Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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la de Agonde poniendo el rostro compungido de un bebé—. Mire, Nieves, me dijeron así: «Eche las manos atrás, Carmiña, que le vamos a meter en ellas una monedita de cinco duros». Y yo las eché… y ¡fueron tan traidores que me las ataron!

      Aquí Nieves hacía coro a las carcajadas de las dos hermanas. Aquella sencillez no se ha de negar que tenía mucho gracejo. Nieves creía vivir en un mundo nuevo donde no existía la rutina, las gastadas fórmulas de la sociedad madrileña. Es verdad que tan candorosos y bulliciosos deportes podían rayar en inconvenientes o groseros, pero a veces eran verdaderamente entretenidos. Desde que se levantaban los huéspedes, a la mesa, por las tardes, todo era solaz y jarana. Teresa se había propuesto no dejar comer en paz a Tropiezo, y con suma destreza cogía al vuelo las moscas y se las echaba disimuladamente en el caldo, o le escanciaba vinagre en vez de vino, o le untaba de pez la servilleta a fin de que se le pegase a la boca. Para el arcipreste tenía otra chanza: la de hacerle hablar de ceremonias, conversación a que era muy afecto, y al verle entretenido retirarle de delante el plato, que equivalía a arrancarle la mitad del corazón.

      De noche, en el salón de los espejos turbios, donde el piano y las mecedoras campeaban, formábase una brillante tertulia: se cantaban trozos de anticuadas zarzuelas, como El juramento y El grumete; se jugaban partidas de burro escondido y sin esconder, de brisca con señas y de malilla; cansados de los naipes, acudían a las prendas, al florón, a apurar una letra y a adivinar el pensamiento… Y despierta ya la retozona sangre campesina, se pasaba a juegos físicos, a las cuatro esquinas, a la gallina ciega, que tienen la sal y pimienta del ejercicio, del grito, del encontrón y la palmada…

      Recogíanse después excitados aún por el juego, y era la hora más tremenda, la de las grandes diabluras: la hora en que se ataban cerillas encendidas al cuerpo de los grillos, para meterlos por debajo de la puerta del dormitorio; la hora en que se quitaban tablas a la tarima de Tropiezo, para que, al acostarse, se hundiese y diese formidable costalada… Oíanse por los corredores risas, pasos tácitos, y se veían bultos blancos que se escurrían precipitadamente, y puertas que se cerraban con llave y ante las cuales se amontonaban muebles, mientras salía de dentro una voz gruesa y pastosa diciendo:

      —¡Que vienen!

      —¡Cerrar bien, chicas!… ¡No se abre ni al Espíritu Santo!…

       Capítulo 17

      Segundo fue el último en gozar la hospitalidad de las Vides. Como era poco aficionado a juegos y Nieves tampoco tomaba en ellos parte muy activa, encontraríanse aislados a no ser por Victorina, que no se despegaba de su madre apenas veía próximo a Segundo, y también por Elvira Molende, que desde el primer instante se adhirió al poeta como la enredadera al muro, dedicándole un repertorio de miradas, suspiros, confidencias y vaguedades capaces de empalagar a un mozo de confitería. Al punto y hora en que Segundo pisó las Vides, perdió Elvira todo el vapor de su animación, y adoptó la acostumbrada postura lánguida y sentimental, que hacía parecer más hundidas sus mejillas y más ojerosos y marchitos sus párpados. Recobró su andar la melancólica inclinación del sauce, y dejando a un lado bromas y retozos, se consagró por completo al Cisne.

      Como hacía luna y eran las noches apetecibles para gozadas, así que se ponía el sol y se acababa el bureo de la labor y las parejas de vendimiadores se reunían a danzar, algunos de los huéspedes se juntaban a su vez en el huerto, especialmente al pie de un paredón que tenía por límite camelios frondosos, o bien se detenían, al regresar de paseo, en algún lugar de esos que convidan a sentarse y a un rato de plática. Sabía Elvira d e memoria muchos versos buenos y malos, por lo regular pertenecientes al género tristón, erótico y elegiaco; no ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlos con su mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética, en una lágrima de amor. De tan plañideras estrofas se alzaba a veces irónica risa, lo mismo que el repique alegre de las castañuelas suele destacarse entre los sones gemidores de la gaita. Ganaban las poesías en dialecto y parecía aumentarse su frescura y agreste aroma al decirlas una mujer, con blanda pronunciación, en la linde de un pinar o bajo la sombra de un emparrado, en serenas noches de luna: y el ritmo pasaba a ser melopea vaga y soñadora como la de algunas baladas alemanas; música labial, salpicada de muelles diptongos, de eñes cariñosas, de x moduladas con otro tono más meloso que el de la silbadora ch castellana. Generalmente, después de haber recitado buen rato, se cantaban canciones: don Eugenio, que era rayano, sabía fados portugueses; y Elvira se pintaba sola para entonar aquella popularísima y saudosa cántiga de Curros, que parece hecha para las noches druídicas, de lunar.

      Segundo tembló de vanidad cuando, en turno con los de los poetas conocidos y amados en el país, recitó Elvira de corrido la mayor parte de los cantos del Cisne, impresos en periódicos de Vigo o de Orense. Segundo no había escrito nunca en dialecto, y sin embargo, Elvira tenía un libro donde recortaba y pegaba con engrudo todas las producciones del desconocido Cisne. Y Teresa, terciando en la animada conversación delató, con el mejor propósito, a su hermana.

      —Esta también compone. Anda, mujer, di algo tuyo. Tiene un cuaderno así de cosas suyas, discurridas, escritas por ella. Recitó la poetisa, después de los indispensables remilgos, dos o tres cosillas casi sin forma poética, flojas, sinceras en medio de su falsedad sentimental: de esos versos que no revelan facultades artísticas, pero son indicio cierto, infalible, de que el autor o autora siente un anhelo no satisfecho, aspira a la fama o a la pasión, como el inarticulado lloro del párvulo declara su hambre. Segundo daba tormento al bigote; Nieves bajaba los ojos y jugaba con las borlas de su abanico, impaciente y aun algo aburrida y nerviosa. Sucedía esto a los dos o tres días de la llegada de Segundo, el cual todavía no había podido realizar la menor tentativa de decirle a Nieves dos palabras.

      —¡Qué señoritas estas tan cursis! —pensaba la de Comba, mientras en voz alta repetía—: ¡Qué bonito, qué tierno! Se parece a unas composiciones de Grilo…

       Capítulo 18

      No hablaban de versos el mayorazgo de las Vides, ni los Gendays, ni el arcipreste, instalados en el balcón so pretexto de tomar la luna; en realidad para debatir la palpitante cuestión de vendimia.

      ¡Buena cosecha, buena! La uva no tenía ni señales de oidium: era limpia, gruesa, y tan sazonada, que se pegaba a los dedos lo mismo que si estuviese regada con miel. De seguro valía más el vino nuevo de aquel año que el viejo del anterior. ¡El anterior fue mucho cuento! ¡Que granizo por acá, que agua por acullá!… Estaba la uva abierta ya con tanto llover y sin pizca de sustancia; resultó un vino que apenas manchaba la manga de la camisa de los arrieros…

      Al recordar semejante calamidad, Méndez fruncía su arrugada boca, y el arcipreste resoplaba… Y la conversación seguía, sostenida por Primo Genday, que muy verboso, salivando y riendo, recordaba pormenores de cosechas de veinte años atrás, afirmando:

      —La de este año es igualita a la del sesenta y uno.

      —Lo mismo, hombre —confirmaba Méndez—. Lo que es el Rebeco no da esta vez menos cargas; y la Grilloa, no sé, no sé si aún nos meterá en casa seis o siete más… ¡Es mucha viña la Grilloa!

      Después de tan alegres augurios de pingüe recolección, complacíase Méndez en detallar a su atento auditorio algunas mejoras que introducía en el cultivo: tenía ajustada la mayor parte de sus pipas con arcos de hierro, más costosos que los de madera, pero más duraderos y que ahorraban la pesada faena de preparar y domar arcos a cada

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