Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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un adversario fuerte y temible, sino un latigazo de desprecio, un capirotazo con la uña, como el que se da a un insecto cuando molesta; una de esas críticas sumarias, que el crítico no se toma el trabajo de fundar y razonar por ser tan evidente lo que dice, que no requiere demostración: una ejecución capital por medio de dos o tres chistes, pero de las que acaban con un autor novel, le hunden, le relegan para siempre a los limbos de la oscuridad… Venía el crítico a decir que hoy, cuando los versos magistrales carecen de lectores, es lástima grande hacer gemir las prensas con rimas de inferior calidad; que hoy, cuando Bécquer pertenece ya al número de los semidioses de la poesía, habiendo ingresado en el panteón de los inmortales, es pecado que se le falte al respeto imitándole torpemente, y estropeando y contrahaciendo sus pensamientos mejores; y por último, que es de sentir que jóvenes muy estimables, dotados quizá de felicísimas disposiciones para el comercio o para las carreras del notariado y farmacia, gasten el dinero de sus papás en ediciones lujosas de versos que nadie comprará ni leerá…

      Debajo de tal filípica había escrito de su puño y letra Roberto Blánquez: «No hagas caso de este animal. Lee mi artículo».

      Con efecto, en un periódico oscuro y subterráneo, de esos innumerables que ven la luz en Madrid sin que Madrid los vea, Blánquez vertía y desahogaba toda la bilis de su amistad y patriotismo herido, poniéndole al crítico las peras a cuarto, encareciendo el libro de Segundo y declarándolo digna pareja del de Bécquer, sólo que un poco más dulce, un poco más soñador y melancólico todavía, a fuer de hijo de un país hermoso cuanto desventurado, un país más bello que Andalucía, que Suiza y que todos los países bellos del orbe: acabando por decir que, si Bécquer hubiese nacido en Galicia sentiría, pensaría y escribiría como EL CISNE DE VILAMORTA.

      Segundo cogió el manojo de periódicos y, mirándolo un rato con los ojos fijos y el gesto torvo, hízolo al fin pedazos, primero grandes, luego chicos, luego más chiquitos aún, que lanzó por la ventana y fueron a caer revoloteando, a manera de simbólicas mariposas, o plateados pétalos de la flor de la ilusión, al charco de lodo más inmediato… Segundo sonreía con amargura. Allá va la gloria… pensó. Ahora… creo que ya estoy más sereno… ¡Vamos a leer la carta!…

      Lo importante de esta son ciertos trozos… adicionados con los comentarios que no en voz alta, sino mentalmente, hace el lector.

      «Estuve, según tu encargo, en casa de la viuda de Comba, a entregarle el ejemplar que me remitiste tan cerradito y tan selladito… —¡Claro! Llevaba dentro una dedicatoria que no me gustaba que viese ella que podías haberla leído tú… — Tiene una casa preciosa, con mucha cortina de seda y flores naturales. —Todo, todo lo suyo es así, delicado y bonito… — Pero tuve que ir dos veces o tres antes de que me recibiese, porque siempre era mala hora… —No recibirá ella a dos por tres al primero que se presente… —Por último, me recibió con un sin fin de etiquetas y cumplidos… Está muy guapa de cerca, aún más que de lejos; y parece mentira, chico, que tenga una niña de doce años: ella representa, lo más, veinticuatro o veinticinco… —¡Qué cosas me cuenta a mí Roberto! —Pues nada, en cuanto le dije que iba de parte tuya… —¡A ver!— se puso… ¿cómo te diré yo? —¡Ruborizada!—, disgustada y sobresaltadísima, chico; y además, tan seria, que yo me quedé volado y sin saber qué hacer… —¡Infame! ¡Infame! Temía que yo… A ver, concluyamos, concluyamos… —No quiso recibir el libro por más instancias que le dirigí… —¡Pero esto no se concibe! ¡Ah, qué mujer!… —porque asegura que le recordaría mucho este país, y el fallecimiento de su esposo, que Dios haya; y por consiguiente, te ruega que la dispenses… —¡Miserable! —de abrir el paquete… y de leer tus versos… y te da las gracias… —¡Ja, ja, ja! —¡Bravo! ¡Gran actriz!

      »Yo, a pesar de todo, como tú me encargabas expresamente que se lo entregase, me propuse no volver a casa con él, y saludándola y tomando el sombrero dejé tu paquetito sobre un mueble; pero al día siguiente por la mañana ya lo tenía en casa, cerrado, lacrado, intacto… —Y yo no la arrojé al Avieiro aquel día en que nuestras bocas… ¡Estúpido de mí! En fin, acabemos…

      »Ante esta conducta de la viudita, conjeturo que tú debes haber inventado todo aquello del precipicio y del balcón… me lo contarías para guasearte conmigo… o como eres así, tan loco, soñaste que te sucedió, y confundiste el sueño con la realidad… —Hace bien en mofarse.— De todos modos, chico, si la viuda te interesaba, no pienses más en ella… Sé de fijo, por mis primas, que lo saben con certeza por su padre, que al acabarse el luto se casa con un marqués de Cameros, que tuvo distrito en Lugo… —Sí, sí… comprendido.— La cosa no va de broma: ya le están bordando, según dicen mis primas, sábanas con corona de marquesa… ».

      La carta fue desgarrada con más lentitud que los periódicos, en trozos más menudos, casi en polvillo de papel… Con los restos hizo Segundo una bolita, y la despidió briosamente para que se hundiese muy adentro en el charco de lodo… ¡Es el amor!… pensó, riéndose a carcajadas.

      Comenzó a pasearse por la habitación, primero con cierta monótona regularidad, después con desasosiego y furia. Clara, la hermana mayor, entreabrió la puerta del cuarto.

      —Dice la tía Gaspara que vengas.

      —¿A qué?

      —A comer.

      Segundo tomó su sombrero, y se lanzó a la calle, dirigiéndose a las orillas del río, presa del furor que las necesidades diarias de la vida causan a los que sufren algún violento choque moral, un desengaño.

       Capítulo 27

      ¡Qué paseo el suyo por las húmedas y encharcadas márgenes del Avieiro! Iba unas veces de prisa, sin causa alguna que le obligase a acelerar su marcha, y otras, también sin motivo, se paraba, quedándose con los ojos clavados en algún objeto; pero, en realidad, no viéndolo poco ni mucho… Un remordimiento, un pesar roedor, le mordía el corazón cuando recordaba el pasado: así como al naufragar un buque cada náufrago lamenta especialmente la pérdida de un objeto que a todos prefería, así Segundo, del ayer desvanecido ya, sólo echaba de menos un instante; un instante que quisiera a toda costa revivir; el del precipicio; el momento en que pudo conseguir digna y gloriosa muerte, arrastrando consigo al abismo la noble carga de sus ilusiones, y el cuerpo de una mujer que sólo en aquel minuto inolvidable pudo amarle de veras…

      ¡Cobarde entonces y cobarde hoy!, pensaba el poeta, llamando en su ayuda desesperadas resoluciones, y no encontrando el valor indispensable para abrazarse de una vez al agua fría y fangosa… ¡Qué horas! Borracho de dolor, se sentó en las piedras, a la orilla del río, mirando con idiota fijeza cómo las gotas de agua de lluvia, al ir cayendo en diagonal del cielo gris, hacían en el río unos círculos que trataban de prolongarse, y no lo conseguían, porque otros infinitos círculos iguales se tropezaban con ellos, y se mezclaban, y se deshacían, y se renovaban incesantemente, y volvían a nacer, y a confundirse, marcando en la sobrehaz del río unos dibujos ondulantes, muy parecidos a esa labor de la plata que llaman guilloché… No notaba siquiera el poeta que aquellas mismas gotas que sobre el Avieiro rebotaban espesas y frecuentes, descargaban también sobre su sombrero y hombros, escurrían a la frente, se introducían por el cuello, se colaban entre la ropa y la carne. Lo observó así que la demasiada frialdad le hizo estremecerse, levantarse y tomar a tardo paso el camino de su casa, donde ya todo el mundo había comido y nadie le ofreció una taza de caldo.

      A los dos o tres días se le declaró una fiebrecilla, ligera al pronto, luego más grave. Tropiezo la calificó de gástrica y catarral, la sinceridad obliga a decir que le administró remedios no enteramente desacertados: esto de las fiebres gástricas y catarrales es para los médicos practicones una bendición de Dios, un campo glorioso donde suelen contar por victorias las jornadas; un camino trillado

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