Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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que le ponen a uno el alma en un hilo y le colocan a dos dedos de la vergüenza, y le quebrantan el cuerpo… Y aseguran los poetas que esto es la felicidad… Será para ellos: lo que es para las pobres mujeres… Y vamos a ver, por qué carecía ella de valor para decirle a Segundo: ¡acabemos, no puedo con estas zozobras, tengo miedo, lo paso muy mal! ¡Ah! También le tenía miedo a él… Era capaz de matarla: sus hermosos ojos negros despedían a veces chispas de electricidad y vislumbres fosfóricas. Y luego él siempre le cogía la acción, se imponía, la dominaba… Por él estuvo a punto de caer en el río, de despedazarse en las rocas… ¡María Santísima! ¿Pues hacía media hora, no faltó poco para otorgarle la cita en la solana? Lo cual era una grandísima locura, siendo imposible dirigirse a aquel rincón de la casa sin que Mademoiselle, o cualquiera, la echase de menos y se descubriese el pastel. ¡Ay, Dios mío! ¡Todo aquello era terrible, terrible! ¡Y mañana tenía que acudir al salón, a la hora de la siesta!… Ea, una resolución enérgica: acudiría, corriente; pero acudiría a desatar aquel enredo, a decir a Segundo cuatro verdades para que se contuviese: amarla, concedido; no se oponía, muy bueno y muy santo; comprometerla de aquel modo, eso era inaudito; le rogaría que se volviese a Vilamorta; ellos ya se irían pronto a Madrid… ¡Ah!, ¡cuánto tardaba aquella bendita Mademoiselle con la tila!

      La puerta se abrió… No entró Mademoiselle, sino don Victoriano. Nada tenía de sorprendente su aparición, pues dormía en una especie de despachito, al lado del cuarto de su mujer y dividido de este por un corredor, y todas las noches, antes de recogerse, daba un beso a la niña, cuyo lecho estaba pegado al de su madre; sin embargo, a Nieves se le puso carne de gallina, y por instinto se volvió de espaldas a la luz, tosiendo a fin de disimular su turbación.

      La verdad es que don Victoriano venía grave, y aun algo fosco y severo… No andaba muy alegre ni expansivo desde el recrudecimiento de su enfermedad; pero sobre su aire abatido resaltaba entonces no sé qué cosa, un velo más negro aún, un nubarrón preñado de tempestades… Nieves, observando que no se acercaba a la cama de la niña, bajó los ojos y fingió alisarse el pelo con el batidor de marfil.

      —¿Cómo te encuentras, hija? ¿Te dura el susto? —preguntó el marido.

      —Sí; aún estoy un poquillo… He pedido tila.

      —Bien hecho… Mira, Nieves…

      —¡Qué… qué!…

      —Mira, Nieves, nos vamos a Madrid cuanto antes.

      —Cuando tú digas… Ya sabes que yo…

      —No; si es que es necesario, indispensable; es que yo tengo que ponerme formalmente en cura, hija, porque me acabo si así continúo… He incurrido en la debilidad de confiarme a este bestia de don Fermín, Dios me perdone… y creo… —añadió con amarga sonrisa— que me ha embromado… Veremos si Sánchez del Abrojo me saca del paso… ¡que lo dudo bastante!

      —Jesús, qué aprensión! —exclamó Nieves, respirando y aprovechando el recurso de la enfermedad—. ¡No parece sino que tienes males incurables! En poniendo el pie allá y tomándote Sánchez de su cuenta… dentro de dos meses ni te acuerdas de ese achaquillo.

      —¡Bravo, hija, bravo! Yo no quisiera lastimarte ni parecerte regañón… pero eso que dices… eso que dices prueba que ni me miras, ni te importa un bledo mi salud, ni me haces caso alguno… lo cual, francamente… dispensa… pero ¡no te honra! Mi mal es grave, muy grave… es la diabetes sacarina, que se lleva las gentes al otro mundo bonitamente… Estoy convertido en azúcar… se me debilita la vista… me duele la cabeza… no tengo sangre… y tú ahí; tan serena, tan alegre, retozando como una niña… Eso no lo hace la mujer que quiere a su esposo… A ti no te ha preocupado mi estado físico, ni mi estado moral… Estás gozando, pasando una temporada divertidísima… y lo demás… ¡buen cuidado te da a ti!

      Nieves se levantó trémula, casi llorando…

      —¿Qué me dices?… Yo… yo…

      —No te alteres, hija; no llores… Tú eres joven y sana, yo estoy muy gastado y achacoso… Peor para mí… Pero oye… Aunque te parezca seco y grave… yo te quise mucho, Nieves… te quiero aún… tanto como a esa niña que está ahí durmiendo… lo juro delante de Dios… Y tú podías… podías quererme algo… como una hija… e interesarte por mí… Será poco tiempo ya de molestia: me siento tan enfermo…

      Nieves se acercó en actitud cariñosa, y su marido le rozó la frente con los denegridos labios, apretándola al mismo tiempo contra sí… Y añadió:

      —¡Aún tengo que hacerte otra advertencia… echarte otro sermón, hija!

      —¿Cuál? —murmuró la esposa sonriendo, pero azorada.

      —Ese chico de García… No te sobresaltes, hija, que no es para tanto… Ese chico… te mira algunas veces de un modo raro… como si te hiciese el amor… ¡No, si yo no dudo de ti! Has sido y eres una señora intachable… no te acuso… ni le doy importancia a semejante necedad… Es que… te parecerá mentira… estos chicos de aquí son muy atrevidos; tienen menos soltura para presentarse, pero en el fondo más osadía que los de la corte… Yo pasé aquí mis años verdes, y les conozco… Sólo te aviso para que pongas a raya a ese mequetrefe… En los días que nos quedan, suprime los paseos largos y todas esas cursilerías que aquí se hacen… Una dama como tú es, en este sitio, la reina; y no está bien que contigo se tomen las bromas que con las señoritas de Molende u otras así… ¡Si ya te he dicho que no me cruza ni por el pensamiento la idea! Una cosa es que ese Cisne de lugar se haya enamorado de ti y te dé la mano en los despeñaderos; otra que yo te injurie… ¡Hija!

      Poco después se presentó Mademoiselle con la tila humeante. ¡Buena falta que le hacía la tila a Nieves! Tenía los nervios más tirantes… Estaba convulsa. Hasta náuseas la atacaron al beber las primeras cucharadas. Mademoiselle le ofreció un poco de poción anti—histérica. Tragola Nieves, y con algunos bostezos y dos o tres lagrimillas se alivió su crisis. Pensó en acostarse, y entró en la alcoba. Allí vio algo que renovó su desasosiego. Victorina, en vez de dormir, tenía los ojos abiertos. Probablemente habría oído la conversación.

       Capítulo 22

      Yen efecto, la había oído toda, todita, desde la primer palabra hasta la última. Y las frases del diálogo conyugal daban vueltas en su magín, rodando, entrelazándose, destacándose en letras rojas, impresas en su memoria virgen. Las repasaba, las comentaba interiormente, las pesaba, hacía deducciones…

      Nadie acertará a decir cuál es el momento crítico que divide la noche del día, el sueño de la vigilia, la juventud de la madurez y la inocencia del conocimiento. ¿Quién es capaz de fijar el instante en que el niño, convirtiéndose en adolescente, nota en sí ese algo inexplicable que acaso pueda llamarse conciencia sexual; en que el vago presentimiento se trueca en rápida intuición; en que, sin tener noción precisa de las realidades concretas del vivir, adivina todo lo que más tarde le ha de confirmar y puntualizar la experiencia; en que entiende la importancia de una indicación, la trascendencia de un acto, el carácter de una relación, el valor de una mirada o el sentido de una reticencia? ¿El minuto en que sus ojos, abiertos solamente a la vida exterior, adquieren facultades para escudriñar también la interior, y perdiendo su brillo superficial, el claro reflejo de su pureza candorosa, toman la concentrada e indefinible expresión que constituye una mirada de persona grande?

      Llegó para Victorina ese minuto a los once años, aquella noche, sorprendiendo un diálogo entre su padre y su madre. Inmóvil, sujetando la respiración, con los

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