Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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sobre el velador. Hacia el café, Segundo fue mostrándose algo más comunicativo. Era aquel café el triunfo de Leocadia. Había comprado un juego de porcelana inglesa, un bote de imitación de laca, unas tenacillas de vermeil, dos cucharillas de plata, y servía siempre con el café una licorera surtida de cumen, ron y anisete. Gozaba viendo a Segundo servirse dos tazas seguidas de café y paladear los licores. A la tercer copa de cumen, viendo al poeta afable y propicio, Leocadia le pasó el brazo alrededor del cuello. Retrocedió él bruscamente, notando con viva repulsión el olor a guisos y a perejil que impregnaba las ropas de la maestra.

      Sucedía esto al punto mismo en que Minguitos dejaba caer al suelo los zapatos, y suspiraba, cubriéndose con la colcha. Flores, sentada en una sillita baja, empezaba a rezar el rosario. Necesitaba el enfermo, para dormirse, el maquinal arrullo de la voz cascajosa que le traía de la mano el sueño, desde que le faltaba a la hora de acostarse la compañía de su mamá. Las Ave marías y Gloria Patris, mascullados mejor que pronunciados, iban poco a poco embotándole el pensamiento, y al llegar a la letanía entrábale el sopor, y, medio traspuesto, a duras penas contestaba a las atroces barbaridades de la vieja:

      —Juana celi… Ora pro nobis… Sal—es—enfirmórun… nobis… Refajos—pecadórun… bis… Consólate flitórun… sss…

      El niño respondía tan sólo con la respiración que pasaba desigual, intranquila, fatigosa, por entre sus dormidos labios… Flores apagaba despacito el velón de cuerda, descalzábase para no hacer ruido, y se retiraba pasito a pasito, apoyándose en la pared del comedor. Desde que Minguitos descansaba, no se oían estrépitos de loza en la cocina.

       Capítulo 8

      Hasta muy tarde no sopló el Cisne la palmatoria de latón donde la económica tía Gaspara le colocaba, siempre a regañadientes, una vela de sebo. Sentado a la exigua mesa, entre los revueltos libros, tenía delante un pliego de papel, medio cubierto ya de renglones desiguales, jaspeado de borrones y tachaduras, con montículos de arenilla y algún garrapato a trechos. Segundo no pegaría los ojos en toda la noche si no escribiese la poesía que desde el crucero le correteaba por la cabeza adelante. Sólo que, antes de coger la pluma, parecíale llevar la inspiración allí, perfecta y cabal, de suerte que con dar vuelta a la espita, brotaría a chorros: y así que oprimieron sus dedos la pluma dichosa, los versos, en vez de salir con ímpetu, se escondían, se evaporaban. Algunas estrofas caían sobre el papel redondas, fáciles, remataditas por consonantes armoniosos y oportunos, con cierta sonoridad y dulzura muy deleitable para el mismo autor, que temeroso de perderlas, escribíalas al vuelo, en letra desigual; mas de otras se le ocurrían únicamente los dos primeros renglones y acaso el foral, rotundo, de gran efecto, y faltaba la rima tercera, era indispensable cazarla, llenar aquel hueco, injerir el ripio. Deteníase el poeta, mirando al techo y buscando con los dientes un cabo del bigote para morderlo, y entonces la ociosa pluma trazaba, obedeciendo a automáticos impulsos de la mano, un sombrero tricornio, un cometa, o cualquier mamarracho por el estilo… Borradas a veces siete u ocho rimas, se resignaba al fin con la novena, ni mejor ni peor que las anteriores. Acontecía también que una sílaba inoportuna estropeaba un verso, y échese usted a buscar otro adverbio, otro adjetivo, porque si no… ¿Y los acentos? Si el poeta gozase del privilegio de decir, verbi gracia, mi córazon en vez de mi corazón, ¡sería tan cómodo rimar!

      ¡Malditas dificultades técnicas! El estro alentaba y ardía, a modo de fuego sagrado, en la mente de Segundo; pero en tratándose de que apareciese allí, patente, sobre las hojas de papel… Que apareciese expresando cuanto sentía el poeta, condensando un mundo de sueños, una nebulosa psíquica… ¡Ahí es nada! Obtener la difícil conjunción de la forma y la idea, prender el sentimiento con los eslabones de oro del ritmo! ¡Ah, qué cadena tan leve y florida en apariencia y tan dura de forjar en realidad! ¡Cómo engaña la ingenua soltura, la fácil armonía del maestro! ¡Qué hacedero parece decir cosas sencillas, íntimas, narrar quimeras de la fantasía y del corazón en metro suelto y desceñido, y cuán imposible es, sin embargo, para quien no se llama Bécquer, prestar al verso esas alitas palpitantes, diáfanas y azules con que vuela la mariposa becqueriana!

      Mientras el Cisne borra y enmienda, Leocadia se desnuda en su alcoba. Solía entrar en ella otras noches con la sonrisa en los labios, el rostro encendido, los ojos húmedos, entornados, las ojeras hundidas, el pelo revuelto… Y esas noches tardaba en acostarse, se entretenía en arreglar objetos sobre la cómoda, y hasta se miraba al espejo de su vulgar tocador. Hoy tenía los labios secos, las mejillas pálidas; acercose a la cama, se desabrochó, dejó caer la ropa, apagó el quinqué y sepultó la cara en la frescura de las gruesas sábanas de lienzo. No quería pensar; quería olvidar y dormir solamente. Trató de estarse quieta. Mil agujas le punzaban el cuerpo: dio una vuelta buscando el sitio frío, luego otra, luego echó abajo las sábanas… Sentía inquietud horrible, gran amargor en la boca. En medio del silencio nocturno, oía los latidos desordenados del corazón; si se recostaba del lado izquierdo, el ruido la ensordecía casi. Intentó fijar el pensamiento en cosas indiferentes, y se repitió a sí misma mil veces, con monótona regularidad e insistencia: —Mañana es domingo… las niñas no vendrán—. Ni por esas se contuvo el bullir del cerebro y el ardor malsano de la sangre… ¡Leocadia tenía celos!

      ¡Dolor sin medida y sin nombre que exprese su crueldad! Hasta entonces la pobre maestra había ignorado el contrapeso del amor, los negros celos, con su aguijón que se clava en el alma, su abrasadora sed que quema las fauces, su frío polar que hiela el corazón, su congoja impaciente que crispa los nervios… Segundo apenas se fijaba en las muchachas de Vilamorta; en cuanto a las paisanas, no existían para él, ni por mujeres las tenía; de suerte que las horas de frialdad del Cisne achacábalas Leocadia a malos oficios de la musa… ¡Pero ahora! Recordaba la poesía A los ojos azules y el modo de recitarla. ¡Veneno eran aquellas estrofas de miel: sí, veneno y acíbar! Leocadia sintió acudir llanto a sus lagrimales y las lágrimas saltaron entre sollozos convulsivos, que sacudían el cuerpo y hacían crujir las maderas de la cama y susurrar la hoja de maíz del jergón. Ni por esas suspendió su actividad el caviloso cerebro. Indudablemente Segundo estaba enamorado de la señora de Comba; pero ella era una mujer casada… ¡Bah! En Madrid y en las novelas todas las señoras tienen amantes… Y además, ¿quién resistiría a Segundo, a un poeta émulo de Bécquer, joven, guapo, apasionado cuando se le antojaba serlo?

      ¿Qué podía Leocadia contra esta gran catástrofe? ¿No valía más resignarse? ¡Ah!, resignarse. ¡Pronto se dice! No, no: luchar y vencer por cualquier medio. ¿Por qué le negaba Dios la facultad de expresar sus sentimientos? ¿Por qué no se había puesto de rodillas delante de Segundo pidiéndole un poco de amor, pintándole y comunicándole la llama que la consumía a ella el tuétano de los huesos? ¿Por qué quedarse muda cuando tantas cosas podía decir? Segundo no iría a las Vides. Mejor. Carecía de dinero. Magnífico. No conseguiría destino alguno, ni se movería de Vilamorta. Mejor, mejor, mejor… ¿Y qué, si al fin Segundo no la amaba; si se desviaba de ella con un ademán que Leocadia estaba viendo todavía a oscuras, o mejor dicho, a la extraña luz de la pasión celosa?

      ¡Qué calor, qué desasosiego! Leocadia se arrojó de la cama, dejándose caer al suelo, donde le parecía encontrar una frescura consoladora. En vez de alivio notó un temblor, y en la garganta un obstáculo, a modo de pera de ahogo atravesada allí, que no le permitía respirar. Quiso alzarse y no pudo: la convulsión empezaba y Leocadia contenía los gritos, los sollozos, las cabezadas, por no despertar a Flores. Algún tiempo lo consiguió, mas al fin venció la crisis nerviosa, retorciendo sin piedad los rígidos miembros, obligando a las uñas a desgarrar la garganta, al cuerpo a revolcarse, y a las sienes a batirse contra el piso… Vino después, precedido de fríos sudores, un instante en que Leocadia perdió el conocimiento. Al recobrarlo se halló tranquila, aunque molidísima. Levantose, subió a la cama de nuevo, se arropó, y quedó anonadada, sin cerebro, sumida en reparador marasmo. El grato sueño del amanecer la envolvió completamente.

      Despertose bastante tarde, no

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