Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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de mujercita precoz, tenía aspecto triste, de arbolillo ético; mientras su mamá, rubia risueña, ostentaba gran lozanía. Hablose del viaje, de las feraces orillas del Avieiro, del tiempo, del camino; la conversación enfriaba, cuando entró oportunamente la hermana de Agonde, precediendo al ama del cura, cargada con dos enormes bandejas donde humeaban jícaras de chocolate, pues de cena no entendían los huéspedes. Con depositarlo sobre el velador, servirlo, repartirlo, se animó la reunión. Los vilamortanos, encontrando asunto adecuado a sus facultades oratorias, empezaron a instar a los forasteros, a encomiar las excelencias de los manjares, y, llamando por su nombre de pila a la señora de Comba y agregando un cariñoso diminutivo al de la niña, se deshicieron en exclamaciones y preguntas.

      —Nieves, ¿está el chocolate a su gusto?

      —¿Acostumbra tomarlo claro o espeso?

      —Nieves, este pellizco de bizcocho maimón por mí: es una cosa superior, que sólo acá sabemos hacer.

      —Victoriniña, vamos, a perder la vergüenza: esta manteca fresca sabe mucho con el pan caliente.

      —¿Un pedacito de esponjado tostado? ¡Ajajá! De esto no hay por Madrid, ¿eh?

      —No… —contestaba la voz clarita y remilgada de la niña—. En Madrid tomábamos con el chocolate buñuelos y churros.

      —Aquí no se estilan buñuelos, sino bizcochitos… De esto de encima, de lo dorado… Eso no es nada: un pajarito lo pica…

      Terció en el debate don Victoriano, encareciendo el pan: él no podía comerlo; se lo habían prohibido en absoluto, pues su enfermedad le vedaba las féculas y los glútenes, hasta el extremo de que solían enviarle de Francia unas hogazas preparadas ad hoc, sin ningún elemento glucogénico; y al decir esto, volviose hacia Agonde, que aprobó, mostrando entender el terminillo. Y sentía doblemente don Victoriano la veda, porque nada encontraba comparable al pan de Vilamorta: mejor en su género que el bizcocho, sí señor. Reíanse los vilamortanos, muy lisonjeados en su amor propio; mas García, meneando sentenciosamente la cabeza, explicó que ya el pan decaía; que no era como en otros tiempos, y que sólo el Pellejo, el panadero de la plaza, lo amasaba a conciencia, teniendo la santa cachaza de escoger el trigo grano por grano, y no admitir ninguno picado del gorgojo; así resultaba tan sabroso el mollete y con tanta liga. Se discutió si debía o no tener ojos el pan, y si caliente era indigesto.

      Don Victoriano, reanimado por estas mínimas vulgaridades, hablaba de su niñez, de los zoquetes de pan untados con manteca o miel que le daban de merienda; y al añadir que también solía su tío el cura administrarle buenos azotes, volvió la sonrisa a suavizar las hundidas líneas de su rostro. Dulcificábase su fisonomía con aquella efusión, borrándose los años de combate y las cicatrices de las heridas, y luciendo un reflejo de la juventud pasada. ¡Qué ganas tenía de volver a ver en las Vides un emparrado del cual mil veces robara uvas allá de chiquillo!

      —Aún las ha de robar usted ahora —exclamó festivamente Clodio Genday—. Ya le diremos al señor de las Vides que ponga un guarda en la parra del Jaén.

      Celebrose el chiste con hilaridad suprema, y la niña soltó su risilla aguda ante la idea de que robase uvas su papá. Segundo no hizo más que sonreírse. Tenía los ojos fijos en don Victoriano y pensaba en su destino. Repasaba toda la historia del personaje: a la edad de Segundo era también don Victoriano un oscuro abogaduelo, enterrado en Vilamorta, ansioso de romper el cascarón. Se había ido a Madrid, donde un jurisconsulto de fama le tomó de pasante. El jurisconsulto picaba en político y don Victoriano siguió sus huellas. ¿Cómo empezó a medrar? Espesas tinieblas en torno de la génesis. Unos decían erres y otros haches. Vilamorta se le encontró, cuando me nos se percataba, candidato y diputado: ya frisaría por entonces en los treinta y cinco, y se exageraba su talento y porvenir. Una vez de patitas en el Congreso, creció la importancia de don Victoriano, y cuando vino la Revolución de Setiembre, le halló empinado asaz para improvisarle ministro. El breve ministerio no le dio tiempo a gastarse ni a demostrar especiales dotes, y, casi intacto su prestigio, le admitió la Restauración en un gabinete fusionista. Acababa de soltar la cartera y venía a reponer su quebrantada salud al país natal, donde su influencia era incontestable y robusta, gracias al enlace con la ilustre casa de Méndez de las Vides… Segundo se preguntaba si colmaría sus aspiraciones la suerte de don Victoriano. Don Victoriano tenía dinero: acciones del Banco y de vías férreas, en cuyo consejo de administración figuraba el hábil jurisconsulto… Enarcó desdeñosamente las cejas nuestro versificador, y miró a la esposa del ministro: aquella gentil beldad no amaba, de seguro, a su dueño. Era hija del segundón de las Vides, un magistrado: se casaría alucinada por la posición. ¡Vive Dios! El poeta no envidiaba al político. ¿Por qué se habría encumbrado aquel hombre? ¿Qué extraordinarias dotes eran las suyas? Difuso orador parlamentario, ministro pasivo, algo de capacidad forense… Total, una medianía…

      Mientras elaboraba estas ideas el cerebro de Segundo, la señora de Comba se entretenía en desmenuzar los trajes y fachas de los presentes. Analizó, con los ojos entornados, todo el atavío de Carmen Agonde, embutida en un corpiño azul fuerte, muy justo, que arrebataba la sangre a sus mejillas pletóricas. Bajó después la burlona ojeada a las botas de charol del farmacéutico, y volvió a subir hasta los dedos de Clodio Genday, culotados por el cigarro, y el chaleco de terciopelo a cuadritos morados y blancos del abogado García. Por último se posó en Segundo, investigando algún pormenor de indumentaria. Pero la rechazó como un escudo otra mirada fija y ardiente.

       Capítulo 5

      Agonde madrugó y bajó temprano a la botica, dejando a sus huéspedes entregados al sueño, y a Carmen encargada de meterles, apenas se bullesen, el chocolate en la boca. Quería el boticario gozar del efecto producido en el pueblo por la estancia de don Victoriano. Recostábase en el diván de gutapercha, cuando vio cruzar a Tropiezo, caballero en su parda mulita, y le holeó:

      —Hola, hola… ¿A dónde se va tan de mañana?

      —A Doas, hombre… Me hace falta todo el tiempo. —Y al afirmarlo, el médico se apeaba, atando su montura a una argolla incrustada en la pared.

      —¿Es tan apurada la cosa?

      —¡Tssss! La vieja, la abuela de Ramón el dulcero… Si dice que ya está sacramentadiña.

      —¿Y le mandan el recado ahora?

      —No; si ya fui anteayer… y le puse dos docenas de sanguijuelas que sangraron a tutiplén… Parecía un cabrito… Quedó muy débil, hecha una oblea… Puede que si en vez de sanguijuelas le doy otra cosa que pensaba…

      —Vamos, un tropiezo —interrumpió Agonde maliciosamente.

      —En la vida todos son tropiezos… repuso el médico encogiéndose de hombros. ¿Y por arriba? —añadió mirando al techo. —Como príncipes… roncando.

      —¿Y… él… qué tal? —silabeó don Fermín bajando la voz.

      —¿Él? —pronunció Agonde imitándole… —. Así… así… ¡algo viejo! Con mucho pelo blanco…

      —Pero, ¿luego qué tiene, vamos a ver? Porque estar, está enfermo.

      —Tiene… una enfermedad nueva, muy rara, de las de última moda… Y Agonde sonreía picarescamente.

      —¿Nueva?

      Agonde entornó los ojos, pegó la boca al oído de Tropiezo y articuló dos palabras, un verbo y un sustantivo.

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