Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—Otra vez haga el favor de dar dos golpes en la puerta antes de entrar.... Conforme estoy a pie, pudo cuadrar que estuviese en la cama todavía... o vistiéndome.
Miróle Sabel de hito en hito, sin turbarse, y exclamó:
—Disimule, señor.... Yo no sabía.... El que no sabe, hace como el que no ve.
—Bien, bien.... Yo quería decir misa antes de tomar el chocolate.
—Hoy no podrá, porque tiene la llave de la capilla el señor abad de Ulloa, y Dios sabe hasta qué horas dormirá, ni si habrá quién vaya allá por ella.
Julián contuvo un suspiro. ¡Dos días ya sin misar! Cabalmente desde que era presbítero se había redoblado su fervor religioso, y sentía el entusiasmo juvenil del nuevo misacantano, conmovido aún por la impresión de la augusta investidura; de suerte que celebraba el sacrificio esmerándose en perfilar la menor ceremonia, temblando cuando alzaba, anonadándose cuando consumía, siempre con recogimiento indecible. En fin, si no había remedio....
—Ponga el chocolate ahí—dijo a Sabel.
Mientras la moza ejecutaba esta orden, Julián alzaba los ojos al techo y los bajaba al piso, y tosía, tratando de buscar una fórmula, un modo discreto de explicarse.
—¿Hace mucho que no duerme en este cuarto el señor abad?
—Poco.... Hará dos semanas que bajó a la parroquia.
—Ah.... Por eso.... Esto está algo... sucio, ¿no le parece? Sería bueno barrer... y pasar también la escoba por entre las vigas.
Sabel se encogió de hombros.
—El señor abad no me mandó nunca que le barriese el cuarto.
—Pues, francamente, la limpieza es una cosa que a todo el mundo gusta.
—Sí, señor, ya se sabe.... No pase cuidado, que yo lo arreglaré muy arregladito.
Lo pronunció con tanta sumisión, que Julián a su vez quiso mostrarle un poco de caritativo interés.
—¿Y el niño?—preguntó—. ¿No le hizo mal lo de ayer?
—No, señor.... Durmió como un santiño y ya anda corriendo por la huerta. ¿Ve? Allí está.
Mirando por la abierta ventana, y haciéndose una pantalla con la mano, Julián divisó a Perucho, que, sin sombrero, con la cabeza al sol, arrojaba piedras al estanque.
—Lo que no sucede en un año sucede en un día, Sabel—advirtió gravemente el capellán—. ¡No debe consentir que le emborrachen al chiquillo: es un vicio muy feo, hasta en los grandes, cuanto más en un inocente así! ¿Para qué le aguanta a Primitivo que le dé tanta bebida? Es obligación de usted el impedirlo.
Sabel fijaba pesadamente en Julián sus azules pupilas, siendo imposible discernir en ellas el menor relámpago de inteligencia o de convencimiento. Al fin articuló con pausa:
—Yo qué quiere que le haga.... No me voy a reponer contra mi señor padre.
Julián calló un momento atónito. ¡De modo que quien había embriagado a la criatura era su propio abuelo! No supo replicar nada oportuno, ni siquiera lanzar una exclamación de censura. Llevóse la taza a la boca para encubrir la turbación, y Sabel, creyendo terminado el coloquio, se retiraba despacio, cuando el capellán le dirigió una pregunta más.
—¿El señor marqués anda ya levantado?
—Sí, señor.... Debe estar por la huerta o por los alpendres.
—Haga el favor de llevarme allí—dijo Julián levantándose y limpiándose apresuradamente los labios sin desdoblar la servilleta.
Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta extensión de terreno debía haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas; y, sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral que tenían enfrente. Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo. La presencia de Julián le dio la solución del problema. Señorito y capellán emparejaron y alabando la hermosura del día, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesión del marqués. Julián abría mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopetón toda la ciencia rústica, a fin de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado; pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metrópoli compostelana, la naturaleza le parecía difícil de comprender, y casi le infundía temor por la vital impetuosidad que sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el áspero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclamó con desconsuelo sincerísimo:
—Yo confieso la verdad, señorito.... De estas cosas de aldea, no entiendo jota.
—Vamos a ver la casa—indicó el señor de Ulloa—. Es la más grande del país—añadió con orgullo.
Mudaron de rumbo, dirigiéndose al enorme caserón, donde penetraron por la puerta que daba al huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de sillería, cruzaron varios salones con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la humedad, no siendo