen mozo y cocinero sus francachelas mientras Gedeón anda soñando con las suyas fuera de casa; pues la verdad es que desde que tales contrariedades domésticas le persiguen, no tiene instante de sosiego ni punto de reposo, y todo lo aplaza para cuando se vea establecido á su gusto.
Entre tanto, si á media noche necesita una taza de te, se la llevan á las dos de la mañana, y el te le sabe á caldo frío, y la taza huele á basura.
Si de caldo la pide al mediodía, el caldo le sabe á aguardiente, y la cuchara á tabaco.
Toda su ropa está sin botones y con los forros descosidos; le faltan las mejores corbatas, y no sabe qué vientos le llevan los pañuelos de batista.
Si por joven despide al ayuda de cámara y toma hombre de más edad, éste tendrá de huraño ó de sucio ó de perezoso lo que el otro tenía de presumido ó de mocero, si es que no peca por esto y por aquello. Y lo que digo del criado digo del cocinero.
De todas maneras, llega un día en que Gedeón, después de haber perdido la paciencia, y con ella el paladar y el estómago y mucho más que no se gusta ni se digiere, pero que se pone ó se vende; después de ver su casa saqueada, y lo que en ella queda sucio, desconcertado y descolorido; después de convencerse de que los últimos criados que toma son los peores y los que más caros le salen, plántalos en la calle y lánzase él más tarde á la misma, dándose á todos los demonios y maldiciendo de la suerte que le hace elegir, en uno y otro sexo, lo más malo que existe en el ramo de sirvientes.
Y así se le va pasando lo mejor de aquel tiempo, que él tenía á sabrosos empeños destinado, como hacienda que se echa á los perros.
¡Qué empresas ha de acometer con bríos ni con gusto, si los unos y el otro se le gastan y corrompen entre las inesperadas miserias de su vida doméstica?
Asómbrase de que tan mezquinas causas le produzcan tan desastrosos efectos; no acierta á explicarse cómo ese poco de roña puede entorpecer todos los ejes de la máquina de sus ideas; y con el ansia febril de conjurar el cúmulo de casualidades que le persigue, para llegar alguna vez á establecerse á su gusto, medita, calcula, y todo lo supone menos que puede ser él uno de los infinitos hombres de quienes dijo La Bruyère que emplean la mayor parte de la vida en hacer miserable el resto de ella.
IV
EL DEMONIO CONSEJERO
Aspirando con ansia bocanadas de aire, cual si con ellas quisiera aventar sus pesadumbres, y caminando á largos pasos, encuéntrase en una de estas ocasiones con su camarada, aquel acicalado solterón de quien tanto hemos hablado, y á quien no ha visto mucho tiempo hace; y como si Gedeón llevara letreros en la cara, que revelasen las desazones de su espíritu,
—¿Cómo vas con tu nueva vida?—le pregunta en crudo el recién hallado.
—Pues, así, así,—responde Gedeón haciendo rechinar sus dientes.
—Al principio se extraña un poco.
—Efectivamente, algo se extraña.
—Pero ya habrás palpado ciertas ventajas...
—He sido poco afortunado en mi casa, si he de decirte la verdad.
Aquí resume en breves, pero pintorescas palabras, cuanto el lector sabe de sus amarguras domésticas.
—Mal anda, en efecto, ese ramo—dice el otro;—pero todo consiste en acostumbrarse.
—Ya.
—En cambio, irás llenando aquel romántico vacío y aquellas... ¿eh? de que tanto nos hablaste en la ocasión de marras...
—Pshe...
—Vamos, sé franco.
—Pues con franqueza, amigo: cuantos más criados meto en mi casa y más alboroto me arman en ella, más vacía la encuentro. ¡Yo no sé qué demonios me escarabajea aquí adentro y me dice, á cada innovación que hago en mi vida, «no es eso,» como si yo deseara algo que no encuentro!
—Vamos, eres incorregible, y has de morirte al fin creyendo en brujas. Porque unas fregatrices te hayan dado tal cual disgustillo, de esos que tiene á cada momento cualquiera mujerzuela casada, ya te ahogas.
—Pero recuerda que por huir de ese y otros disgustillos semejantes, estamos tú y yo fuera de la ley, en el estado honesto á perpetuidad, como las sepulturas de los ricos.
—No exageres, Gedeón, y no lleves tus profanaciones hasta el extremo de hacer comparable, ni aun en esa pequeñez, nuestra noble independencia con la ignominiosa servidumbre de los casados. ¡Por Dios que es cosa chusca ver á un hombre que va á matar leones, detenerse porque halla en medio del camino una sabandija! ¿Para qué demonios quieres esa fachada que tienes?... Lo primero que has de hacer, Gedeón, es echarte el alma á la espalda.
—Me parece que más echada...
—Y después, dar cierto ensanche á tus empresas. ¿Á que no lo has hecho?
—Efectivamente.