El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda
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Читать онлайн книгу El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - Jose Maria de Pereda страница 6
—¡Tú á huesos, Gedeón?
—Fíjate en mis circunstancias de hoy, en mis disgustos...
—¡Tú á huesos, con la carne que hay por el mundo, y las ventajas que tienes para aspirar á la más delicada!
—Hombre, no te diré que esté eso fuera de mis propósitos; pero tampoco he de ocultarte que no fío mucho en mi destreza de cazador; porque después que llega uno á cierta edad, fatigan mucho las cuestas arriba: parece que cada día que pasa es un año de otros tiempos, y la picara razón se hace una charlatana inaguantable. Dice unas cosas tan á punto y tan bien dichas, que no hay modo de que la fantasía meta su cuchara en la conversación.
—Es decir que te vas haciendo filósofo.
—No; pero sospecho que me voy haciendo viejo.
—De todos modos, rindes las armas.
—Tampoco; las cuelgo, mientras estudio el campo y me establezco á mi gusto en él.
—Por lo visto, esa es tu manía.
—¿Cuál?
—Establecerte á tu gusto.
—Exigencia de carácter: no sé dormir ni descansar con pulgas en la cama.
—Pues, amigo, yo soy tan viejo como tú, y nada me dice la razón que se oponga á mis inclinaciones, ni dejo de entregarme á ellas por molestia más ó menos.
—No las tendrás.
—¿Quién está sin alguna? «El saberlas vencer es ser valiente.»
—Pues cree que te admiro y te envidio.
—Resueltamente te ahogas en poca agua.
—Podrá ser.
—Y de todas las contrariedades de que te quejas tienes tú la culpa.
—No te diré que no.
—¿Serás también capaz de arrepentirte de no haber entrado en el gremio cuando el diablo te tentó?
—No por cierto; nada veo en esa región que me la haga desear; pero no he de ocultarte que voy concibiendo recelos de que tampoco en la nuestra he de hallar lo que años há me imaginaba.
—Y ¿cómo has de hallarlo sin la fe que te falta y con esos resabios de sensiblería patriarcal, que te enervan? ¡Ay, Gedeón! siento decírtelo; pero si has de salvarte, necesitas tutela por algún tiempo.
—¿Para qué?
—Para librarte del mayor enemigo que te persigue.
—¿Y cuál es?
—La manía del hogar doméstico.
—¡Bah!
—Créeme; es más fuerte que tú.
—¿Y qué debo hacer, en tu opinión?
—Si admites mi tutela por un instante...
—Si con ella me das paz y sosiego...
—Te lo prometo.
—Ya te escucho.
—Huye del enemigo.
—¿De mi casa, en la cual nací?...
—De tu casa, en la cual naciste y de la que, si no me engaño, eres propietario.
—Razón de más para que la mire con tanto cariño.
—Razón de más, digo yo, para que te animes á abandonarla. Ponla á renta, como los demás pisos; sácale el jugo.
—¿Y mis recuerdos?
—También á ellos, por lo mismo que son tu enemigo. Eso te consolará de la pena de no haber podido vencerle cara á cara. Desengáñate, Gedeón: ni tú ni yo hemos nacido para lidiar con la prosa de la vida doméstica, ni tenemos necesidad de intentarlo siquiera.
—¿Qué crees que debo hacer?
—Una cosa muy sencilla: ponte á pupilo con cuantas ventajas y comodidades puedas hallar, y deja á tu patrona el cuidado de lidiar con dueñas y fregatrices. Si tal hicieres, pronto me darás las gracias; y si desechas mi consejo, allá te las hayas con tus desventuras; pero no te quejes de ellas... ¿Dudas?
—De dudar es el caso.
—Medítalo bien.
—Pienso hacerlo.
—Pues adiós te queda, ya que estás advertido.
Y se va, dejando á Gedeón muy pensativo y no del todo desconsolado.
V
NO ES CASA DE HUÉSPEDES
El consejo de su amigo prevalece, al cabo, en el ánimo de Gedeón. Doloroso es para éste abandonar aquella casa en la que nació y ha vivido siempre; pero no hay otro remedio que cortar por lo sano.
Levanta la casa, ó la cierra, temiendo un arrepentimiento el día menos pensado; pero el hecho es que se pone á pupilo; lo cual le ha dado bastante que hacer, porque el gremio tiene mucho que explorar si se ha de elegir lo menos malo.
En sus pesquisiciones para hallar un albergue, como el otro una posición social, ha recorrido medio pueblo y ha oído con paciencia el completo catálogo de las humanas vicisitudes, de boca de las innumerables pupileras que le han solicitado para huésped. Ninguna de ellas ejercía la industria por ascenso: todas habían bajado hasta ella desde los puestos más encumbrados en armas, en nobleza y en dinero: siendo de notar que cuantos más humos revelaba una señora de esta clase, menos fuego calentaba su cocina.
Al fin se establece en la casa que más se aproxima á sus deseos.
Su dueña, doña Ambrosia de nombre, se conforma con blasonar de rígida en los más severos principios de moral, y de haber dado golpe, en los albores de su juventud, en calles y paseos. Dos veces viuda, no se ha puesto en peligro de serlo la tercera, porque no ha querido, no por falta de pretendientes, pues á pares los ha tenido que aspiraban al honor de sacarla