Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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su espíritu, ni la gloria sería inaccesible cuando el amor estaba ya al alcance de su diestra ansiosa y febril, y con extenderla podía tocarlo. Pensando en esto trepaba por la pendiente senda, y recorría delirante el pinar, recostándose a veces en alguno de los negros troncos, embelesado, sin sombrero, bebiendo el aire nocturno, escuchando como en sueños la misteriosa voz de los árboles y la doliente del río que corría a sus pies. ¡Ah!, ¡qué momentos de dicha, cuánta suprema satisfacción le prometía aquel amor que halagaba el orgullo, excitaba la fantasía y satisfacía su delicado egoísmo de poeta, ávido de pasión, de goces que la imaginación soñadora abrillanta y la musa puede cantar sin mengua! ¡Todo lo soñado hasta entonces en los versos iba a ser real en la vida; y el canto se alzaría más penetrante, y la inspiración alentaría más poderosa, y las estrofas irían trazadas con sangre, haciendo palpitar el corazón de los lectores!

      A despecho del deber y la razón, Nieves le amaba… ¡Lo había dicho! El poeta sonrió desdeñosamente pensando en don Victoriano y sintió el gran desprecio del ideólogo hacia el hombre práctico pero inepto en cosas del alma… Luego miró alrededor. Triste estaba el pinar a aquellas horas. Y hacía frío… Además debía ser tarde. En las Vides extrañarían su ausencia. ¿Se acostaría Nieves ya? Con estos pensamientos fue bajando por el difícil sendero, y llegó al portal diez minutos después de que la mano solícita de Genday había afianzado la tranca. El contratiempo no alarmó a Segundo: tendría que escalar alguna pared, y casi le agradaba lo novelesco del lance… ¿Por dónde entraría?

      Indudablemente el ingreso más fácil era el del huerto, al cual podía descolgarse por un talud muy rápido que formaba el monte: cuestión de arañarse los muslos, de rozarse las palmas, pero de estar en la posesión antes de diez minutos sin encontrarse con los perros que guardaban el patio, ni con gente, por hallarse deshabitada aquella parte, que correspondía al comedor. Dicho y hecho. Volvió atrás y ascendió, no sin trabajo, al montecillo: ya en él, dominaba la solana y buena parte del huerto. Estudió la bajada para no caer sobre la paredilla y fracturarse acaso una pierna. Como el montecillo era es cueto y sin vegetación, la figura del Cisne se recortaba sobre el fondo del cielo.

      Al fijar los ojos en la solana para orientarse, Segundo vio a su vez algo que le turbó los sentidos con suavísimo mareo: algo que le causó uno de esos sobresaltos deleitosos que agolpan toda la sangre al corazón para repartirla después gozosa y ardiente por las venas. En la penumbra de la solana, entre los tiestos, su vista penetrante distinguía, sin que le cupiese la menor duda acerca de la realidad de su visión, una figura blanca, una silueta de mujer cuya actitud parecía indicar que ella también le había visto, que le observaba, que le aguardaba allí.

      Velozmente le dibujó la fantasía los trazos y perfiles de la escena: un coloquio, un divino coloquio de amor con Nieves, entre los claveles y las enredaderas, a solas, sin más testigos que la ya poniente luna y las flor es envidiosas de tanta felicidad. Y con un movimiento prontísimo se echó a rodar por la escarpada pendiente, cayendo sobre la dura paredilla. No hizo caso del golpe, de las descalabraduras ni del molimiento de sus huesos: saltó de la paredilla al huerto y buscó el rumbo de la solana. Los árboles frutales le ocultaban el camino, y dos o tres veces erró la ruta: por fin logró salir al pie de la solana misma, y entonces alzó la vista para cerciorarse de la verdad de la deseada aparición. En efecto, una mujer esperaba allí, ansiosa, vestida de blanco, apoyada sobre el balaustre de madera de la solana; mas ya la distancia no consentía ilusiones ópticas; era Elvira Molende, con su peinador de percal y el pelo tendido, a guisa de actriz que representa la Sonámbula. ¡Con qué afán se inclinaba la pobrecilla! Casi tenía el cuerpo fuera del balcón. Jurara el poeta que hasta le llamaba por su nombre, muy bajo, con ceceo cariñoso…

      Y él pasó de largo. Dio la vuelta a todo el huerto, entró en el patio por la puerta interior, que no se cerraba de noche, y llamó estrepitosamente a la de la cocina… El criado acudió, renegando de los señoritos que se recogen tarde porque no tienen que madrugar para abrir la bodega a los pisadores.

       Capítulo 20

      Como se prolongaban tanto las vendimias y las faenas de elaboración en la magna bodega de Méndez, y por aquel país el que más y el que menos tiene su poquillo de Borde que vendimiar y recoger, emigraron parte de los huéspedes, deseosos de atender a sus propias viñas. El señorito de Limioso necesitaba ver en persona cómo entre oidium, mirlos, vecinos y avispas no le habían dejado un racimo para un remedio; las señoritas de Molende tenían que colgar por sus mismas manos la uva de su famoso Tostado, célebre en el país; y por razones análogas fueron despidiéndose Saturnino Agonde, el arcipreste y el cura de Naya, quedándose la corte de las Vides reducida a Carmen Agonde, dama de honor, Clodio Genday, consejero áulico, Tropiezo, médico de cámara, y Segundo, que bien podía ser el paje o trovador encargado de distraer a la castellana con sus endechas.

      Ardía Segundo en impaciencia febril, nunca sentida hasta entonces. Desde el día del coloquio en el limonero, Nieves rehuía toda ocasión de hallarse a solas con él; y el sueño calenturiento de sus noches, la angustia intolerable que le consumía era no pasar del fugitivo sí, que a veces hasta dudaba haber oído. No podía, no podía resistir el Cisne esta lenta tortura, este martirio incesante: menos desdichado si, en lugar de alentarle, Nieves le pagase con claros desdenes. No era el ansia brutal de victorias positivas lo que así le atormentaba: sólo quería persuadirse de que le amaban realmente, y que bajo el acerado corsé latía y sentía un corazón. Y era tal su locura, que cuando todo el mundo se interponía entre Nieves y él, le acometían violentos impulsos de gritar: —«Nieves, ¡dígame usted otra vez que me quiere!»—. ¡Siempre, siempre obstáculos entre los dos; siempre la niña al lado de su madre! ¿De qué servía estar libres de Elvira Molende, que desde la famosa centinela en la solana miraba al poeta con ojos entre satíricos y elegiacos? La marcha de la poetisa quitaba un estorbo, pero no resolvía la situación.

      Y Segundo sufría en su amor propio, herido por la reserva sistemática de Nieves, y también en su ambición amorosa, en su ardiente sed de lo imposible. Corría ya la primer decena de octubre; el ex—ministro, abatido y lleno de aprensión, hablaba de marcharse cuanto antes; y aunque Segundo contaba con colocarse luego en Madrid mediante su influjo, y volver a encontrar a Nieves, decíale infalible instinto que entre la persona de Nieves y la suya no existía otro lazo de unión sino la pasajera estancia en las Vides, la poesía del otoño, la casualidad de vivir bajo el mismo techo, y que si no consolidaba aquel devaneo antes de la separación, sería tan efímero como las hojas de la parra, que caían arrugadas y sin jugo.

      Despedíase de sus galas el otoño: se veía la rugosa y nudosa deformidad de las desnudas cepas, la seca delgadez de los sarmientos, y el viento gemía ya tristemente despojando las ramas de los frutales. Un día le preguntó Victorina a Segundo:

      —¿Cuándo hemos de ir al pinar, a oír cómo canta?

      —Cuando gustes, hija… Si tu mamá quiere que sea esta tarde…

      La niña sometió la proposición a Nieves. Es el caso que Victorina estaba, de algún tiempo acá, más pegajosa y sobona que nunca con su madre: apoyaba continuamente la cabeza en su pecho, escondía la mejilla en el cuello de Nieves, paseábale las manos por el peinado, por los hombros y, sin causa ni motivo, murmuraba con voz que pedía caricias:

      —¡Mamá… mamá!

      Pero los ojos de la mujercita en miniatura, entornados, de mirada ansiosa y amante al través de las espesas pestañas, no estaban fijos en su madre, sino en el poeta, cuyas palabras bebía la chiquilla, poniéndose muy colorada cuando él le dirigía cualquier chanza, o daba cualquier indicio de notar su presencia.

      Nieves, al principio, se resistió algo, alardeando de persona formal.

      —Pero quién te mete a ti en la cabeza…

      —Mamá,

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