Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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puntiagudas, sus ojos benévolos, maliciosos, con las mil arrugas de la pata de gallo, su perfil inteligente, su cara lampiña, pedían a gritos la peluca de bucles, la bordada chupa y la tabaquera de oro de los Campomanes y Arandas. Con su fisonomía afilada y sutil, contrastaba la de Primo Genday. Tenía el mayordomo el color blanco y sonrosado, la piel fina y transparente de los hemipléjicos, bajo la cual se ramifican inyectadas venas. De sus verdosos ojos, el uno estaba como sujeto al párpado lacio y colgante, y el otro giraba, humedecido, con truhanesca vivacidad. El pelo, blanco de plata, muy rizoso, le daba un parecido remoto con el rey Luis Felipe, tal cual conserva su efigie el cuño de los napoleones.

      Mediante una combinación frecuente en los pueblos chicos, Primo Genday y su hermano Clodio militaban en opuestos bandos políticos, poseyendo en el fondo una sola voluntad y caminando a idénticos fines. Clodio se significaba entre los radicales: Primo era el sostén del partido carlista, y en los casos de apuro, en las electorales lides, se daban la mano por encima de la tapia. Al resonar sobre la acera el trote del jaco de Primo Genday, abriéronse los balcones de la botica reaccionaria y dos o tres manos se agitaron en señal de bienvenida cariñosa. Primo se detuvo y Méndez continuó su ruta hasta llegar al portal de Agonde, echando allí pie a tierra.

      Le recibieron los brazos de don Victoriano y se perdió en las honduras de la escalera. La mula se quedó atada a la argolla, pateando a más y mejor, mientras los curiosos de la plaza consideraban con respeto los arcaicos jaeces del hidalgo, claveteados de plata sobre el labrado cuero, ya reluciente por el uso. Poco a poco fueron reuniéndose con la mula individuos de la raza asinina y caballar, conducidos del diestro, y la gente los distribuyó con mucho tino. El jaco castaño del alguacil, de buena estampa, con su galápago y su cabezada de seda, sería para el ministro: de seguro. La borrica negra, con jamúa—sillón de terciopelo rojo, quién duda que para la señora. A la niña le darían la otra pollina blanca y mansita. El burro del alcalde, para la doncella. Agonde iría en su yegua de costumbre, la Morena, con más esparavanes en los corvejones que cerdas en la cola. A todo esto, los radicales, García, Clodio, Genday, Ramón, examinaban las cabalgaduras y el estado de los aparejos, calculando cuantas probabilidades de éxito ofrecía la tentativa de llegar a las Vides antes del anochecer. El abogado meneaba la cabeza, diciendo enfática y sentenciosamente:

      —Mucha, mucha calma se están dando para eso…

      —¡Y le traen a don Victoriano el caballo del alguacil! —exclamó el estanquero—. ¡Rinchón como un demonio! Va a armarse aquí un Cristo… Tú, Segundo, ¿cuando lo montaste… te hizo algo?

      —A mí, nada… Pero es alegre.

      —Verás, verás.

      Los viajeros salían ya y comenzó a disponerse la cabalgata. Las señoras se afianzaron en sus jamúas y los hombres se asentaron en los estribos. Entonces se representó el drama anunciado por el estanquero, con grave escándalo y mayor retraso de la comitiva. No bien hubo olfateado el jaco del alguacil una hembra de su raza, empezó a sorber el aire todo descompuesto, exhalando apasionados relinchos. Don Victoriano recogía las bridas, pero el rijoso animal ni aún sentía el hierro en la boca, y encabritándose primero y disparando después valientes coces y revolviendo por último la cabeza para morder el muslo del jinete, hizo tanto, que don Victoriano, algo descolorido, tuvo por prudente apearse. Agonde, furioso, se bajó también.

      —¿Pero qué condenado de caballo es ese? —gritó—. A ver, pedazos de brutos… ¿Quién os manda traer el caballo del alguacil? ¡Parece que no sabéis que es una fiera! Usted… Alcalde… o usted, García… pronto… la mula de Requinto, que está a dos pasos… Señor don Victoriano, lleve usted mi yegua… Y ese tigre, a la cuadra con él.

      —No, le objetó Segundo… Yo lo montaré, ya que está ensillado. Iré hasta el crucero.

      Dicho y hecho: Segundo, provisto de una vara fuerte, cogió al jaco por las crines de la cerviz y de un salto estuvo en la silla. En vez de apoyarse en el estribo, apretó los muslos, mientras sacudía una lluvia de tremendos varazos en la cabeza del animal. Este, que ya se iba a la empinada, soltó un relincho de dolor y bajó los humos, quedándose quieto, trémulo y domado. La cabalgata se puso en movimiento así que llegó la mula de Requinto, no sin previos apretones de mano, sombreradas y hasta un ¡viva! vergonzante, salido no sé de dónde. Tomó el cortejo carretera adelante, abriendo la marcha la yegua y mulas y quedándose atrás las borricas, a cuyo lado iba, honesto a puras vareadas, el jaco. Ya declinaba el sol dorando el polvo de la carretera, prolongaban su sombra los castaños, y subía de la encañada un airecillo regalado, portador de la humedad del río.

      Segundo callaba. Victorina, contentísima de ir a lomos de borrico, sonreía, pugnando en balde por tapar con el vestido las rótulas puntiagudas, que la tablilla del aparejo le obligaba a subir y descubrir. Nieves, reclinada en la jamúa, sostenía su sombrilla de encaje crudo con transparente rosa, y al comenzar a andar sacó del pecho un reloj sumamente chiquito y miró la hora que era. Momentos embarazosos. Por fin Segundo comprendió la necesidad de decir algo.

      —¿Qué tal, Victorina? ¿Vamos bien?

      Ruborizose la niña extraordinariamente, como si le preguntasen cosas muy reservadas e íntimas, y dijo en ahogada voz:

      —Sí, muy bien.

      —¿A que prefería usted ir en mi caballo? Si no tiene usted miedo la llevo delante.

      La niña, que ya no podía estar más sofocada, bajó los ojos sin contestar, pero la madre, con graciosa sonrisa, terció en el diálogo.

      —Y diga usted, García, ¿por qué no tutea usted a la chiquilla? La trata usted con un respeto… Va a figurarse que está ya de largo.

      —Sin su permiso no me atreveré yo a tutearla.

      —Anda, Victorina, dale permiso a este caballero…

      Encerrose la niña en el invencible mutismo de las adolescentes, en quienes la sensibilidad exquisita y temprana produce una timidez extremadamente penosa. Sus labios sonreían, y sus ojos, al mismo tiempo, se arrasaron en lágrimas. Mademoiselle le dijo no sé qué en francés, con gran suavidad, y entretanto Nieves y Segundo, riéndose confidencialmente del episodio, tuvieron expeditos los caminos de la conversación.

      —¿A qué hora le parece a usted que llegaremos a las Vides?… ¿Es bonito aquello?… ¿Estaremos bien allí?… ¿Cómo le sentará a Victoriano?… ¿Qué vida haremos?… ¿Vendrá gente a vernos?… ¿Hay jardín?…

      —Las Vides es un sitio precioso —declaró Segundo—… Un sitio que tiene aspecto de antigüedad, aire así… señorial. Me gusta la piedra de armas, y una parra magnífica, que cubre el patio de entrada, y las camelias y limoneros de la huerta, que tienen porte de medianos castaños y la vista del río, y sobre todo un pinar que habla y hasta canta… , no se ría usted… canta, sí señora, mejor que la mayor parte de los cantantes de oficio. ¿No lo cree usted? Pues ya lo verá.

      Nieves miró con gran curiosidad al mancebo, y después fingió mirar a otra parte, acordándose de la rápida y nerviosa presión de mano advertida la víspera, al bajarse del carruaje. Por segunda vez en el espacio de breves horas, aquel muchacho la sorprendía. Nieves llevaba en Madrid una vida sumamente correcta, mesocrática, sin ningún incidente que no fuese vulgar. A misa y a tiendas por la mañana; por la tarde, al Retiro o a visitas; de noche, a casa de sus padres, o al teatro con su marido: por extraordinario, algún baile o cena en casa de los duques de Puenteancha, clientes de don Victoriano. Cuando este obtuvo la cartera, exhibió poco a su mujer. Nieves recogió unos cuantos saludos más en el Retiro, en las tiendas los dependientes se manifestaron más obsequiosos; la duquesa de Puenteancha la hizo recomendaciones llamándola

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