Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—No vuelvas a proponerme cosas por ese estilo. Admito tus finezas a veces por no verte llorar a lágrima viva. Pero eso de que me vistas y sostengas… Mujer, no tanto.
La maestra insistió amorosamente media hora más tarde, aprovechando la ocasión de encontrarse el Cisne algo pensativo. Entre él y ella no cabía mío ni tuyo. ¿Por qué reparaba en aceptar lo que le daban con tan gran placer? Acaso dependía su porvenir de aquellos cuartos miserables. Con ellos podría presentarse decentemente en las Vides, imprimir sus versos, ir a Madrid. ¡Ella sería tan dichosa viéndole triunfar, eclipsar a Campoamor, a Núñez de Arce, a todos! ¿Y quién le privaba a Segundo de restituir, hasta con creces, el dinero?… Charlando así, echaba Leocadia en un pañuelo, anudado por las cuatro puntas, onzas y doblillas y centenes a granel, y lo entregaba al poeta, preguntándole con voz velada por el llanto:
—¿Me desairas?
Segundo cogió con ambas manos la basta y gruesa cabeza de la maestra, y clavando sus ojos en las pupilas que le miraban húmedas de felicidad inexplicable, pronunció:
—Leocadia… ¡Ya sé que tú eres la persona que más me ha querido en el mundo!
—Segundiño, vida… —tartamudeaba ella fuera de sí—. No vale nada, mi rey… Conforme te doy esto… así Dios me salve… ¡te daría sangre de las venas!
¿Y quién le diría a la tía Gaspara que varias onzas del calcetín, de la hucha, de la bota y del saco, volverían inmediatamente, a fuer de bien enseñadas y leales, a dormir, si no bajo las vigas de la bodega, al menos bajo el techo de don Justo?
Capítulo 9
La parra de las Vides, que tanto gusta a don Victoriano Andrés de la Comba, es de esas uvas gruesas conocidas en el país por náparo o Jaén, uvas teñidas con los matices rojo claro y verde pálido, que dominan en los racimos de los bodegones flamencos. Cuelgan sus piñas en corimbo largo, con disimetría graciosa, rompiendo el tupido follaje. Derrama la parra sombra fresquísima, y contribuye a hacer apacible el lugar el hilo de agua que cae en tosca pila de piedra, bañando las legumbres puestas a remojo.
Tiene la maciza casa aspecto de fortaleza: flanquean el cuerpo central dos torres cuadrangulares, con achaparrado techo y hondas ventanas: en mitad del edificio, sobre un largo balcón de hierro, se destaca el gran escudo de armas con el blasón de los Méndez, cinco hojas de vid y una cabeza de lobo cortada y goteando sangre. Desde este balcón se domina la vertiente de la montaña y el curso del río; al costado de la torre hay una solana de madera que avanza sobre el huerto, y gracias a la exposición al Mediodía, florecen claveles de a onza en ollas viejas llenas de resquebrajado terrón, y de cajoncillos de madera se desbordan rechonchas albahacas, plumas de Santa Teresa, cactos, asclepias y malvas: una flora requemada, crasa, árabe, de embriagadores perfumes. Por dentro, la casa se reduce a una serie de salones dados de cal, con las vigas al descubierto, y casi sin muebles, excepto el central, llamado del balcón, alhajado con sillas de paja y respaldo de madera figurando una lira, época del imperio. Un espejo ya casi desazogado luce sobre el sofá su gran marco de ébano, con alegorías de dorado latón, que representan a Febo guiando su carricoche. El orgullo de las Vides no son los salones, sino la bodega, la inmensa candiotera oscura y sorda y fresca como una nave de catedral, con sus magnas cubas alineadas a ambos lados. Esta pieza sin rival en el Borde es la que enseña más ufano el señor de las Vides, y también su dormitorio, que ofrece la singularidad de ser inexpugnable, por hallarse practicado en el grueso de la pared y no tener entrada sino por un pasadizo donde no cabe un hombre de frente.
No realizó nunca Méndez de las Vides el tipo clásico del mayorazgo ignorante, que firma con una cruz, tipo tan común en aquel país de tierra adentro. Méndez, al contrario, alardeaba de instruido y culto. Escribía con letra correcta, junta y menuda, de viejo obstinado; leía bien, calándose las gafas, alejando el periódico o el libro, recalcando las palabras, con reposada voz. Sólo que se había estacionado su cultura en una época: la Enciclopedia, que su padre ya conoció tarde, y que a él llegó con un siglo de retraso. Leyó a Holbach, a Rousseau, a Voltaire y los catorce tomos de Feijóo. Quedó adscrito y sellado hasta en lo físico. En religión se hizo deísta, sin dejar de ir a misa y comer de pescado en Semana Santa; en política tomó vahos de regalismo. Sin embargo, desde la venida de don Victoriano, algún movimiento se produjo en las ya estratificadas ideas del hidalgo de las Vides. Gustole aquello de la autonomía inglesa, la libertad individual, unida con el respeto a la tradición y la influencia civilizadora de las clases aristocráticas: serie de importaciones sajonas más o menos felices, pero a las cuales debía don Victoriano su fortuna política. Discantando estas profundidades de ciencia social, pasábanse tío y sobrino largas horas, durante las cuales Nieves hacía labor, prestando oído por si en las piedras del sendero resonaba el trote de algún caballo; una visita, una distracción en su ociosa existencia.
Segundo, para bajar a las Vides, pidió el jaco endiablado, el del alguacil. Desde el crucero, el camino se hacía clivoso y difícil. Lo interceptaban a trechos peñas muy lisas y resbaladizas, y el jinete se colgaba de las riendas, porque las herraduras se deslizaban arrancando chispas, y el animal, arrastrado por su peso, podía caerse. El terreno, calcinado por el sol, era quebradísimo; las casas, más que sentadas en firmes cimientos, parecían colgadas de las laderas, próximas a desprenderse y rodar al río, y el indispensable tiesto de claveles reventones, asomando y saliéndose casi por los balconcillos de madera, recordaba la flor que al desgaire se coloca en el pelo una gitana. A veces Segundo cruzaba un pinar; respiraba el olor balsámico de la resina, y pisaba una alfombra de hojas secas que asordaba el golpe del casco de su montura; de repente, entre dos vallados, aparecía un angosto sendero, orillado de zarzamora, digital y madreselva, y a menudo experimentaba Segundo la impresión de bienestar que causan a las horas del sol los toldos vegetales, y trotaba al amparo de un túnel de verdura, un emparrado alto sostenido en postes de piedra, viendo sobre su cabeza los racimos que ya negreaban y escuchando el alborotado pitío de los gorriones y el silbo estridente de los mirlos. Por las murallas tapizadas de musgo correteaban los lagartos. Cuando se encontraban dos o tres vereditas, Segundo refrenaba el caballo buscando la dirección de las Vides y preguntando a las mujeres que subían trabajosamente, arrastrando el cuerpo, cargadas con un coloño de leña de pino, o a los chiquillos que retozaban a la puerta de las casas.
Allá abajo, muy profundo, corría el Avieiro, y visto desde la altura podía compararse a la hoja de acero que, blandida, culebrea y refulge. Enfrente la montaña, donde se escalonaban, a manera de gradas de colosal anfiteatro, hileras de paredones de sostenimiento para las viñas, construidos con piedra blancuzca; y las listas claras sobre el fondo verde hacían bizarra combinación, destacándose en ella el rojo tejado de algún palomar o casa solariega, y en la cima del monte el verdor más sombrío de los pinares. Ya veía Segundo a sus pies las tejas de las Vides. Descendió una cuesta más vertical que horizontal, y se halló delante del portalón.
Bajo la cepa estaban Victorina y Nieves. Entreteníase la niña en saltar a la cuerda, y lo hacía con notable agilidad, a pies juntillas, sin moverse de un sitio, volteando la cuerda tan rápidamente, que fingía una especie de niebla en derredor de la elegante academia de la saltarina. Como los claros de la parra dejaban pasar grandes manchones de sol, a lo mejor se inundaba de luz el cuerpo de la chiquilla, y radiaba su mata de pelo, sus brazos o sus piernas desnudas, pues sólo tenía una blusa azul marino, corta y sin mangas. Al divisar a Segundo dio un grito, soltó la cuerda y desapareció. En cambio Nieves, levantándose del banco donde trabajaba, con la sonrisa en los labios y algo encendida de sorpresa, tendió la mano al recién venido, que se apeó prestamente del caballo.
—¿Y el señor don Victoriano? ¿Cómo sigue?
—¡Ah! Por allí andaba, regular de salud; pero muy divertido con las faenas