Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—Te las arreglarás… Sí, sí, bien hablas… Me girarás letritas, ¿eh?, como tu hermano el de Filipinas… Pues sírvate de gobierno que no puedo… que no robé lo que tengo, ni fabrico moneda.
—Si yo nada pido —gritó Segundo con salvaje cólera—. ¿Le estorbo a usted? Pues sentaré plaza o me largaré a América… Ea, se acabó.
—No —dijo el abogado calmándose—… Siempre que no exijas más sacrificios…
—Ninguno… ¡así me muriese de hambre!
Abriose la puerta del abogado: la vieja tía Gaspara, en refajos, hecha un vestiglo, salió a abrir; traía un pañuelo de algodón tan encima del rostro, que no se le distinguían las hurañas facciones. Segundo retrocedió ante aquella imagen de la vida doméstica.
—¿No entras? —interrogó su padre. —Voy con el tío Genday.
—¿Vuelves pronto?
—En seguida.
Tomó plazoleta abajo y explicó sus proyectos a Genday. Este, chiquitín y fosfórico de genio, se agitaba como una lagartija, aprobando. No le desagradaban a él las ideas de su sobrino. Su cabeza activa y organizadora, de agente electoral y escribano mañero, admitía mejor los planes vastos que la cabeza metódica del abogado García. Quedaron tío y sobrino muy conformes en el modo de beneficiar el influjo de don Victoriano. Charlando así, llegaron a casa de Genday, y la criada de este, mocita guapa, le abrió la puerta con toda la zalamería de una fámula de solterón incorregible. En vez de volverse a su domicilio, Segundo, preocupado y excitado, bajó a la carretera, se detuvo en el primer soto de castaños, y sentándose al pie de una cruz de madera que allí dejaran los jesuitas durante la última misión, se entregó al pasatiempo inofensivo de contemplar los luceros, las constelaciones y todas las magnificencias siderales.
Capítulo 4
Durante las pesadas siestas de Vilamorta, mientras los agüistas digerían sus vasos de agua mineral y compensaban la madrugona con un letargo reparador, los músicos aficionados de la banda popular ensayaban las piezas que pronto ejecutarían reunidos. De la tienda del zapatero salían trinos melancólicos de flauta: en la del panadero resonaban briosas y marciales notas de cornetín: en el estanco gemía un clarinete: por el almacén de paños vagaban los ahogados suspiros de un figle. Los que así se consagraban al culto de Euterpe eran dependientes de comercio, hijos de familia, el elemento joven de Vilamorta. Semejantes fragmentos de melodía brotaban con penetrante sonoridad de entre la perezosa y cálida atmósfera. Cuando se esparció la nueva de que dentro de veinticuatro horas llegaba don Victoriano Andrés de la Comba y su familia, para salir inmediatamente a las Vides, estaba la charanga sumamente afinada y acorde ya, dispuesta a atronar con tandas de valses, dancitas y pasos dobles los oídos del insigne varón.
Notose en la villa movimiento desacostumbrado. La casa de Agonde se abrió, ventiló y barrió, saliendo por sus ventanas nubes de polvo: la hermana de Agonde se asomó poco después, peinada en flequillo y con un collar de caracoles nacarados. El ama del cura de Cebre, guisandera famosa, daba vueltas en la cocina, y se oía el sonsonete del almirez y el chirriar del aceite. Dos horas antes de la de las cinco, a que llega el coche de Orense, miden ya la plaza las notabilidades calificadas del partido combista—radical, y Agonde espera en el umbral de su botica, habiendo sacrificado a la solemnidad de la ocasión su clásico gorro y chinelas de terciopelo, y luciendo botas de charol y levita inglesa, que le hace parecer más corto de cuello y más barrigudo.
Entraba el coche de Orense por la parte del soto, y al resonar sus cascabeles y campanillas, el trote de sus ocho mulas y jacos y el carranqueo de su pesada mole, los vecinos de Vilamorta se colgaron de los balcones, se asomaron a los portales; sólo la botica reaccionaria permaneció cerrada y hostil. Al desembocar el gran armatoste en la plaza, agitáronse los grupos; varios chiquillos, descalzos, treparon al estribo pidiendo un ochavo en plañidera voz; las fruteras de los soportales se incorporaron para mejor ver, y únicamente Cansín, el tendero de paños, con las manos metidas en los bolsillos y en babuchas, prosiguió recorriendo su almacén de arriba abajo, afectando olímpica indiferencia. Refrenó el mayoral el tiro, diciendo en tono conciliador a una mula resabiada:
—Eeeeeeh… Bueno ya, bueno ya, Canóniga…
Estalló la charanga, formada ante el ayuntamiento, en ensordecedor preludio y el primer cohete salió pitando, despidiendo chispas… Lanzose el grupo en masa hacia la portezuela para ofrecer la mano, el brazo, cualquier cosa… Y bajaron trabajosamente una señora gruesa, un cura con las sienes abrigadas por un pañuelo de algodón a cuadros… Agonde, con más risa que enojo, hizo señas a la charanga y a los coheteros de que cesasen en su faena.
—¡No viene aún! ¡No viene aún! —gritaba. En efecto, no traía más gente el ómnibus. El mayoral se deshizo en explicaciones.
—Vienen ahí, a dos pasos, como quien dice… En el coche del conde de Vilar… En la carretela… Por causa de la señora… Yo aquí traigo el equipaje… Y pagaron los asientos como si los ocupasen…
No tardó en escucharse el trote acompasado y gemelo del tronco del conde de Vilar, y la carretela descubierta, de arcaica forma, penetró majestuosamente en la plaza. Recostábase en el fondo un hombre envuelto, a pesar del calor, en un abrigo de paño; a su lado una mujer con impermeable de dril gris destacaba sobre el puro azul del cielo el ala caprichosa de su sombrero de viaje. En el asiento delantero, una niña como de diez años, y una mademoiselle, especie de aya—niñera ultrapirenaica. Segundo, que al llegar la diligencia se había quedado atrás, no aproximándose al estribo, esta vez anduvo menos reacio, y la mano, que cubierta con largo guante de Suecia se tendía pidiendo apoyo, encontró otra mano de presión enérgica y nerviosa. La señora del ministro miró con sorpresa al galán, le hizo un saludo reservado, y tomando el brazo que la brindaba Agonde, entró a buen paso en la botica.
Tardó más en bajarse el hombre político. Sorprendidos le miraban sus partidarios. Había variado mucho desde su última estancia en Vilamorta —ocho o diez años antes, en plena revolución—. Su pelo gris pizarra, más blanco en las sienes, realzaba la amarillez de la piel; amarillo también y con estrías de sangre tenía lo blanco del ojo; y su semblante, arado y marchito, mostraba impresas en signos visibles las zozobras de la lucha social, las vicisitudes de la banca política y los sedentarios trabajos del foro. Su cuerpo estaba como desgonzado, faltándole el aplomo, la actitud que revela el vigor físico. No obstante, cuando menudearon los apretones de manos, cuando los tanto bueno… por fin… al cabo de los años mil… resonaron en torno con halagüeño murmullo, el gladiador exánime recobró fuerzas, se irguió, y una amable sonrisa dilató sus secos labios, prestando grata expresión a la ya severa boca. Hasta abrió los brazos a Genday, que se agitó en ellos con coleteos de anguila, y dio palmadicas en los hombros al alcalde. García el abogado trataba de hacerse visible y destacarse del grupo, murmurando con el tono grave de quien emite parecer sobre cosas muy peliagudas:
—Vaya, ahora arriba, arriba, a descansar, a tomar algo…
Por fin el remolino se aquietó subiendo a la botica el personaje, y tras él García, Genday, el alcalde y Segundo.
En la salita de Agonde tomaron asiento, dejando respectivamente a don Victoriano el sofá