Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán страница 123

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

Скачать книгу

limpiándose el sudor copioso, explicaba a Nieves las notabilidades conforme iban apareciendo, nombrándole los arciprestes, los párrocos, los médicos, los señoritos…

      —Aquel flaco, flaco, que trae un matalón pasado por tamiz, y adornos de plata en la montura, y espuelas también de plata… es el señorito de Limioso… una casa, Dios nos libre, de la pierna del Cid… El Pazo de Limioso está a la parte de Cebre:.. Lo que es tener, no tienen un ochavo, rentitas de centeno y cuatro viñas que ya no dan uva… ¿Pero usted piensa que el señorito de Limioso entrará a comer en alguna posada? No señora: traerá en el bolsillo su pan y queso… y dormirá… ¿qué sé yo dónde? Como es carlista, en la trastienda de doña Eufrasia le dejarán echarse sobre la silla del penco; porque un día como hoy no sobran colchones… Si al espolista que lleva le abulta tanto la faja, es que de seguro viene ahí el pienso del jaco…

      —Usted exagera, Agonde.

      —¿Exagerar? Sí, sí… usted no tiene idea de lo que son estos señoritos. Aquí les llaman de siete en bestia, porque suelen traer para siete un solo caballo, que van montando por turno dos a dos; y un poco antes del pueblo se detienen para entrar a caballo uno a uno, muy armados de látigo y espuelas, y el jaco pasa siete veces con siete jinetes distintos… Pues mire usted quién viene allí en una borrica y una mula… ¡Las señoritas de Loiro! Son amigas de las de Molende… Repare usted el lío que traen delante: es el vestido para el baile de hoy.

      —¿Pero es de veras?

      —¡Vaya! Sí, señora: ahí vendrá todo, todito: el miriñaque o como se llame eso que abulta detrás, los zapatos, las enaguas y hasta el colorete… ¡Ah!, pues estas son muy finas, que vienen a vestirse al pueblo: la mayor parte, hace años, se vestían en el pinar que está junto al eco de Santa Margarita… Como no tenían casa aquí, y a se ve, ellas no habían de perder el baile, y a las diez y media o a las once estaban entre pinos abrochándose los cuerpos escotados, prendiéndose lacitos y perendengues, y tan guapas… Entre todo este señorío, créame, Nieves, no se junta el valor de un peso… Son gente que por no gastar grasa ni hacer caldo, almuerza sopa en vino… El mollete de pan de trigo lo cuelgan allá en las vigas para que no lo alcance nadie y dure años… Ya los conoce uno: vanidad y nada más…

      Ensañábase el boticario, multiplicando pormenores y recargándolos, con rabia de plebeyo que coge al vuelo una ocasión de ridiculizar a la aristocracia pobre, y refiriendo historias de todos los señoritos y señoritas, miserias más o menos hábilmente recatadas. Reíase don Victoriano recordando algunos de aquellos cuentos, ya proverbiales en el país, mientras Nieves, tranquilizada por la risa de su marido, empezaba a pensar sin terror, antes con cierta complacencia recóndita, en los episodios de los fuegos. Había temido ver a Segundo entre la multitud, pero a medida que venía la noche y se borraban los vivos colores de los tinglados y se encendían lucecillas y eran más roncos los cantos de los beodos, se sosegaba su ánimo y el peligro le parecía muy remoto, casi nulo. En su inexperiencia se había figurado al pronto que el brazo de Segundo le dejaría señal en el talle, y que el poeta aprovecharía el primer momento para aparecer exigente y loco de amor, delatándose y comprometiéndola. Mas el día se deslizaba sereno y sin lances, y Nieves probaba la impaciencia inevitable en la mujer que no ve llegar al hombre que ocupa su imaginación. Al fin pensó en el baile. Allí estaría Segundo, de hecho.

       Capítulo 15

      Y se compuso para el baile del poblachón con secreta ilusioncilla, esmerándose lo mismo que si se tratase de un sarao en el palacio de Puenteancha. Claro está que el tocado y vestido eran muy diferentes, pero no menor el estudio y arte en la elección. Un traje de crespón de China blanco, subido y corto, guarnecido con encajes de valenciennes: traje plegado, adherente y dúctil lo mismo que una camisa de batista, y cuya original sencillez completaban los largos guantes de Suecia, oscuros, arrugados en la muñeca, que subían hasta el codo. Un terciopelo negro rodeaba la garganta y lo cerraba una herradura de brillantes y zafiros. El hermoso pelo rubio, recogido a la inglesa, se insubordinaba un tanto en la frente.

      Casi le dio vergüenza de haber calculado este atavío cuando atravesó del brazo de Agonde la fangosa plaza, y oyó la ratonera música, y vio que, como la víspera, estaba el zaguán del Consistorio lleno de gente acurrucada, a la cual era necesario pisar para llegar hasta la escalera. Por los descansos corrían las heces de la feria, un reguero oscuro, color de vino… Agonde la desvió.

      —No pise ahí, Nieves… cuidadito…

      Ella se sintió repelida por tan feo ingreso, y recordó el vestíbulo y la escalera de los duques de Puenteancha, de mármol, alfombrada por el centro, con macetas a los lados… A la puerta del salón donde ahora penetraba, había una cantina provista de azucarillos, rosquillas y dulces, y la mujer de Ramón el confitero, con su inseparable mamón, despachaba el género mirando torvamente a las señoritas que entraban a divertirse. Sentaron a Nieves en el lugar más conspicuo del salón, frente a la puerta. No estaban muy limpias las caleadas paredes, ni muy flamantes las banquetas cubiertas de paño grana; y ni las luces mal despabiladas, ni la araña de hojalata con bujías formaban un espléndido alumbrado. La mucha gente era causa de que el calor rayase en insufrible. Hacia el centro del salón se arracimaban los hombres, confundiéndose en negra masa la juventud de Vilamorta con agüistas, forasteros, tahúres y señoritos monteses. Cada vez que la música atronaba el recinto con la indiscreta sonoridad de sus metales, del grupo central se destacaban los animosos bailarines, lanzándose en busca de pareja.

      Nieves miraba, sorprendida, el aspecto del baile. Producíanle un efecto raro y cómico las señoritas con sus peinados abultados y pingües en rizos, sus teces rafagueadas de polvos de arroz ordinarios, sus escotes por poco más abajo del pescuezo, sus largas colas de telas peseteras, pisoteadas y destrozadas por las recias botas de los galanes, sus flores de tarta mal prendidas, y sus guantes cortos de muñeca, de grueso cabrito, que amorcillaban las manos… Acordábase Nieves de las descripciones de Agonde, del tocador establecido en el pinar, y se daba aire con su gran pericón negro, tratando de alejar la atmósfera pestilente en que el bureo del baile la envolvía. Allí se bailaba a destajo, como si disputasen un premio ofrecido a quien echase más pronto los bofes; iban las parejas arrastradas por su propio impulso a la vez que por los ajenos empujones, pisotones y rodillazos; y Nieves, habituada a presenciar el baile acompasado y fino de los saraos, se admiraba de la fe y resolución con que brincaban en Vilamorta. Algunas muchachas a quienes los taconazos habían desgarrado los volantes del traje, se paraban, remangaban la cola, arrancaban el adorno todo alrededor rápidamente, lo enrollaban, y después de arrojarlo en una esquina, volvían risueñas y felices a los brazos de su pareja. Los caballeros se enjugaban el sudor con el pañuelo, pero era inútil; cuellos y pecheras se reblandecían, el pelo se pegaba a las frentes, por los sobacos de los corpiños de seda se extendía una mancha; y los cinco dedos de los galanes se señalaban y quedaban impresos en la espalda de las señoras… Y la gimnasia proseguía, y el polvo y las moléculas de sudor viciaban el aire, y el piso del salón se cimbreaba… Había parejas hermosas, jóvenes frescas y mancebos gallardos, que danzaban con la alegría sana de la mocedad, con los ojos brillantes, rebosando expansión física; y otras muy risibles, de hombres chiquitos con mujeres altas, de mujeronas con niños barbiponientes, de un anciano calvo con una inmensa jamona. Algunos hermanos bailaban con sus hermanas, por cortedad, por no atreverse a sacar a otras señoritas, el secretario del Ayuntamiento, casado hacía años ya con una orensana rica, vieja y muy celosa, saltaba toda la noche con su mujer, y por no morir asfixiado imprimía a polkas y valses el compás de las habaneras.

      Cuando Nieves entró la miraron las demás mujeres con curiosidad primero y sorpresa después. ¡Cosa más rara! ¡Venir tan sencillita! ¡No traer una cola de vara y media, ni una flor en el peinado, ni brazaletes, ni zapatos de seda! Dos o tres forasteras de Orense, que abrigaban la pretensión de poner raya en el baile de Vilamorta, cuchicheaban entre sí, comentando aquella negligencia artística y el pudor de

Скачать книгу