Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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a usted? ¡En buena nos hemos metido! Va a ser codillo, codillo cantado.

      —No, hombre, no… es usted un mandria, que se apura por todo… Está usted ahí jugando con más miedo que si le apuntasen con una escopeta… ¡Arrastrar, arrastrar! Los chambones siempre se mueren de indigestión de triunfos.

      Los adversarios se guiñaban el ojo malignamente.

      —Deposita non tibit —exclamó el estanquero.

      —Si codillum non resultabit —corroboró don Fermín.

      Sintió el alcalde un escalofrío en el mismo bulbo capilar, y, por consejo de Agonde, resolviose a mirar lo que iba jugado, enterándose de las bazas de los compañeros y contando los triunfos. Tropiezo y el estanquero refunfuñaron.

      —¡Qué manía de levantarles las faldas a los naipes!

      El alcalde, algo más sereno, determinó por fin salir de dudas, suspiró y en algunos arrastres briosos y decisivos se resolvió la jugada, quedando todos iguales, a tres bazas cada uno.

      —La de los sabios —dijeron casi a un tiempo estanquero y médico.

      —¿Lo ve usted? Poniéndose lo peor del mundo, no le han dado codillo —observó Agonde—. Para hacer la puesta, se necesitaron requisitos…

      Tenía a todos suspensos el interés palpitante de la jugada, menos a Segundo, absorto en una de las perezosas meditaciones en que el bienestar del cuerpo acrecienta la actividad de la fantasía. Llegaban a sus oídos las voces de los jugadores como lejano murmullo; él estaba a cien leguas de allí: pensaba en el artículo del periódico, del cual se le habían quedado grabadas en la memoria ciertas frases especialmente encomiásticas, hisopazos de miel con que el crítico disimulaba los defectos del poeta elogiado. ¿Cuándo le llegaría su turno de ser juzgado por la prensa madrileña? Sábelo Dios… Prestó atención a lo que se hablaba.

      —Hay que darle siquiera una serenata —declaraba Genday.

      —¡Hombre… una serenata! —respondió Agonde—: ¡gran cosa! Algo más que serenata: hay que armar cualquier estrépito por la calle; una especie de manifestación, que pruebe que aquí el pueblo es suyo… Habrá que nombrar una comisión, y recibirle con mucho cohete, y la música a todas horas… Que rabien esos cazurros de doña Eufrasia.

      El nombre de la otra botica produjo una explosión de bromas, chistes y pateaduras. Hubo comentarios.

      —¿No saben ustedes? —interrogó el socarrón de Tropiezo—. Parece que a doña Eufrasia le ha escrito Nocedal una carta muy fina, diciéndole que él representa a don Carlos en Madrid y que ella, por sus méritos, debe representarle en Vilamorta.

      Carcajadas homéricas, algazara general. Habla Genday el escribano.

      —Bueno, eso será mentira; pero es verdad, una verdad como un templo, que doña Eufrasia le remitió a don Carlos su retrato con dedicatoria.

      —¿Y la partida? ¿Señalaron el día en que ha de levantarse?

      —¡Vaya! Dice que la mandará el abad de Lubrego.

      Se duplicó el regocijo de la tertulia, porque el abad de Lubrego frisaba en los setenta y se hallaba tan acabadito, que a duras penas podía tenerse sobre la mula. Entró en la botica un chiquillo, columpiando un frasco de cristal.

      —¡Don Saturnino! —chilló con voz atiplada.

      —A ver, hombre —contestó el boticario remedándole.

      —Deme a lo que esto huele.

      —Quedamos enterados… —murmuró Agonde arrimando el frasco a la nariz—. ¿A qué huele, don Fermín?

      —Hombre… es así como… láudano, ¿eh?, o árnica.

      —Vaya el árnica, que es menos peligrosa. Dios te la depare buena.

      —Son horas de recogerse, señores —avisó el abogado García consultando su cebolla de plata. Genday se levantó también, y le imitó Segundo.

      Los tresillistas se enfrascaron en hacer cuentas y liquidar las ganancias céntimo por céntimo, escogiendo fichas blancas y fichas amarillas. Al pisar la calle recibíase grata impresión de frescura; estaba la noche entre clara y serena; los astros despedían luz cariñosa, y Segundo, en quien era inmediata la percepción de la poesía exterior, sintió impulsos de plantar a su padre y tío, y marcharse carretera adelante, solo como de costumbre, a gozar tan apacible noche. Pero su tío Genday se le colgó del brazo.

      —Rapaz, estás de enhorabuena.

      —¿De enhorabuena, tío?

      —¿Tú no rabias por salir de aquí? ¿Tú no quieres volar a otra parte? ¿Tú no le tienes tirria al bufete?

      —Hombre —intervino el abogado—; él que ya es loco y tú que le revuelves la cabeza más…

      —¡Calla, tonto! Don Victoriano viene, le presentamos al chico y le pedimos la colocación… Y la ha de dar buena, que aunque él se figure otra cosa, si no nos complace, le costará la torta un pan… No está el distrito como él piensa, y si los que le sostenemos nos acostamos, se la juegan de puño los curas.

      —¿Y Primo? ¿Y Méndez de las Vides?

      —No pueden con ellos… El día menos pensado les dan un desaire, me los dejan en una vergüenza… Pero tú, muchacho… Míralo bien: ¿no te lleva afición por la abogacía? Segundo se encogió de hombros, sonriendo.

      —Pues discurre… así, a ver que te convendría más… Porque algo has de ser; en alguna parte has de meter la cabeza. ¿Te gustaría un juzgado de entrada?, ¿un destino en el ramo de correos?, ¿en alguna oficina?

      Estaban dando la vuelta a la plazoleta para acercarse a casa de García, y al pasar por delante del balcón de Leocadia, el aroma de los claveles penetró hasta el cerebro de Segundo. Experimentó una reacción poética, y dilatando las fosas nasales para recoger la fragancia, exclamó:

      —Ni juez, ni empleado en correos… Déjeme de eso, tío.

      —No porfíes, Clodio —dijo agriamente el abogado—. Este no quiere ser nada, nada, más que un solemne holgazán, y pasarse la vida echando borroncitos en papelitos… Ni más ni menos. Allá van los cuartos de la carrera, todo lo que gasté; allá van el Instituto, la Universidad, la pechera, el levitín, la botica flamante; y luego, cuando uno piensa que los tiene habilitados, vuelta a cargar sobre las costillas de uno… a fumar y comer a su cuenta… Sí, señor… Yo tengo tres, tres hijos para gastarme y chuparme el jugo, y ninguno para darme ayuda… Así son estos señoritos… ¡vaya!

      Segundo, parado y con las facciones contraídas, se retorcía la punta del bigotillo. Todos se detuvieron en la esquina de la plazoleta, como suele suceder cuando una plática se enzarza.

      —No sé de dónde saca usted eso, papá… —declaró el poeta—. ¿Usted se figura que me he propuesto no pasar de Segundo García, el hijo del abogado? Pues se equivoca mucho. Ganas tendrá usted de librarse del peso que le hago; pero más aún tengo yo de no hacérselo.

      —¿Y luego, a qué aguardas? El tío te está proponiendo mil cosas

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