Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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y con la serie de proyectos y cambios, el tiempo se apresuraba y Leocadia se hallaría pronto sin asilo.

      Un día de feria salió Leocadia a comprar diversas cosas que Flores necesitaba urgentemente: entre otras, un cedazo y una chocolatera nueva, porque la suya estaba ya inservible. El vaivén del gentío, los empujones de los vendedores, la luz clara del sol otoñal, le mareaban un tanto la cabeza, débil con las vigilias, con el poco comer y el mucho sufrir. Parose delante del puesto en que se vendían los cedazos. Era una especie de cajón de sastre, y allí se feriaban mil baratijas, cachivaches indispensables, como molinillos, sartenes, cazos, jeringas, aparatos de petróleo, y en una esquina, dos mercancías muy solicitadas del público en aquel país, consistentes en unos papelitos color de rosa claro, y blandos como el papel de estraza, y unos polvos blancuzcos, de un blanco sospechoso, parecidos a averiada harina. Leocadia fijó sus ojos en ellos, y al punto la vendedora, creyendo que los deseaba, empezó a ponderarle sus cualidades, explicándole que los retacitos rosa, humedecidos y puestos en un plato, no dejaban mosca que allí no feneciese, y que los polvos blancos eran séneca para matar ratones, dándosela en ciertas bolitas de queso bien preparadas… Como Leocadia le pidiese tanto así de los polvos, preguntándole cuánto costaban, la mujer alardeó de generosa, y cogiendo con una espátula un buen puñado de polvitos se lo entregó envuelto en un papel, por no sé qué friolera de cuartos. Poco, en efecto, valía la droga, común en el país, donde el arsénico, nativo abunda en los espatos calizos que forman una de las vertientes del Avieiro, y el ácido arsenioso, el matarratones, se vende libremente, más que en la botica, en las ferias. La maestra se guardó sus polvos, compró por deferencia media docena de papelitos rosas, y al volver a su casa, entregó puntualmente a Flores los objetos encargados.

      Flores notó que después de comer se encerraba Leocadia en su dormitorio, donde la oyó hablar alto, como si rezase. Habituada a sus rarezas no lo extrañó. Terminado el rezo, la maestra salió al balcón, y estuvo un largo rato mirando los tiestos; pasó a la sala y contempló otra buena pieza el sofá, las sillas, la mesita, los lugares que recordaban su historia. En seguida la vio Flores penetrar en la cocina… La vieja aseguraba después —¿pero en tales casos, quién renuncia a preciarse de zahorí?— que ya le llamó a ella la atención aquel modo de entrar…

      —¿Tienes ahí agua fresca?

      —Sí, mujer.

      —Dame un vasito.

      Flores declaraba que al coger el vaso, la mano de la maestra temblaba como si tuviese alferecía; y lo más singular fue que, no llevando el vaso azúcar, Leocadia cogió una cuchara de boj y la metió dentro…

      Sin embargo, hasta de allí a una hora u hora y media, no oyó Flores a Leocadia gemir… Se coló en el cuarto y la vio sobre la cama, con un color que ponía miedo; violentas náuseas levantaban su pecho acongojado, y tras de las náuseas y las arcadas y los convulsivos esfuerzos para vomitar, un frío sudor inundaba la frente de la enferma y se quedaba sin movimiento ni voz… Flores, espantada, salió corriendo en busca de don Fermín. Que se apurase, que esto no era de broma… Cuando vino don Fermín todo sofocado y preguntó:

      —¿Pero vamos a ver, Leocadia, qué es esto? ¿Qué tiene, mujer?, ¿qué tiene?

      Ella, entreabriendo sus dilatados ojos, murmuró:

      —Nada, don Fermín… Nada.

      A la cabecera de la cama estaba el vaso, sin agua ya, pero con una capa de polvos blancos adheridos al fondo y raspados a trechos por la cucharilla, pues el agua no había podido disolverlos y la maestra no quería dejarlos allí…

      Conviene que también en esta ocasión declaremos que el insigne Tropiezo no dio ninguno en el expedito camino del tratamiento de tan sencillo caso. Ya había reñido Tropiezo algunas batallas más con aquella vulgar sustancia tóxica, y conocía sus mañas: acudió sin vacilar a los enérgicos vomitivos, al emético, al aceite… Sólo que el veneno, más listo que él, había pasado ya a la circulación, y corría por las venas de la maestra, helándolas… Cuando las náuseas y los vómitos cesaron, sobre la mortal palidez de Leocadia asomaron unas manchillas rojas, una erupción semejante a la escarlatina… Duró este síntoma hasta que vino la muerte a desatar aquel triste espíritu y emanciparlo de sus padecimientos, que fue al amanecer.

      Poco antes de expirar, en un momento de calma, Leocadia hizo una señal a Flores, y le dijo al oído:

      —Dame palabra… que no lo sabrá el chiquillo, ¿eh?… ¡Por el alma de tu madre no le digas… no le digas el modo de mi muerte!

      Pocos días después, defendíase Tropiezo en la tertulia de Agonde, en la cual, por gusto de hacerle rabiar, le achacaban la desgracia de la maestra.

      —Una, que me llamaron tarde, muy tarde, cuando ya la mujer estaba casi en la agonía… Otra, señores, que se tomó una cantidad de arsénico, que ni era tanta que la pudiese arrojar, ni tan poca que le produjese un coliquito y quedase despachada… Si tomase más, era más fácil gobernarlo, señores. En lo que no estuve muy acertado fue en no llamar antes al cura… Lo hice con buena intención, por no asustarla, y por si la íbamos sacando adelante… Cuando le pusieron la extrema, ya no daba a pie ni a pierna…

      —¡De modo, murmuró malignamente Agonde, que con usted, o el cuerpo o el alma no se libran de un tropiezo!

      Celebró la tertulia el dicho, y hubo chanzas fúnebres y frases compasivas. Clodio Genday, el acreedor de la difunta, se agitaba en el asiento. ¡Qué conversación más tonta! ¡Hablar de cosas alegres, canario!

      Se habló, en efecto, de cosas alegres y satisfactorias: el señorito de Romero había ofrecido poner en Vilamorta estación telegráfica; y también se decía mucho en los papeles que la importancia vitícola del Borde reclamaba un ramal de ferrocarril, y pronto vendrían los ingenieros a estudiarlo.

      La Coruña, septiembre de 1884

      A

      ~Los pazos de Ulloa~

      7

~Tomo I~

      —I—

      Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de Santiago a Orense en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía andar cerca.

      Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre

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