Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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atrevidamente sobre el río. A los últimos rayos del sol se veía rezumar hilo a hilo, por la negra faz del peñasco, un límpido manantial.

      —Beba usted, si gusta… en el hueco de la mano, porque vaso no lo tenemos —indicó Segundo.

      Nieves obedeció maquinalmente, sin saber lo que hacía, y soltando el brazo de Segundo, quiso acercarse al manantial; pero la base de la roca, continuamente bañada por el agua, había criado esa vegetación húmeda, que resbala como las algas marinas, y Nieves, al apoyar el tacón en el suelo, sintió que se deslizaba, que perdía el pie… Allá, en el fondo de su vértigo, vio el río terrible y mugidor, los cortantes peñascos que habían de recibirla y destrozarla, y sintió el frío ambiente del abismo… Un brazo la cogió por donde pudo, por la ropa, acaso por las carnes, y la sostuvo y la levantó en peso… Dobló ella la cabeza sobre el hombro de Segundo, y este sintió por vez primera latir el corazón de Nieves bajo su mano… ¡Y bien aprisa! Latía de miedo. El poeta se inclinó, y derramó en la boca misma de Nieves esta pregunta:

      —¿Me amas, di? ¿Me amas?

      La respuesta no se oyó, porque, caso de haberse formado en la laringe, no pudieron los sellados labios articularla. Durante aquel brevísimo espacio de tiempo, que compendiaba, sin embargo, una eternidad, cruzó por el cerebro de Segundo cierta idea poderosa, destructora, como la chispa eléctrica… El poeta estaba de frente al precipicio, y Nieves a su orilla, de espaldas, sostenida únicamente por el brazo de su salvador. Con apretar un poco más los labios, con avanzar dos pulgadas e inclinarse, el grupo caería en el vacío… Era un final muy bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta… Pensándolo, Segundo lo encontraba tentador y apetecible… y no obstante, el instinto de conservación, un impulso animal, pero muy superior en fuerza a la idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla inexpugnable. Recreábase, en su imaginación, con el cuadro de los dos cadáveres enlazados, que las aguas del río arrastrarían… Hasta presentía la escena de recogerlos, las exclamaciones, la impresión profunda que haría en la comarca un suceso semejante… y algo, algo lírico que se agitaba y latía en su alma juvenil, le aconsejaba el salto… pero a la vez, un frío temor le congelaba la sangre, obligándole a caminar poco a poco, y no hacia el abismo, sino en sentido contrario, hacia la senda…

      Todo esto, breve en la narración, fue momentáneo en el cerebro. Segundo advertía en sí un hielo, que le paralizaba para el amor como para la muerte… Era la yerta boca de Nieves, desmayada en sus brazos…

      Mojó el pañuelo en la fuente, y se lo aplicó a sienes y pulsos. Ella entreabría los ojos. Se oía hablar a Tropiezo, reír a Carmen: venían sin duda a buscarles y a cantar victoria. Nieves, al recobrar los espíritus y verse con vida, no hizo el menor movimiento para apartarse del poeta.

       Capítulo 21

      Como por tácito acuerdo, los dos héroes de la aventura disminuyeron la importancia del peligro corrido, primero ante sus compañeros de excursión, después ante el senado consulto de las Vides. Segundo guardaba cierta reserva sobre los detalles del caso; Nieves, en cambio, hablaba más que de costumbre, con nerviosa locuacidad, repitiendo cien veces los mismos insignificantes pormenores: había resbalado; García le tendió la mano; ella se cogió, y como era así, medrosa, se asustó un poquillo, por más que la cosa no lo merecía… Pero el terco de Tropiezo, con mansa sorna, le llevó la contraria. ¡Jesús, qué disparate! ¡No haber peligro! ¡Pues si era un milagro que Nieves no estuviese a estas horas nadando en el Avieiro! El terreno resbala allí como jabón puro, y las piedras de abajo cortan como cuchillos, y el río lleva una fuerza, que no sé… Nieves negaba, haciendo por reírse; mas el terror de la catástrofe duraba escrito en su rostro con tan indelebles rasgos, que su fresca fisonomía, de sana y caliente palidez, se había convertido en un rostro ojeroso, deshecho, un cuerpo agitado por escalofríos y espasmos, de esos que llaman muerte chiquita…

      Ansiaba Segundo decirle dos palabras, para pedirle una entrevista: comprendía que era preciso aprovechar el primer instante en que la gratitud y la pavura ablandaban el alma de Nieves, haciendo palpitar su insensible corazón bajo las ballenas de su corsé. En la breve escena del precipicio apenas dio lugar la llegada de Tropiezo para que Nieves correspondiese explícitamente al arrebato del poeta, y Segundo quería concertar algo, arbitrar un medio para verse, para hablarse, para establecer de una vez que aquellos afanes, desvelos e intrigas eran amor, y amor correspondido: mutua pasión, en fin… ¿Dónde y cuándo lograría la apetecida ocasión de ponerse de acuerdo con Nieves?

      Diríase que existe en toda historia amorosa un primer período en que los obstáculos se amontonan y las dificultades renacen pujantes e invencibles, desesperando al galán propuesto a vencerlas; y también que llega siempre otro segundo período en que la fuerza misteriosa del deseo y el dinamismo de la voluntad derrocan esos estorbos, y las circunstancias, momentáneamente sometidas, se ponen al servicio de los amantes. Así aconteció la noche de aquel memorable día. Como la niña se había asustado algo al saber el peligro de su madre, hiciéronla acostarse temprano; y para que cogiese fácilmente el sueño, la acompañó Carmen Agonde dispuesta a contarla cuentos y simplezas. Suprimidos así los principales testigos, y engolfados los señores mayores en una de sus interminables discusiones vitícolas, agrícolas y sociológicas, Nieves, que había salido al balcón a respirar porque sentía como un nudo en la garganta, pudo charlar diez minutos con Segundo, situado a la parte de afuera, entre las vidrieras y no lejos de las mecedoras.

      A veces, ambos interlocutores levantaban la voz, tratando de cosas indiferentes: del riesgo de por la tarde, de lo curioso que era el ruido del pinar… Y bajito, muy bajito, la negociación diplomática del poeta seguía su curso… Una entrevista, una conversación con cierta libertad… ¡Pues no había de poder ser!… ¿Y por qué no en la solana, aquella misma noche?… ¡Bah!, nadie tendría el capricho de ir por allí a curiosear lo que pasaba… Él se descolgaría fácilmente al huerto… ¿Que no? Era muy medrosa… ¿Hacer mal? ¿Por qué?… Cansada y así como enferma… Sí, se comprende. Prefería que fuese de día… Bien; mejor sería del otro modo, pero… ¿Sin falta? ¿A la hora de la siesta? ¿En el salón?… No, no venía gente nunca; todo el mundo dormía… ¿Palabra formal? ¡Gracias! Sí, convenía disimular para que, no se hiciesen cargo.

      Entretanto, los señores de la mesa de tresillo, hablaban de las vendimias y de sus consecuencias… Las pobres muchachas del país ganaban bastante en aquella labor: pero ¡bah!, murmuró Tropiezo riéndose: no ganaban sólo dinero… Ganaban a veces otras cosas… Con esto de andar las cuadrillas mezcladas, y de retirarse de noche, por los caminos oscuros, resultaba que… Ya era axiomático en el país que los hijos del carnaval y de la vendimia no tienen padres conocidos. A propósito de lo cual, don Victoriano emitió algunas ideas de su repertorio favorito, citando la legislación inglesa, alabando la sabiduría de aquella gran nación, que al reglamentar el trabajo material, estudia detenidamente los problemas que entraña, y se preocupa de la suerte del niño y de la mujer… Con estas serias disquisiciones se acabó la velada, retirándose cada mochuelo a su olivo.

      Sentada Nieves ante la mesita donde tenía abierto su neceser y colocado un espejillo de pie con marco de plata, iba desprendiendo una a una las horquillas de concha que sujetaban las roscas de su moño, y Mademoiselle recogía y alineaba las horquillas primorosamente en un estuche… Entrenzó después el pelo a Nieves, y esta se echó atrás, respirando con esfuerzo; de pronto, alzó la cabeza.

      —¿Si me pudiese usted hacer una taza de tila?… ¿Allá en su cuarto… sin molestar?

      Salió la francesa, y Nieves, muy cavilosa, apoyó el codo en la mesa y la mejilla en la palma de la mano, sin dejar de mirarse al espejo… Estaba con una cara de desenterrada, que imponía. No, aquella vida no podía continuar, o de lo contrario la llevarían al cementerio… Encontrábase nerviosísima: ¡qué escalofríos, qué

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