Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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duda de si lo encontraría pretencioso o ridículo, hasta el extremo de sentir no haber traído la ropa de todos los días.

      —Ha asustado usted a Victorina —añadió Nieves riendo… —. ¿Dónde se habrá metido esa boba? De fijo que sólo se escondió porque estaba de blusa… Usted la trata como a una mujer y ella se pone insoportable. Venga usted…

      Remangose Nieves la bata de cretona blanca salpicada de capullos de rosa, y penetró intrépidamente en la cocina, que estaba al nivel del patio. En pos de los taconcitos Luis XV, que encubría el encaje bretón de la enagua, recorrió Segundo varias piezas: cocina, comedor, sala del rosario, llamada así por que en ella lo rezaba con los criados Primo Genday, y por último, sala del balcón. Allí se detuvo Nieves, exclamando:

      —Los llamaré por si están en la viña.

      Y asomándose gritó:

      —¡Tío! ¡Victoriano! ¡Tío!

      Dos voces respondieron:

      —¿Qué?… Allá vamos.

      No hallando cosa oportuna que decir, Segundo callaba. Tranquila ya la conciencia con haber llamado a las personas formales, Nieves se volvió y dijo con la afabilidad de un ama de casa que conoce su obligación:

      —¡Pero qué amable, qué amable ha sido usted! Hasta las vendimias no contábamos con que se animase a venir… Y ahora, que se acercan las fiestas… Tanto que pensaba ver a usted antes en Vilamorta, porque Victoriano se empeña en tomar las aguas quince días…

      Al hablar, se respaldaba en la pared, y Segundo se azotaba con el latiguillo la punta de las botas. Del huerto subió la voz de Méndez.

      —Nieves, Nieves… Que bajes, si te es igual.

      —Con permiso de usted… Voy por una sombrilla.

      Tardó poco en volver, y Segundo la ofreció el brazo. Bajaron al huerto por la solana, y entre los saludos de ordenanza, Méndez protestó contra la idea de que Segundo se volviese la misma tarde a Vilamorta.

      —¡Hombre! ¡No faltaba más! ¡Coger calor dos veces en un día!

      Y el señor de las Vides, aprovechando la coyuntura que jamás desperdicia un propietario rural, se apoderó del poeta, consagrándose a enseñar le al pormenor la finca. Explicábale al mismo tiempo sus empresas vitícolas. Había sido de los primeros a azufrar con fortuna, y empleaba abonos nuevos que acaso resolviesen el problema del cultivo. Hacía ensayos tratando de imitar con el vino común del Borde el Burdeos de pasto; de prestarle, con polvos de raíz de lirio, el bouquet, la fragancia de los caldos franceses. Pero le salía al paso la rutina, el fanatismo, según decía confidencialmente bajando la voz y poniendo una mano en el hombro de Segundo. Los demás cosecheros del país le acusaban de olvidar las sanas tradiciones; de adulterar y componer el vino. ¡Como si ellos no lo compusiesen! Sólo que ellos lo hacían sirviéndose de drogas ordinarias, verbigracia, campeche y yerba mora. Él se contentaba con aplicar los métodos racionales, los descubrimientos científicos, los adelantos de la química moderna, proscribiendo el absurdo empleo de la pez en las corambres, pues si bien la gente del Borde alababa el dejo a pez en el vino, diciendo que la pez hacía beber otra vez, a los exportadores les repugnaba, con razón, aquel pegote. En fin, si Segundo quería ver las bodegas y los lagares…

      No hubo remedio. Nieves se quedó a la puerta, temerosa de mancharse la bata. Así que salieron, se trató de registrar el huerto en detalle. Era también el huerto una serie de paredones en gradería, sosteniendo estrechas fajas de tierra, y esta disposición del terreno daba a la vegetación exuberancia casi tropical. Camelios, pavíos y limoneros crecían libres, irregulares e indómitos, cargados de hoja, de fruta o de flores. Abejas y mariposas revoloteaban y bullían, libando, fecundándose, locas de contento y ebrias de sol. De paredón a paredón se bajaba por unas escalerillas difíciles. Segundo dio el brazo a Nieves y en la última grada se detuvieron para contemplar el río que corría allá muy abajo.

      —Mire usted hacia allí —dijo Segundo, señalando a su izquierda una colina algo distante—. Allí está el pinar… ¿A que no se acuerda usted?

      —Sí me acuerdo —respondió Nieves, guiñando, a causa del sol, sus azules ojos—. El pinar que canta… ¡Mire usted cómo me acuerdo! Y diga usted, ¿sabe usted si hoy cantará? Porque de buena gana le oiría esta tarde.

      —Si se levanta un poco de brisa… Con la calma que reina, los pinos se estarán casi quietos y casi mudos. Y digo casi, porque del todo no lo están nunca. Basta el roce de sus copas para que vibren de un modo especial y tengan un susurro…

      —¿Y eso —preguntó Nieves en tono jocoso—, no sucede más que en el pinar de aquí, o es igual en todos?

      —¿Quién sabe? —respondió Segundo mirándola fijamente—. Acaso el único pinar que cante para mí será el de las Vides.

      Nieves bajó la vista, y después echó una ojeada en derredor, como buscando a don Victoriano y Méndez, que estaban un escalón más arriba. Notó Segundo el movimiento, y con imperiosa descortesía dijo a Nieves:

      —Subamos.

      Reuniose a Méndez, y ya no se despegó de su lado hasta que pasaron al comedor, donde les aguardaban Genday y Tropiezo. La última a llegar fue la niña, muy púdica ya, con medias largas y traje de blanco piqué.

      La mesa en que comían no estaba en el centro, sino en un costado del comedor; era cuadrilonga, y los convidados, en vez de sillas, tenían para sentarse dos bancos fronterizos, de ennegrecido roble. Los extremos de la mesa quedaban libres para el servicio. Sobrio por instinto, Segundo reparó con sorpresa la inverosímil cantidad de alimentos que consumía don Victoriano, no sin advertir también que su rostro estaba más demacrado que nunca. A veces, el hombre político se detenía, porque un remordimiento le asaltaba.

      —Estoy devorando.

      Protestaba el anfitrión, y Tropiezo y Genday, por turno, exponían doctrinas latas y consoladoras. La naturaleza es muy sabia, decía el señor de las Vides, que no olvidaba a Rousseau, y el que la obedece no puede errar. Primo Genday, glotón como todos los pletóricos, añadía con cierta teológica unción: para que el alma esté dispuesta a servir a Dios, hay que atender primero a las justas exigencias del cuerpo. Tropiezo, por su parte, sacaba el labio inferior, negando la existencia de ciertas enfermedades novísimas. Toda la vida hubo personas que padeciesen de la orina y jamás se les privó el comer y beber, al contrario. Por lo mismo que la enfermedad desgasta, hay que nutrirse. Fácilmente se dejaba persuadir don Victoriano. Aquellos manjares de otros tiempos, aquellas anticuadas vinagreras milagrosas de donde por un tubo salía el aceite y el vinagre por otro sin confundirse jamás, aquel inmenso mollete colocado a guisa de centro de mesa, eran otros tantos arcaísmos encantadores para él, que le recordaban horas felices, años límbicos de la existencia. A los postres, cuando Primo Genday, sofocado aún por una discusión política en que calificó de incircuncisos a los liberales, se puso de repente muy grave y empezó a rezar el Padre nuestro, el ministro, racionalista añejo ya, sorprendiose de la devoción con que sus labios murmuraron: El pan nuestro de cada día… ¡Caramba, estas cosas de cuando era uno joven!… Don Victoriano revivía al contacto de sus desvanecidas mocedades. Hasta se le venían a las mientes recuerdos de noviazgos efímeros, de amorcillos de quince días con señoritas del Borde, que a la hora presente debían ser apergaminadas solteronas o respetables madres de familia. ¡Valiente necedad!… El ex—ministro rechazó la servilleta y se levantó.

      —¿Usted duerme la siesta? —preguntó a Segundo.

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