Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán страница 124

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

Скачать книгу

acerbamente a la ministra.

      —Viene así como vestida de casa…

      —Lo hace porque aquí no se quiere poner nada bueno… Ya se ve, para un baile de aquí… Pensará que no entendemos… Pero mujer, siquiera pudo peinarse algo mejor… Y bien se le conoce que se aburre; mira, ¡si parece que se está durmiendo!

      —Antes parecía que no se podía estar quieta sentada… daba con el pie en el suelo, de ganas que tenía de irse…

      ¡Ah! ¡Efectivamente, Nieves se aburría! ¡Y si las señoritas censoras pudiesen adivinar la causa!

      No veía a Segundo en parte alguna, por más que le buscaba con los ojos, al principio disimuladamente y sin rebozo después. Por fin vino el abogado García a saludarla, y entonces no se pudo contener, y esforzándose por hablar en tono natural y corriente, le preguntó:

      —¿Y el pollo? ¡Milagro que no anda por aquí!

      —¿Quién? ¿Segundo? Segundo es allá… tan raro… ¡vaya usted a saber lo que estará haciendo él a estas horas! Leyendo versos, o componiéndolos… Hay que dejarlo con sus manías.

      Y el ahogado agitó las manos, como indicando que era preciso respetar las extravagancias del genio, mientras pensaba para sus botones:

      —Estará con la condenada de la vieja.

      La verdad era que el poeta, dadas las circunstancias, por nada del mundo iría a un baile como aquel, donde sus conocidas, las chicas del pueblo, le comprometerían a bailar, a recibir empellones y sudar el quilo como los de más muchachos. Y su retraimiento, hijo del instinto estético, surtió efecto maravilloso en Nieves, borrando del todo los residuos del temor, estimulando la coquetería y picando la curiosidad.

      Hablábase en el mismo baile, en el círculo radical que se formó alrededor de don Victoriano y su esposa, de la salida inmediata para las Vides, a presenciar la vendimia: proyecto que regocijaba al ex—ministro, como regocija a un niño cualquier diversión extraordinaria. Se nombraba a las personas a quienes el hidalgo tenía convidadas o pensaba convidar para tan alegre época, y al pronunciar Agonde el nombre de Segundo, Nieves alzó los ojos, su rostro se animó, mientras se decía interiormente:

      —Es capaz de no ir.

       Capítulo 16

      ¡Gran día en las Vides aquel que el Ayuntamiento señala para la vendimia! El año entero transcurre en preparativos y expectación del hermoso tiempo de la cosecha. La parra se ha vestido de púrpura y oro, pero ya va soltando lentamente parte de su rico ornato, como la desposada sus velos al pie del tálamo nupcial: las avispas se encarnizan en los racimos, avisando al hombre de que están maduros; setiembre ostenta la serena placidez de sus últimos días: a vendimiar sin tardanza.

      Ni Primo Genday, ni Méndez se dan punto de reposo. Hay que atender a las cuadrillas de vendimiadoras y vendimiadores que vienen de distantes parroquias a alquilarse, distribuirles la labor, organizar el movimiento de la recolección para que resulte armónico y fructuoso. Y es que el trabajo de la vendimia se asemeja algo a una gran batalla, donde se exige al soldado extraordinario desarrollo de energía, despilfarro de músculos y sangre, pero en desquite es preciso tenerle siempre prevenido lo necesario para reparar sus fuerzas en los momentos de descanso. Para que la gente vendimiadora estuviese dispuesta y animada a la penosa faena, importaba que encontrasen a punto, en la bodega, la ancha vasija llena de mosto donde bebiesen a discreción los carretones, al llegar exhaustos de subir el pesado coleiro o cestón henchido de uva por las cuestas agrias; importaba que el espeso caldo de calabazo, condimentado con sebo de carnero, las sardinas arenques y el pan de centeno abundasen cuando los reclamaba el apetito devorador de las cuadrillas; a cuyo fin, ni se apagaba el hogar de las Vides, ni nunca se veían desocupados los calderos enormes donde hervía el rancho.

      Si a esto se añade la presencia de huéspedes numerosos y distinguidos, se comprenderá el bullicio del caserón solariego en tan incomparables días. Encerraban sus paredes, aparte de la familia Comba, a Saturnino y Carmen Agonde, al joven y afable cura de Naya, al monumental arcipreste de Loiro, a Tropiezo, a Clodio Genday, al señorito de Limioso y a las dos señoritas de Molende. Hallábanse allí representadas todas las clases y era como microcosmos o breve compendio del mundo de aquella provincia; atraídos los curas por Primo Genday, los radicales por el diputado, y la aristocracia por el mayorazgo Méndez. Y toda esta gente de tan diversa condición, al encontrarse reunida, se dio a divertirse y gozar en la mejor armonía y concordia.

      Al júbilo de los vendimiadores respondía como un eco el de los huéspedes. Era imposible resistir a la expansión báquica, a la embriaguez que se respiraba en el aire. Entre los espectáculos deleitosos que la naturaleza ofrece, no cabe otro más grato que el de su fecundidad en la vendimia: aquellos cestos colmados de racimos rubios o del color de la cuajada sangre, que hombres fornidos, casi desnudos, semejantes a faunos, suben y vacían en la cuba o en el lagar; aquella risa de las vendimiadoras escondidas entre el follaje, disputando, desafiándose a cantar desde una viña a otra, desafíos que concluían al anochecer como concluyen todas las expansiones violentas en que se gasta mucho vigor muscular; por desahogos melancólicos, por algún prolongado gemido céltico, algún quejumbroso a—laá—laá… La pagana sensación de bienestar, el rústico regocijo, el contentamiento de vivir, se comunicaban a los espectadores de tan lindos cuadros; y por la noche, mientras los coros de faunos y bacantes bailaban al son de la flauta y la pandereta; el señorío se divertía tumultuosamente, con pueriles retozos, en el caserón:

      Dormían las señoritas juntas en una gran pieza destartalada, la sala del Rosario, y a los huéspedes varones les había alojado Méndez en otra sala muy espaciosa, llamada del Biombo, por encerrar uno tan feo como antiguo; sin que de este sistema de acuartelamiento quedase exento más que el arcipreste; cuya obesidad y ronquidos eran tales, que ninguna persona medianamente sensible le podría sufrir por compañero de dormitorio; y con estar así repartida en dos secciones la gente traviesa y maleante; sucedió que vino a armarse una especie de guerra, y que las inquilinas de la sala del Rosario sólo pensaban en hacer travesuras a los inquilinos de la del Biombo, resultando de aquí mil chistosas invenciones y divertidas escaramuzas. Entre los dos campos estaba uno neutral: la familia de Comba, respetada en su sueño, invulnerable en materia de bromas pesadas, si bien el bando femenino solía tomara Nieves por confidente e inspiradora.

      —Nieves, venga acá… Nieves, mire qué tonta es Carmen Agonde… Mire… dice que le gusta más el arcipreste, ese barril, que don Eugeniño, el de Naya… Porque dice que le da mucha risa ver cómo suda, y aquellas collas de carne que tiene en el cogote… Y diga, Nieves, ¿qué le haremos esta noche a don Eugeniño? ¿Ya Ramón Limioso, que todo el día nos está desafiando?

      La que así hablaba era por lo regular Teresa Molende, morena y hombruna, de negros ojos, buen ejemplar de raza montañesa:

      —La de ayer nos la han de pagar —añadía su hermana Elvira, la sentimental poetisa:

      —¿Pues qué ha sido?

      —Ha de saber usted que encerraron a Carmen, ¡son el demonio! La encerraron en el cuarto de Méndez… ¡Lo que no discurren! Le ataron las manos atrás con un pañuelo de seda, le taparon la boca con otro para que no chillase, y me la dejaron allí como el ratón en la ratonera… Nosotros busca que te busca a Carmen, y Carmen sin aparecer… Nosotros echando malos pensamientos… Hasta que va Méndez a acostarse y me la ve allí… Por supuesto que tropezaron con esta boba, que si dan conmigo…

      —Lo mismo la encerraban a usted —alegó Carmen.

      —¡A

Скачать книгу