Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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apagadas. No obstante, el regocijo de la plaza fue mayor ante los fuegos de tres estallos y culebrina. Estos no carecían de gracia: salían y estallaban como los cohetes sencillos, y de allí a poco soltaban una lagartija de luz, un reptil que bufando y haciendo eses correteaba por el cielo y se hundía de golpe en la sombra.

      Tan pronto se quedaba a oscuras la escena como se inundaba de claridad y parecía ascender hasta el balcón la plaza, con su avispero de gente, las manchas de color de los tinglados y los cientos de rostros humanos vueltos hacia arriba, disfrutando y saboreando el gran placer de los hijos de Galicia, raza que ha conservado el culto y amor del celta por los fenómenos ígneos, por la noche iluminada, compensación del brumoso horizonte diurno.

      También a Nieves le gustaba la alternativa de la luz con las tinieblas, fiel imagen del estado ambiguo de su alma. Cuando el firmamento se encendía y resplandecía; ella alzaba los ojos, atraída por la brillantez y júbilo de las luminarias que daban a momentos tan agradables un colorido veneciano. Cuando volvía a quedarse todo oscuro, atrevíase a mirar al poeta, sin verle, pues sus pupilas, deslumbradas por la pirotecnia, no distinguían los contornos. El poeta, en cambio, tenía las suyas tenazmente fijas en Nieves, y la veía inundada de claridad, con ese matiz lunar hermoso y raro que presta la lucería de los cohetes, y que centuplica la suavidad y frescura de las facciones. Sentía vivos impulsos de condensar en una frase ardiente todo lo que ya era hora de decir, y se inclinaba… y, al fin, pronunciaba un nombre…

      —¿Nieves?

      —¿Qué?

      —¿No había usted visto nunca fuegos así?

      —Nunca… Es una especialidad de este país… ¡Me gustan mucho! Si fuese poeta como usted, diría de ellos cosas bonitas. Ande usted, discurra usted alguna…

      —Así debe brillar la felicidad en nuestra vida… breves momentos, Nieves… pero mientras brilla… mientras la sentimos…

      Segundo renegaba en su interior de la frase pretenciosa, que no acababa de salir… ¡Qué simplezas estaba ensartando! ¿No era mejor bajarse otro poco más y tocar con los labios?… ¿Y si grita?… ¡No gritará, vive Dios! Ánimo…

      En el balcón se armó un alboroto. Carmen Agonde, a voces, llamaba a Nieves.

      —Nieves, venga… venga… El primer árbol… una rueda de fuego…

      Nieves se levantó apresuradamente y reclinose de pechos en el balcón, pensando que convenía disimular y no estarse toda la noche de palique con Segundo. Empezaba a arder el árbol por un extremo, al parecer no sin trabajo, escupiendo difícilmente chispas rojas; pero de súbito se comunicó el fuego a todo el artefacto, y brotó una flamígera rueda, una enorme oblea de luz verde y roja, que giraba y giraba y se expandía, soltando su cabellera de chispas volantes y atronando el espacio con ruido de metralla. Calló breves instantes y hasta estuvo próximo a extinguirse; tendiose un velo de humo rosado, y se vio detrás un foco de lumbre, un sol de oro que a poco se puso a dar vueltas vertiginosas, abriéndose y rodeándose de una aureola de rayos. Estos fueron apagándose uno por uno, y el sol menguando y quedándose chiquito hasta reducirse al tamaño de una candelilla, que dio perezosamente algunas lánguidas vueltas y, suspirando, falleció.

      Al retroceder Nieves para sentarse otra vez, sintió unos brazos que rodeaban su cuello. Era Victorina, ebria de entusiasmo, prendada de los fuegos, chillando con su delgada vocecilla.

      —Mamá… mamá… qué gracioso, ¿eh?, ¡qué bonito! Y dice Carmen que van a quemar otros árboles y un cubo…

      Interrumpiose, viendo a Segundo en pie detrás de la silla de Nieves. Bajó la cabeza, muy avergonzada de su infantil alegría. Y en vez de regresar al balcón, se quedó allí clavada haciendo caricias a su madre, para disimular la cortedad y timidez que se apoderaban de ella en cuanto la miraba Segundo. Dos arbolitos más ardían en los ángulos de la plaza, figurando un miriñaque y una parrilla de luminarias, primero doradas, después azules. La niña, a pesar de su admiración por la pirotecnia, no daba señales de marcharse dejando solos a Nieves y Segundo. Este se sentó como cosa de diez minutos; pero al observar que el grupo de la madre y la hija no se deshacía, levantose violentamente, poseído de repentino frenesí, y recorrió el tenebroso salón a pasos desiguales, comprendiendo que por entonces no era dueño de sí mismo, ni capaz de contenerse.

      —¡Por vida de… Bien empleado… Quién le mandaba ser un necio y desaprovechar los momentos favorables! Nieves le había alentado: él no lo soñaba, no señor; miradas, sonrisas imperceptibles, pero evidentes; indicios de agrado y benevolencia, todo existía, todo le aconsejaba aclarar una situación tan dudosa y enigmática. ¡Ah, si aquella mujer le quisiera! Y tenía que quererle, y no así por broma y pasatiempo, sino con delirio. No se contentaba Segundo con menos. Su alma ambiciosa desdeñaba triunfos ligeros y efímeros: o todo o nada. Si la madrileña pensaba coquetear con él, se llevaba chasco: él la cogería por sus alas de mariposa, y aun a costa de arrancárselas la pararía: a las mariposas el que las quiere poseer les clava un alfiler o les aprieta fuertemente la región del corazón hasta que expiran: Segundo lo había hecho mil veces cuando niño; volvería a hacerlo ahora; estaba resuelto. Siempre que una risa ligera y burlona, un ademán reservado o una expresión tranquila de Nieves indicaban a Segundo que la señora de Comba se mantenía serena, el despecho concentrado subía a su garganta amenazando sofocarle; y al ver allí a la niña, con quien su madre sostenía animado diálogo, como para entretenerla y que la sirviese de defensa, adoptó la firme decisión de no dejar pasar la noche sin saber a qué atenerse.

      Tornó al lado de Nieves, pero esta se había incorporado, y la niña, cogiéndole las manos, la arrastraba al balcón. Era el momento solemne y crítico: acababan de suspender del palo el globo monstruo para hincharlo; y en la plaza se oía gran vocerío, el rumor de la ansiedad. Una falange de artesanos combistas, entre los cuales figuraba Ramón el dulcero, despejaba el sitio para dejar espacio vacío donde pudiese arder libremente la mecha y verificarse la difícil operación. Veíanse las siluetas alumbradas por la luz de la mecha, agitándose, encorvándose, subiéndose bailando un paso de danza macabra. Ya no alumbraban los cohetes la oscuridad nocturna, y el mar de gente parecía tenebroso como un lago de pez.

      Plegado aun en dobleces innumerables, hecho un látigo, desmayábase el globo besando el suelo con su boca de alambre, donde empezaba a encenderse y a tomar vigor la apestosa mecha. Los artífices del colosal aerostático lo iban desplegando suave y amorosamente, encendiendo debajo de él otras mechas para que auxiliasen a la central y facilitasen la rarefacción del aire en la panza de papel. Esta se pronunciaba, abriéndose los dobleces con blandos chasquidos, y el globo, de lánguido y apabullado, volvíase turgente por algunas partes. Todavía los dibujos de sus cuarterones aparecían prolongados como los presenta de lejos la superficie bruñida y convexa de las cafeteras; pero ya muchas orlas y letreros asomaban por aquí y por acullá, adquiriendo sus naturales proporciones y colocación, y viéndose claramente los groseros brochazos de bermellón o de azul.

      Lo malo era que tuviese el globo tan ancha boca: escapábase por allí el aire dilatado, y si se aumentaban las mechas, había peligro de prender fuego al papel y reducir instantáneamente a pavesas la soberbia máquina. Terrible calamidad, que importaba prevenir a toda costa. Así es que muchos brazos se agitaban extendidos, y cuando el globo se ladeaba hacia alguna parte, varias manos lo sostenían afanosamente: todo con acompañamiento de gritos, palabrotas y maldiciones.

      En la plaza aumentaban las mareas y crecía la ansiedad. Carmen Agonde, riéndose con su pastoso reír, explicaba a Nieves las intrigas de entre bastidores. Los que empujaban y querían meterse en el corro para volcar las mechas e impedir que el globo ascendiese, eran del partido romerista: buena centinela había tenido que hacer el cohetero todo el día para que no le mojasen los árboles de pólvora; pero la inquina mayor era contra el globo, por llevar

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