Juanita La Larga. Juan Valera
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Juanita La Larga - Juan Valera страница 4
Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terrible contra: la dependencia de don Andrés Rubio, dependencia de que era imposible o por lo menos dificilísimo zafarse.
Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos para todo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo punto necesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre de voluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyo capricho y merced están como colgados. Don Andrés Rubio había, digámoslo así, hecho a don Paco; y así como le había hecho, podía deshacerle. No le faltarían para ello persona o personas que reemplazasen a don Paco, repartiéndose sus empleos, si una sola no era bastante a desempeñarlos todos con igual eficacia y tino.
Don Paco tenía plena conciencia de lo que debía y de lo que podía esperar y temer aún de don Andrés; de suerte que tanto por gratitud cuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo y procuraba complacerle siempre. Don Paco, sin embargo, no recelaba mucho perder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contar con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.
II
Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho, que había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la señora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática posición, como el sol en el meridiano. Hacía ya diez años que ella había logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo don Alvaro Roldán, con quien se había casado y de quien había tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos entre hijos e hijas.
El tal don Alvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugareños. Su casa era la mejor que había en Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de magníficas columnas de piedra berroqueña, estriadas y con capiteles corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también, donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud de monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en la utilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de su antigüedad y sublimidad de su prosapia.
Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Alvaro estaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas y que debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas, porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y dos hábiles cazadores o escopetas negras, que solían acompañarle.
En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, para mayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, en apartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, y por último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus travesuras y ferocidades, un enorme mono que había enviado de Marruecos un capitán de Infantería, primo del señor.
Doña Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de don Alvaro Roldán, tenía también muchos costosos caprichos de varios géneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares; sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada de paladar, y los mejores platos de carne y los almíbares más apetitosos se comían en su mesa. El chocolate, que se elaboraba en su casa dos veces al año, gozaba de nombradía en toda la comarca.
Como don Alvaro Roldán estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés se quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además de la lectura de libros serios.
Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que se llama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, tanto las melancólicas playeras como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas, tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía el mencionado calificativo con que algunos la designaban.
No se entienda por esto que doña Inés gustase de conversaciones libres y escabrosas. Cuanto no era lícito y puro en el pensamiento y en la palabra ofendía sus oídos de austera matrona; pero en un lugar hay que sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio don Alvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran las personas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince años de edad, hijo del aperador y favorito de don Alvaro, que este tenía siempre en casa para que entretuviese a los niños. Como el aperador era Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de doña Inés, he de citar un caso que de Calvete me han referido.
Antes que cumpliese dos años el primogénito de los Roldanes, logró Calvete enseñarle a pronunciar con la mayor perfección cierto vocablo de tres sílabas en que hay una aspiración muy fuerte. Encantado con su triunfo pedagógico, corrió por toda la casa gritando como un loco:
—¡Señor don Alvaro! ¡Ya lo dice claro! ¡El señorito lo dice claro!
Doña Inés se disgustó y rabió, pero don Alvaro quedó más encantado que Calvete y le dio en albricias un doblón de a cuatro duros, después que el niño dijo delante de él la palabreja y él admiró el aprovechamiento y la precocidad del discípulo y la virtud didáctica del maestro.
Amigas tenía pocas doña Inés, porque casi todas las hidalguillas y labradoras de la población estaban muy por bajo de ella en entendimiento, ilustración, finura y riqueza.
Quien más acompañaba, por consiguiente, en su soledad a la señora doña Inés era el cacique don Andrés Rubio, embobado con el afable trato de ella y cautivo de su discreción y de su hermosura. Daba esto ocasión a que los maldicientes supusiesen y dijesen mil picardías. Pero ¿quién en este mundo está libre de una mala lengua y de un testigo falso? ¿Cómo la gente grosera de un lugar ha de comprender la amistad refinada y platónica de dos espíritus selectos? El señor cura párroco era de los pocos que verdaderamente la comprendían, y así encontraba muy bien aquella amistad, y acaso daba gracias a Dios de que existiese, porque redundaba en bien de los pobres y de la iglesia, a quien doña Inés y don Andrés, puestos de acuerdo, hacían muchos presentes y limosnas.
Era el cura párroco un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severo en su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y del respeto a la jerarquía social. Casi siempre en sus pláticas, en sus conversaciones particulares y en los sermones, que predicaba con frecuencia porque era excelente predicador, clamaba mucho contra la falta de religión y contra la impiedad que va cundiendo por todas partes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres la resignación y la paciencia, y en unos y en otros germinan y fermentan los vicios, las malas pasiones y las peores costumbres.
El padre Anselmo, que así se llamaba el cura párroco, admiraba de buena fe a la señora doña Inés como a un modelo de profunda fe religiosa y de distinción aristocrática. Era el tipo ideal realizado de la gran señora,