Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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único que saldría con felicidad. Por eso aplaudían y lanzaban burlescos aullidos cada vez que el globo magno, desalentado e incapaz de alejarse de la tierra, se dejaba caer a derecha e izquierda, mientras los partidarios de don Victoriano atendían, de una parte a proteger de todo agravio el enorme corpachón del aerostático; y de otra a calentarle bien las entrañas e inflarle el vientre para que volase.

      Nieves contemplaba atentamente el armatoste, pero estaba a mil leguas de él su espíritu distraído. Segundo había logrado abrirse camino entre los espectadores del balcón, y allí le tenía Nieves, a su derecha, al lado suyo. Nadie les miraba entonces, y el poeta, sin más preámbulos; pasó el brazo alrededor del cuerpo; de Nieves, apoyando con brío la palma de su abierta mano sobre el lugar donde anatómicamente está situado el corazón. En vez de la elástica y mórbida curva del seno y los acelerados latidos de la víscera, Segundo encontró la dureza de uno de esos largos corsés—corazas emballenados y provistos de resortes de acero, que hoy prescribe la moda: artificio que daba al talle de Nieves gran parte de su púdica esbeltez.

      ¡Maldito corsé! Segundo desearía que sus dedos fuesen garfios o tenazas que al través de la tela del vestido, de las recias ballenas, de la ropa interior, de la carne y de las mismas costillas, penetrasen y se hincasen en el corazón; agarrándolo rojo, humeante y sangriento, y apretándolo hasta estrujarlo y deshacerlo y aniquilarlo para siempre. ¿Porqué no se sentían los latidos de aquel corazón? El de Leocadia y hasta el de Victorina saltaban como pájaros al tocarles. Y Segundo, desesperado, apoyaba la mano, insistía, sin recelo de lastimar a Nieves, deseoso, al contrario, de ahogarla.

      Sobrecogida por la audacia de Segundo, Nieves callaba, no atreviéndose a hacer el más leve movimiento por temor de que la gente observase algo, y protestando tan sólo con la rigidez del talle y una mirada de angustia, que pronto bajó, no acertando a resistir la expresión de los ojos del poeta. Este proseguía buscando el corazón ausente sin lograr percibir más que el golpeteo de sus propias arterias, de su pulso comprimido por la firme plancha del corsé. Yal fin el cansancio pudo más, sus dedos se aflojaron, su brazo cayó inerte, y sin fuerza ni ilusión descansó en el talle flexible y férreo a la par, el talle de ballena y acero.

      Entretanto el globo, a despecho de las maniobras romeristas, redondeaba su enorme vientre, que iba llenándose de gas y luz, alumbrando la plaza como gigantesca farola. Columpiábase majestuosamente, y en sus cuarterones magnos se leían bien todos los letreros y dedicatorias ideadas por el entusiasmo combista. La efigie, o mejor el coloso de don Victoriano, que ocupaba todo un frente, seguía la forma rotunda del globo, y sobresalía, tan feo y desproporcionado, que daba gozo; tenía por ojos dos sartenes, por pupilas dos huevos que se freían sin duda en ellas, por boca una especie de pez o lagarto, y por barbas un enmarañado bosque o mapa de chafarrinones de siena y negro humo. Monumentales ramas de laurel verde se cruzaban sobre la cabeza del gigantón haciendo juego con las palmas de oro de su uniforme de ministro, trazadas con brochazos de ocre… Y el globo crecía, se ensanchaba, sus paredes se ponían cada vez más tensas, y atirantábase la cuerda que contenía su masa, impaciente ya por lanzarse a las alturas del cielo. Los combistas rugían de júbilo. Alzose un rumor, un hondo rumor de zozobra…

      La cuerda había sido cortada diestramente, y sereno, poderoso, magnífico, se elevó el globo a unos cuantos metros de altura, ascendiendo con él la apoteosis de don Victoriano, la gloria de sus laureles, rótulos y atributos. Resonó en el balcón y debajo de él una salva de aplausos y aclamaciones triunfales. ¡Oh vanidad de la humana alegría! No fue una piedra romerista, fueron tres lo menos las que entonces, disparadas por certera mano, abrieron brecha en el monumento de papel, y por las heridas empezó a escaparse a toda prisa el fluido vital, el aire caliente. Encogiose el globo, se contrajo como un gusano cuando lo pisan, doblándose al fin por la cintura y entregándose al fuego de la mecha, que en un decir Jesús se apoderó de él y lo envolvió en un manto de llamas.

      Al mismo tiempo que fenecía miserablemente el globo del candidato oficial, el globo romerista, chiquito y redondo, pintarrajeado con obscenos dibujos, subía listo y vivaracho desde una esquina de la plaza, resuelto a no parar hasta el último pabellón de nubes.

       Capítulo 14

      Nieves pasó la noche intranquila, y al despertar, los recuerdos de la víspera se le ofrecieron dudosos y como soñados; no acababa de dar crédito a la realidad de aquella singular osadía de Segundo, aquella toma de posesión directa, aquel apasionado ultraje que ella no supo resistir. ¡En qué grave compromiso la ponía el atrevido del poeta! ¿Y si alguien lo había notado? Al despedirse de las chicas que la acompañaban en el balcón, ellas se reían de un modo así… particular. Carmen Agonde, la muchachona gruesa, con sus ojos dormilones y su genio de pastaflora, descubría a veces tanto la hilaza de la malicia… Pero quia… ¿cómo habían de ver nada? El chal argelino era largo y cubría todo el cuerpo… Y Nieves tomó el chal, se lo puso y se miró con dos espejos para cerciorarse de que con aquella prenda no podía verse un brazo pasado alrededor de un talle… Estaba en esta ocupación cuando abrieron la puerta y entró una persona. Ella soltó el espejillo, estremeciéndose.

      Era su marido, más que nunca amarillo, o mejor dicho, color bazo, con las huellas del padecimiento escritas en el rostro… A Nieves le dio un vuelco la sangre. ¿Sabría algo don Victoriano? No tardó en tranquilizarse oyéndole hablar, con despecho mal reprimido, del fracaso del globo y del descaro de los romeristas. El ministro necesitaba desahogar su contrariedad quejándose del dolorcillo del alfilerazo.

      —Pero has visto, hija… ¿qué te parece?…

      Lamentose después del continuo ruido de la feria, que no le había consentido pegar los ojos. Nieves convino en que era cosa molestísima: también ella se encontraba desvelada. El ministro abrió la ventana y el ruido subió, más estruendoso y alto. Asemejábase a un gran coral o sinfonía compuesta de voces humanas, relinchos de bestias, gruñidos de cerdos, mugidos de vacas, terneros y bueyes, pregones, riñas, cantares, blasfemias y sonidos de instrumentos músicos. La marejada de la feria cubría a Vilamorta.

      Desde la ventana se veían las olas, un bullir de hombres y animales entreverados, embutidos por decirlo así los unos en los otros. Entre la masa de aldeanos se abría camino frecuentemente un rebaño de seis u ocho becerros, asustados, en dramática actitud; una mula llevada del diestro formaba corro, disparando un semicírculo de coces; oíanse chillidos y ayes de dolor, pero los de atrás empujaban y el hueco volvía a llenarse; un jaco, excitado por la proximidad de las yeguas, se encabritaba exhalando desesperados relinchos, caía al fin, y mordía, hidrófobo de celo, lo primero que encontraba. Los mercaderes de hongos de fieltro hacían muy rara figura, paseando su mercancía toda sobre la cabeza: una torre de veinte o treinta sombrerones, semejante a las pagodas chinas. Otros traficantes vendían, en un mostrador portátil colgado del pescuezo por dos cintas; ovillos de hilo, balduque, dedales y tijeras; los vendedores de ruecas y husos los llevaban alrededor de la cintura, del pecho, por todas partes, como el inhábil nadador lleva las vejigas; y los sarteneros relucían al sol, a modo de combatientes feudales.

      Mareaba la confusión, el vaivén no interrumpido de la muchedumbre, la mescolanza de racionales y bestias, y era fatigoso el doliente mugir de las vacas apaleadas, el chillido de terror de las mujeres, la brutal hilaridad de los borrachos, que salían de las tabernas con el sombrero echado atrás, la lengua estropajosa, y muy deseosos de expansión y aire, de arremeter contra los hombres y pellizcar a las mozas. Estas, afligidas, levantaban el grito, no logrando esquivar el abrazo de los borrachos sino para caer en las astas de algún buey, o recibir la hocicada de alguna mula, que les bañaba sienes y frente en espumosa baba. Y lo más aterrador era ver a unas cuantas criaturas de pecho, llevadas en alto por sus madres, bogando como endebles esquifes en tan irritado golfo.

      Cosa de media hora estuvo Nieves asomada, hasta que se le cansaron los ojos y oídos, y se retiró. A la tardecita se puso otro rato a la ventana. Se había aplacado un

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