Juanita La Larga. Juan Valera

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santa conformidad con la voluntad de Dios y de la longanimidad benigna para perdonar las ofensas. Bien sabía toda la gente del lugar los malos pasos en que don Alvaro Roldán solía andar metido. A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta al cañé; y lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe, que casi siempre perdía. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustaba de empinar el codo, y aunque tenía un vino regocijado y manso, siempre era grandísimo tormento para una dama tan en sus puntos tener a su lado y como compañero a un borracho.

      Por último, aquel empecatado de don Alvaro, aunque tenía tan egregia y bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las más villanas inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magníficas caserías alojaba con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo común forastera, que había conocido y con quien había simpatizado, ya en esta feria, ya en la otra.

      Como se ve, don Alvaro distaba mucho de ser un modelo de perfección. El padre Anselmo no ignoraba sus extravíos, contribuyendo esto a hacer más respetable a sus ojos a la prudente y sufrida señora.

      Era tal la distinción aristocrática de doña Inés, que, sin poder remediarlo, hasta en su padre encontraba cierta vulgar ordinariez que la afligía no poco; pero como doña Inés tenía muy presentes los mandamientos de la Ley de Dios y los observaba con exactitud rigurosa, nunca dejaba de honrar a su padre como debía, si bien procuraba honrarle desde lejos y no verle con frecuencia, a fin de no perder las ilusiones.

      En suma, don Andrés el cacique era la única persona que por naturaleza estaba a la altura de doña Inés y era capaz de comprenderla y admirarla. Y digo por naturaleza, porque el padre Anselmo, aunque por naturaleza era entendido, estaba, además, tan ayudado y tan ilustrado con la gracia de Dios, que comprendía como nadie el valor y las excelencias de doña Inés, y era muy digno de su trato familiar, teniendo con ella piadosísimos coloquios, en los cuales se desataba contra la abominable corrupción de nuestro siglo y contra la blasfema incredulidad que prevalece en el día y que se va apoderando de todos los espíritus.

       Índice

      Sin el menor artificio he presentado ya a mis personajes, a varios de los personajes principales que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todavía, de los cuales conviene dar previamente alguna noticia.

      Don Paco, según hemos dicho, era un hombre enciclopédico, de varias aptitudes y habilidades; la mano derecha del cacique y la subordinada inteligencia que hacía que en el lugar la soberana voluntad del cacique se respetase y cumpliese.

      Había, sin embargo, en Villalegre otra persona, que en más pequeña esfera y en más reducidos términos, si no competía, se acercaba mucho al mérito de don Paco por la multitud de sus conocimientos y habilidades y por lo hacendosa y lista que era.

      Hablo aquí de la famosísima Juana la Larga. Imposible parece que esta mujer atinase a hacer bien tantas cosas diversas. Ella trabajaba mucho, pero no se ha de negar que con fruto. Tenía casa propia, sin lagar y sin bodega, pero en lo restante casi tan buena como la de don Paco. Carecía de olivares y de viñas, pero había hecho algunos ahorrillos, que, según la voz pública, pasaban de doce mil reales, y que iban creciendo como la espuma, porque los tenía dados a rédito a personas muy de fiar, y al diez por ciento al año, porque como era mujer muy temerosa de Dios, de muy estrecha conciencia y muy caritativa, no quería pasar por usurera.

      En sus diferentes oficios, Juana la Larga ganaba por término medio, y según los cálculos más juiciosos, sobre ocho reales al día, o dígase cerca de tres mil cada año. Y esto sin contar las adehalas, propinas, regalos y obsequios que recibía a menudo. Bien es verdad que todo y más se lo merecía ella.

      Nadie era más a propósito para dirigir una matanza de cerdos. Salaba los jamones con singular habilidad. El adobo con que preparaba los lomos antes de freírlos en manteca era sabroso y delicadísimo, y teñía la manteca de un rojo dorado que hechizaba la vista, daba delicado perfume y despertaba el apetito de la persona más desganada cuando entraba por sus narices y por sus ojos. Sus longanizas, morcillas, morcones y embuchados dejaban muy atrás a lo mejor que en este género se condimenta en Extremadura. Y tenía tan hábil mano para todo que hasta cuando derretía las mantecas sacaba los más saladitos y crujientes chicharrones que se han comido nunca. Así es que los labradores ricos y otras personas desahogadas y de buen gusto se disputaban a Juana la Larga para que fuese a la casa de ellos a hacer la matanza.

      En lo tocante a repostería no era nada inferior; y casi todo el año, y particularmente en tres solemnes épocas, no sabía ella cómo acudir a las mil partes adonde la llamaban: antes de Pascua de Navidad, a fin de confeccionar las chucherías y delicadezas que las personas pudientes y sibaríticas suelen entonces mandar hacer para su regalo; por ejemplo, los hojaldres y las célebres empanadas con boquerones y picadillo de tomate y cebolla que se toman por allí con el chocolate. Hacía, también, como nadie, tortillas de azúcar y polvorones que se dejaban muy atrás a los tan encomiados de Morón; roscos de huevo y de vino, y mucha variedad de bizcochos y de almíbares.

      Si Juana no hubiera sabido tanto de otras cosas, se hubiera podido asegurar que era una especialidad maravillosa para las frutas de sartén; de modo que en los días que preceden a la Semana Santa no daba paz a la mano ni a la mente, acudiendo a las casas de los hermanos mayores de las cofradías para hacer las esponjosas hojuelas, los gajorros y los exquisitos pestiños, que se deshacían en la boca y con los cuales se regalaban los apóstoles, los nazarenos, el santo rey David y todos los demás profetas y personajes gloriosos del Antiguo y del Nuevo Testamento que figuraban en las deliciosas procesiones que por allí se estilan.

      No estaba ociosa Juana ni carecía de conveniente habilidad para emplearla en la estación de la vendimia. Sus arropes no tenían rival en toda aquella provincia, y lo mismo puede decirse de sus excelentes gachas de mosto. En otoño, por ser cuando se dan los mejores frutos, se castran las colmenas y está fresca la miel, se empleaba Juana en hacer carne de membrillo y de manzana, gran variedad de turrones y legítimo y esponjado piñonate, cuyos gruesos y dorados granos quedaban ligados con la olorosa miel bien batida.

      Fuera de esto, Juana se pintaba sola para disponer cualquier pipiripao o banquete que debía o quería dar algún señor del pueblo, ya con ocasión de boda o bautizo, ya para obsequiar al diputado, al señor gobernador o al propio obispo si venía a visitar la villa.

      Y no se crea que Juana sabía sólo hacer los guisos locales, sino que también había importado y añadido a la cocina indígena no pocos platos forasteros de más o menos remotos países, entre las cuales platos o manjares descollaban los celebérrimos bizcochos de yema, que sólo hacían unas monjas de Ecija, de cuyo secreto tradicional no se comprende por qué arte o maña prodigiosa ella había sabido apoderarse. Confeccionaba, por último, varios platos de origen francés, cuyos nombres enrevesados habían venido a modificarse poniéndose de acuerdo con la pronunciación española. Así, por ejemplo, chuletas a la balsamela, lenguados inglatines y angulas fritas con salmorejo tártaro.

      No era todo esto lo más admirable. Lo más admirable era que Juana, sobre ser la más sabia cocinera y repostera del lugar, era también su primera modista.

      Casi siempre tenía una o dos oficialas que cosían para ella, y ella cortaba vestidos con tanto arte y primor como Worth o la Doucet en la capital de Francia.

      Las señoras y señoritas más pudientes y aficionadas al lujo acudían, pues, a Juana para sus trajes de empeño, cuando había que lucirlos ya en una boda, ya en una feria o ya en el baile que solía darse en las Consistoriales el día del Santo Patrón.

      Juana,

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