Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—No señora —exclamó Segundo—: no enseñe usted a su hija errores; no la engañe usted. Mentiras son, generalmente, las cosas que en sociedad hablamos, lo que tenemos que pronunciar con la lengua, aunque nos quede dentro lo contrario; pero en verso… En verso revelamos y descubrimos las grandes verdades del alma, lo que entre gentes hay que callar por respeto… o por prudencia… Créalo usted.
—Y di, mamá: ¿vamos hoy a eso?
—¿A qué, hija?
—Al pinar.
—Si te empeñas… ¡Qué manía de chica! Y es que también me pica a mí la curiosidad de oír esa orquesta…
Sólo tomaron parte en la expedición Nieves, Victorina, Carmen, Segundo y Tropiezo. Quedose la gente mayor fumando y presenciando la importante operación de tapar y barrar algunas de las primeras cubas para que se aposentase el mosto, ya fermentado. Al ver salir la comitiva, les dijo Méndez con tono de paternal advertencia:
—Cuidado con la bajada… La hoja del pino, con estos calores, resbala, que parece que está untada de jabón… Dadles el brazo a las señoras… Tú, Victorina, no seas loquita, no corras por allí…
Cosa de un cuarto de legua distaría el famoso pinar, pero se tardaban tres cuartos de hora lo menos en la subida, que era como al cielo, por lo pendiente, estrecha y agria, y a cierta distancia empezaba a alfombrarse de hoja de pino, bruñida, lisa y seca, que si facilitaría probablemente más de lo preciso el descenso, en cambio dificultaba el ascenso, rechazando el pie y cansando las articulaciones del tobillo y rodillas. Nieves, molestada, se detenía de vez en cuando, hasta que se cogió del rollizo brazo de Carmen Agonde.
—¡Caramba… es de prueba este camino! ¡A la vuelta, el que no se mate no dejará de tener maña!
—Cárguese bien, cárguese bien —decía la robusta mocetona—… Aquí ya se rompieron algunas piernas, de seguro… Esta subida pone miedo…
Arribaron por fin a la cima. La perspectiva era hermosa, con ese género de hermosura que raya en sublimidad. Hallábase el pinar, al parecer, colgado encima de un abismo; entre los troncos se divisaban las montañas de enfrente, de un azul ceniciento que tiraba a violeta por lo más alto y remoto; mientras a la otra parte del pinar, la que caía sobre el río, el terreno, muy accidentado, formaba un rapidísimo escarpe, una vertiente casi tajada, si no a pico, al menos en declive espantoso; y allá abajo, muy abajo, pasaba el Avieiro, no sosegado ni sesgo, sino alborotado y espumante, impaciente con la valla que le oponían unos peñascos agudos y negros, empeñados en detenerle y que sólo conseguían hacerle saltar con epiléptico furor, partiéndose en varios irritados raudales, que se enroscaban alrededor de las piedras a modo de coléricas y verdosas sierpes imbricadas de plata. A los mugidos y sollozos del río hacía coro el pinar con su perenne queja, entonada por las copas de los pinos que vibraban, se cimbreaban y gemían trasmitiéndose la onda del viento, beso doloroso que les arrancaba aquel ¡ay! incesante.
Los expedicionarios se quedaron mudos, impresionados por el trágico aspecto del paisaje, que les echó a los labios un candado. Sólo la niña habló; pero tan bajito como si estuviese en la iglesia.
—¡Pues es verdad, mamá! Los pinos cantan. ¿Oyes? Parece el coro de obispos de La Africana… Si hasta dicen palabras… atiende… así con voces de bajo… como aquello de Los Hugonotes…
Convino Nieves en que efectivamente era musical y muy solemne el murmurio de los pinos. Segundo, apoyado en un tronco, miraba hacia abajo, al lecho del río; y como la niña se aproximase, la detuvo y la obligó a retroceder.
—No, hija… No te acerques… Es algo expuesto: si resbalas y ruedas por esa cuestecita… Anda, apártate.
No ocurriéndoseles ya más que decir sobre el tema de los pinos, se pensó en la vuelta. Inquietaba a Nieves la bajada, y quería emprenderla antes de que el sol acabase de ponerse.
—Ahora sí que nos rompemos algo, don Fermín… —decíale al médico—. Ahora sí que tiene usted que preparar vendajes y tablillas…
—Hay otro camino —afirmó Segundo saliendo de su abstracción—. Por cierto que bastante menos molesto, y con menos cuestas.
—¡Sí, vénganos con el otro camino! —exclamó Tropiezo, fiel a sus hábitos de votar en contra—. Aún es peor que el que trajimos.
—Hombre, qué ha de ser. Es un poco más largo, pero como tiene menos declive, resulta más fácil. Va rodeando el pinar.
—¿Me lo querrá usted enseñar a mí, a mí que me sé todo este país como mi propia casa? No se anda ese camino: se lo digo yo.
—Y yo le digo a usted que sí; y a la prueba me remito. No ha de ser usted terco en su vida. ¡Si lo pasé no hará muchos días! ¿Se acuerda usted, Nieves, la noche que jugamos al escondite en la huerta; la noche que me cerraron el portal y entré muy tarde ya por la paredilla?
A no estar el lugar tan sombrío por lo espeso de los pinos y lo desmayado y escaso de la luz solar, se vería el rubor de Nieves.
—Vamos —dijo eludiendo la respuesta— por donde sea más fácil y haya mejor piso… Yo soy muy torpe para andar por vericuetos…
Segundo la ofreció el brazo, murmurando en tono de broma:
—Este bendito de Tropiezo está tan fuerte en caminos como en el arte de curar… Venga usted y se convencerá de que ganamos mucho.
Tropiezo, por su parte, decía a Carmen Agonde, meneando con obstinación la cabeza:
—Pues también hemos de tener el gusto de ir por el atajo y llegar antes que ellos, y sanos y buenos gracias a Dios.
Victorina, según costumbre, iba a colocarse al lado de su madre; pero el médico la llamó.
—Cógete aquí, al puño de mi bastón, anda, que si no, resbalarás… A mamá le basta con no resbalar ella… ¡Y Dios nos aparte de un tropiezo! —añadió riendo a carcajadas de su propio retruécano.
Las voces y los pasos se alejaron, y Segundo y Nieves prosiguieron su ruta, sin pronunciar una sola frase. Nieves empezaba a sentir cierto temor, por lo muy endiablado de la vereda que pisaban. Era un senderillo excavado en el desplome del pinar, al borde mismo del despeñadero, casi perpendicular con el río. Aunque Segundo dejaba a Nieves el lado menos expuesto, el del pinar, quedándose él sin tierra en que sentar la planta, y teniendo que poner un pie horizontalmente delante del otro, no por eso cedía el pavor en el ánimo de Nieves, ni le parecía menos arriesgada la aventura: se centuplicó su recelo al ver que iban solos.
—¡No vienen! —murmuró con angustia.
—Les alcanzaremos antes de diez minutos… Van por el otro camino —respondió Segundo, sin añadir más palabra amorosa, ni estrechar siquiera el brazo que se crispaba sobre el suyo con toda la energía del terror.
—Pues vamos —suplicó Nieves con apremiante ruego—… Deseo llegar…
—¿Por qué? —preguntó el poeta, que se detuvo de repente.
—Estoy cansada… sofocada…
—Pues