Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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arrullo de las voces graves que discutían importantes puntos agrícolas en el balcón, don Victoriano, un tanto rendido de su expedición a las viñas, fumaba en la mecedora, sepultado en penosas meditaciones. Desde su regreso de las aguas, sentíase cada vez más débil: la efímera mejoría se evaporaba, creciendo la postración, la bulimia, la sed y la desecación del pobre cuerpo. Recordaba que Sánchez del Abrojo le había indicado cuánto alivio le proporcionaría un ligero sudor, y al observar los primeros días, después de beber el agua sulfurosa, el restablecimiento de esta función de la piel, su alegría no tuvo límites. ¡Mas cuál fue su terror al advertir que la camisa, tiesa y dura, se le pegaba al cutis, como si estuviese empapada en almíbar! Apoyó los labios en un pliegue de la manga y percibió un sabor dulzón. ¡Evidente! ¡Sudaba azúcar! ¡La secreción glicosa era, pues, incoercible, y por tremenda ironía de la suerte, todas las amarguras de su existencia venían a resolverse en aquella extraña elaboración de materias dulces!

      Notaba de pocos días a esta parte otro alarmante síntoma. Su vista se alteraba. Al desecarse el humor acuoso del ojo, se le iba empañando el cristalino, y presentábase la catarata de los diabéticos. Don Victoriano sentía escalofríos. Ya le pesaba haberse puesto en las homicidas manos de Tropiezo, y haber tomado las aguas. Indudablemente le erraban la cura. Desde aquel día, régimen severo, dieta de frutas, de féculas, de leche. ¡Vivir, vivir siquiera un año, y ocultar el mal!… Si los electores veían a su diputado ciego y moribundo, ¡ríanse todos con Romero!… ¡El bofetón de perder las elecciones próximas le parecía tan humillante!…

      Carcajadas argentinas y exclamaciones juveniles que subían del huerto cambiaron el curso de sus ideas. ¿Por qué Nieves no se hacía cargo del grave estado de su marido? Él quería disimular ante el mundo entero, pero ante su mujer… ¡Ah! ¡Su mujer le pertenecía, su mujer debía estar allí sosteniéndole la frente, acariciándole, en vez de gozar y loquear entre las camelias como una chiquilla! Si era linda y fresca y su marido achacoso, peor para ella… Que se aguantase, como era su deber… ¡Bah, qué disparate! ¡Nieves no le quería; no le había querido nunca!

      Las risas y el alboroto aumentaban abajo. Era que, agotados los versos, Victorina y Teresa habían propuesto jugar al escondite. Victorina chillaba a cada momento: —¡Tulé… panda Teresa! ¡Tulé… panda Segundo! —Era el huerto muy adecuado para semejante ejercicio, a causa de su complicación casi laberíntica, debida a estar dispuesto en inclinadas mesetas, sostenidas por paredillas, divididas por tupidísimo arbolado, y comunicadas por escalinatas desiguales, como sucede a las fincas todas en tan accidentado país. Así es que el juego producía gran alborozo, pues difícilmente conseguía el que pandaba acertar con los escondidos.

      Procuraba Nieves ocultarse bien, por pereza, por no pandar y tener luego que correr mucho detrás de los demás jugadores. Deparole la fortuna un refugio soberbio, el limonero grande, situado al extremo de una meseta, cerca de varias escalerillas que favorecían la retirada. Se emboscó, pues, en lo más denso de la gruta de follaje, haciendo por disimular su vestido claro. Breves momentos llevaba allí, cuando la oscuridad aumentó y una voz murmuró muy quedo:

      —¿Nieves?

      —Eh… —chilló asustada—. ¿Quién me busca por aquí?

      —No, no la buscan a usted… Sólo yo la busco —exclamó enérgicamente Segundo, penetrando en el albergue de Nieves con tanta impetuosidad, que los tardíos azahares que aún blanqueaban en las ramas del corpulento árbol soltaron sus pétalos sobre la cabeza de los dos, y gimió armoniosamente el ramaje.

      —Por Dios, García, por Dios… No sea usted imprudente… márchese usted… o déjeme salir… Si vienen y nos encuentran aquí, qué dirán… por Dios…

      —¿Qué me vaya?… —pronunció el poeta—. Pero señora, aunque me encuentren aquí… no tendrá nada de particular; hace un rato estuve con Teresa Molende allá detrás de un camelio… o se juega o no se juega… En fin, si usted lo manda, por darle gusto… Pero antes, dígame usted una cosa que necesito saber…

      —En otra parte… en el salón… —balbució Nieves, prestando ansioso oído a los lejanos rumores y gritos del juego. —¡En el salón!… ¡Rodeados de unos y de otros!… No, no puede ser… Ahora, ahora… ¿usted me oye?

      —Sí, ya oigo —pronunció ella con voz apagada por el temor.

      —Pues la adoro, Nieves. La adoro y usted me quiere a mí.

      —¡Chisst!, ¡silencio, silencio! Están cerca… Suenan así como pasos…

      —No, son las hojas… Dígame que me quiere, y me voy.

      —¡Qué vienen! Por Dios, ¡yo me voy a morir del susto! Basta de broma, García; yo le suplico…

      —Sabe usted demasiado que no es broma… ¿Ya no se acuerda usted del día de los fuegos? Si usted no me quisiese, aquel día hubiera apartado el cuerpo… o gritado… usted me mira a veces… me devuelve las miradas… ¡No me lo puede usted negar!

      Segundo estaba al lado de Nieves, hablando con arranque fogoso, pero sin tocarla, por más que la embalsamada y rumorosa celda que ocupaban ambos oprimiese blandamente sus cuerpos, como aconsejándoles aproximarse. Pero Segundo se acordaba de las frías y duras ballenas, y Nieves, trémula, se echaba atrás. Trémula, sí, de miedo. Podía llamar a la gente; pero si Segundo no se desviaba, qué disgusto, qué explicaciones, qué vergüenza. Después de todo, el poeta llevaba razón: la noche de los fuegos ella había sido débil, y estaba cogida. ¿Y qué haría Segundo después de oír el sí? El reiteraba su orgullosa y vehemente afirmación.

      —Usted me quiere, Nieves… usted me quiere… Dígalo una vez, una sola, y me marcho…

      Dejose oír a corta distancia la voz acontraltada de Teresa Molende, haciendo una especie de convocatoria…

      —Nieves, ¿dónde está? Victoriniña, Carmen… adentro, que cae rocío…

      Y otro órgano atiplado, el de Elvira, lanzó a los ecos:

      —¡Segundo! ¡Segundo! ¡Nos retiramos!

      Caía, en efecto, esa mollizna imperceptible que refresca las noches calurosas de Galicia; las hojas charoladas del limonero, en el cual se embutía Nieves para desviarse de Segundo, estaban húmedas de relente; el poeta se inclinó y sus manos encontraron otras heladas de frío y pavor… Apretolas hasta estrujarlas.

      —O me dice usted si me quiere…

      —¡Pero Dios mío, están llamándonos… me echan de menos… tengo frío!

      —Pues dígame la verdad. Si no, no hay fuerzas humanas que de aquí me arranquen… suceda lo que suceda. ¿Tan difícil es decir una palabra sola?

      —¿Y qué he de decir, vamos?

      —¿Me quiere usted? Sí o no.

      —¿Y me deja usted salir… ir a casa?

      —Todo… todo… ¿pero me quiere usted?

      El sí no se oyó casi. Fue una aspiración, una s prolongada. Segundo le deshacía las muñecas.

      —¿Me quiere usted como yo la quiero? Dígalo usted claro.

      Esta vez Nieves, con esfuerzo, articuló un sí redondo. Segundo le soltó las manos, se llevó las suyas a la boca en apasionado ademán de gratitud, y saltando por las escalerillas,

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