Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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Sentáronse en la sala, cerca del balcón, en dos mecedoras traídas de Orense. Del huerto y de las viñas subía una tranquilidad perezosa, un silencio tan absoluto, que podía oír se el choque mate de las pavías maduras al desprenderse de la rama y dar en la tierra seca. Olores a fruta y a miel entraban por el balcón entreabierto. Por la casa no rebullía nadie.
—¿Una breva de recibo?
—Mil gracias…
Restalló el fósforo, y Segundo se meció imitando a don Victoriano. El cadencioso balanceo de las mecedoras, la soñolienta paz del sitio, todo convidaba a importante y confidencial diálogo.
—¿Y usted qué se hace, vamos a ver, por Vilamorta? Es usted abogado, ¿no es eso? Tengo idea de que se propone usted su ceder a su padre, una persona tan inteligente…
Segundo vio propicio el momento. La voluta de humo del cigarro le velaba los ojos con suave niebla, predisponiéndole a la expansión y desterrando su reserva habitual.
—Me horripila el pensamiento de empezar ahora la vida que mi padre está terminando —contestó a la pregunta del ex—ministro—. Esa lucha mezquina para ganar un poco de dinero más o menos; esas intrigas de lugar, esos manejos miserables, ese expedienteo, todo eso, señor don Victoriano, no se hizo para mí. No es que no pueda ejercer: he sido un regular estudiante, porque mi buena memoria me salvó siempre en los exámenes. ¿Pero de qué sirve esa carrera? De base nada más. Es un pasaporte, es una papeleta de entrada en cualquier oficina.
—Hombre… pch… —y don Victoriano sacudió la ceniza del puro—; eso es verdad, muy verdad. Lo que se estudia en las aulas, apenas se utiliza después. Yo, si no es por la pasantía en casa de don Juan Antonio Prado, que me hizo aplicar los codos y aprender cuántas púas tiene un peine, no me luciría mucho con mi ciencia compostelana. Amigo, lo que le forma a uno y le desasna, es esa pasantía terrible y ese aprieto en que se ve un muchacho cuando le ponen delante un rimero así de papeles y le dice un señor muy orondo: «Estúdieme usted eso hoy, y téngame mañana formulado dictamen». ¡Allí es lo bueno, el sudar, el roerse las uñas! Allí no vale pereza ni ignorancia. La cosa tiene que hacerse, y como no ha de ser por arte de encantamiento…
—Ni aun en Madrid y en gran escala me atrae a mí el foro… Tengo mis aspiraciones.
—Sepamos.
Vaciló Segundo, con el sentimiento de pudor del que narra un sueño o visión amorosa. Miró dos o tres veces al vagaroso humo azul, y por fin la media oscuridad de la sala, discreta como un confesionario, disipó sus recelos.
—Quiero seguir la carrera de las letras.
El hombre político paró de mecerse y de fumar.
—¡Pero hijo, si las letras no son carrera! ¡Si no hay tal cosa! Vamos claros: ¿ha salido usted alguna vez de Vilamorta… digo, de Santiago y de estos pueblos así?
—No, señor.
—¡Entonces comprendo esas ilusiones y esas niñadas! Por aquí todavía creen que un escritor o un poeta, en el mero hecho de serlo, puede aspirar a… ¿Y usted qué escribe?
—Versos.
—¿Prosa no?
—Algún artículo o suelto… Casi nada.
—¡Bravo! Pues si se fía usted en los versos para navegar por el mundo adelante… Yo he notado en este país una cosa curiosa, y voy a comunicar a usted mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con mucho interés, y parece que las chicas se los aprenden de memoria… Pues allá en la corte le aseguro a usted que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo.
Segundo, contrariado, preguntó con cierta vehemencia:
—¿Y Campoamor, y Núñez de Arce, y Grilo? ¿No son poetas de fama? ¿No gozan de gran popularidad?
—Campoamor… A ese le leen porque es muy truhán y dice cosas que hacen cavilar a las niñas y reír a los hombres… Tiene su miga, y filosofa así, entreteniendo… Pero mire usted; ni él ni Núñez de Arce viven de los rengloncitos desiguales… Buen pelo echarían… Grilo, qué sé yo… Goza de simpatías allá entre las damas de alto copete, y le imprime sus poesías la reina madre, que por lo visto está en fondos… En fin, crea usted que ninguno medrará gran cosa por el camino del Parnaso… Y ya ve usted; se trata de los maestros, porque poetas de segunda fila, chicos que riman mejor o peor, habrá en Madrid ahora unos doscientos o trescientos… ¿Les conoce usted? Pues yo tampoco tengo el gusto… Cuatro amigotes les elogian, cuando publican algo en una Revista trasconejada… Y pare usted de contar. Hablando en plata, tiempo perdido.
Segundo, muy silencioso, se ensañaba con el cigarro.
—No lo tome usted a ofensa… — prosiguió don Victoriano—. Yo entiendo poco de letras, por más que en mis juventudes hice quintillas como todo el mundo: además, no conozco nada de usted… De manera que mi juicio es imparcial, y mi consejo sincerísimo.
—Yo… —articuló Segundo al cabo— no tengo cifradas mis aspiraciones sólo en la poesía lírica… Acaso más adelante optaría por la dramática… o por la prosa: qué sé yo. Sólo quisiera probar fortuna…
Don Victoriano se levantó y salió al balcón un instante. De repente se volvió, puso ambas manos en los hombros de Segundo, y pegando casi al rostro del poeta su cara amojamada, exclamó con lástima no fingida:
—¡Pobre muchacho! ¡Cuántos, cuántos disgustos le esperan a usted!
Y como Segundo callase, atónito de aquella efusión repentina:
—No puede usted, novicio como es, adivinar en lo que se mete; me da usted pena: ya está usted divertido. En el estado actual de la sociedad, para descollar o brillar en algo, hay que sudar sangre como Cristo en el huerto… Si es en la poesía lírica, Dios nos asista… Si hace usted comedias o dramas, verá usted lo que es bueno: adular a los cómicos, dejar el manuscrito arrinconado, apolillándose en un cajón, que le corten a usted de un tijeretazo medio acto, y luego el miedo de la noche del estreno, y lo que viene detrás… que puede ser la más negra… Si se mete usted a periodista… no descansará usted diez minutos, hará usted la reputación de los demás y nunca verá ni el principio de la propia… Si escribe usted libros… ¿Pero quién lee en España? Y si se echa usted en brazos de la política… ¡Ah!
Oía Segundo sin despegar los labios, con los ojos bajos y la mirada errante por los nudos de la madera del piso, aquella voz persuasiva que parecía arrancarle una por una las hojas de rosa de sus ilusiones, con el mismo chasquido estridente de la uña que dispersaba la ceniza del puro. Al fin alzó el rostro con traído y miró al hombre político, murmurando no sin alguna ironía en el acento:
—Pues de la política, señor don Victoriano, creo que no debe usted hablar tan mal… A usted le ha tratado con cariño; no tendrá usted queja de ella. Para usted no fue madrastra.
Se descompuso el semblante de don Victoriano, dejando salir a la superficie los estragos de la enfermedad… y levantándose de nuevo y tirando el cigarro y midiendo a pasos agitados el salón, rompió a hablar apasionadamente, con frases que brotaban en oleadas súbitas, en chorros impetuosos y desiguales, como el caño de sangre por la cortada arteria.
—No